Se abre el telón y aparece un anuncio de Durex, fabricante mítico de preservativos que ahora promociona lubricantes para tener sexo más entretenido: sale una pareja —de lesbianas, por supuesto—, una de ellas negra —por supuesto—, las dos metidas en kilos —sólo faltaría—, encantadas ambas con las posibilidades de un gel idóneo para la actividad clásica del sexo. Imagino yo —ustedes no imaginen, que puede ser pecado—, imagino yo, decía, el uso que las chicas encendidas de deseo pueden dar al lubricante: una evocación falocéntrica sustitutiva, pues habiendo dildos y gel Durex, ¿quién necesita a los hombres? Así funciona la mente woke: renombrando la realidad se borra la verdad. Lo que Durex quiere es vender lubricantes y la inmensa mayoría de los potenciales usuarios, por determinación biológica y por las características del producto, son parejas heterosexuales. Pero la normatividad está mal vista en aquellos ambientes de la vida alegre y divertida a los que esta marca quiere hacer sus guiños y dengues. Por tanto, construir un relato equivale a levantar un mundo acogedor y a medida, inexistente pero cómodo para los despistados o perjudicados de la vida, los condenados al dildo y otras suplantaciones y las condenadas al dildo y otras reclamaciones. Seguimos.
Fenomenal, memorable en su punto meloso la polémica organizada hace una semana por las tropas de Mordor como respuesta —indignada cual corresponde— al anuncio de una marca de pantalones vaqueros que protagoniza Sydney Sweeney. En inglés y para gente cuqui: un anuncio de jeans.
La actriz es guapa muy mona, rubia de ojos azules, con tipito, sin tatuajes aparatosos, sin autoestigmas corporales, escariaciones tribales ni argollas atravesándole la nariz, las cejas, los labios o cualquier otra parte visible de su cuerpo; en definitiva: una chica guapa normal anunciando unos pantalones bastante normales y, quizás, jugando con el doble sentido eufónico de la palabra «jeans» por su parecido a «genes», pues, en efecto y como formula el mensaje del anuncio: Sydney Sweeney tiene buenos genes. Lo cual, para el pensamiento con perdón woke y el nuevo orden moral es inaceptable.
Racismo, supremacismo blanco, apología de la eugenesia… En fin, para qué reproducir la cantidad de majaderías que la horda ha excretado sobre este asunto. Me vale un comentario de twitter, ahora X, para ilustrar el argumentario: «… este culto a la belleza idealizada y casi irreal ha provocado y provoca problemas (sic)psicológico y de conducta alimenticia (sic)sobretodo en chicas jóvenes». He ahí el meollo de la cuestión: la gente guapa no puede aparecer en anuncios porque los/as jóvenes y seguramente otros menos jóvenes se frustran y se traumatizan y caen en la anorexia, la bulimia, la obesidad y el sursum corda de los disturbios psicológicos que a menudo conducen hasta enfermedades mentales graves e incluso el suicidio. No extrañe a nadie que a la primera chica o chico con trastornos alimentarios y de autoimagen que se le ocurra poner fin a sus tristes días, alguien llame asesina a Sydney Sweeney. Para la pandilla woke —tanto los teóricos y los políticos como los militantes de diario—, el problema no es el desajuste civilizacional, humanamente considerado, entre personas desesperadas en su baja autoestima y la dinámica constante de esa misma sociedad que se autogenera continuamente y camina sin mirar atrás, sin compadecerse de quienes pierden el paso y sin contar las bajas. El problema, según esta gente, son los guapos, los «estereotipos heteronormativos»; hay que esconder a la gente de buena presencia, a las mujeres hermosas y los guaperas macizorros, y sustituirlos básicamente por gorditas simpáticas, tíos feos de aspecto blandengue y planchabragas de los que saben poner la lavadora en casa. Hay que suplantar a la gente blanca, rubia de ojos azules, por «personas racializadas», o sea y en plata: negras más gordas todavía, a ser posible lesbianas y con argolla en la nariz como las vacas. Se dirán ustedes que el tono de este artículo está un poco subido en la ocasión, algo insolente, y tendrán razón porque el asunto me tiene más que aburrido aunque no tan soliviantado como a la actriz protagonista del anuncio, sus representantes y la agencia de publicidad involucrada. La respuesta de todos ellos a la pretensión de retirar el anuncio y pedir perdón a las personas que se hayan sentido ofendidas o turbadas ha sido rotunda; ejemplar y rotunda: váyanse a tomar por saco con sus traumas, sus problemas psicológicos y su inquisición de lo cotidiano.
No puedo estar más de acuerdo. Personalmente no tengo nada en contra de los feos, las personas con sobrepeso, los lisiados, los trastornados de la cabeza y los histéricos e histéricas en su conjunto; entre otras razones porque de las anteriores categorías me puedo adjudicar dos o tres sin problema, a ojo de buen cubero; aunque eso sí: sin ofenderme a mí mismo y sin sentir otra cosa que aprecio y ternura hacia mi pobre persona. En serio, no soy envidioso por puro sentido de lo práctico, porque sé perfectamente que la envidia es el vicio más estúpido que existe: sólo da malos ratos, sin compensación a menos que el vecino se quede sin cochazo, lo cual siempre es improbable. Tampoco tengo nada en contra de que las personas racializadas hagan publicidad, al contrario, me parece de justicia histórica y de lógica humana aplastante. Lo que no soportan mis entendederas es el borrado de los blancos/as heterosexuales y con la piel intacta como recién llegada al mundo. Y desde luego, lo que menos soportan mis rumios es el paroxismo en la idiocia, el erre que erre aunque la erre no venga a cuento de nada: un rey Arturo negro prieto, un Serlock Holmes trans, una Blancanieves morena azúcar moreno y una Julieta de Shakespeare gorda como Lalachus y fea como Lalachus y, a ser posible, desagradable como Lalachus. En efecto, el dogma woke empezó con el borrado de las mujeres hace mucho tiempo —aunque en España nos enteramos con la aprobación de la ley trans—, pero aquello fue sólo el principio. Se propusieron borrar el sexo femenino y prácticamente lo están consiguiendo, después se han empeñado en borrar la belleza, la inteligencia, la capacidad y la aptitud física; si por ellos fuera, todas las olimpiadas serían paralímpicas y todo el fútbol retransmitido por TV jugado por marimachos. Han borrado de sus cabezas el principio elemental de realidad pero les queda la tarea de borrar la refutación a su demencia, es decir: la verdad. Ni belleza ni inteligencia ni verdad: moscorrofios discapaces embutidos de ideología; ese es el ideal. Ya lo dijo hace unos días la vicepresidente Yolanda, famosa por sus ocurrencias: la «titulitis» no sirve para nada, ya le gustaría ver en el gobierno un ministro o ministra analfabeto o analfabeta —otra más, querría decir—.
De verdad, deténganse como el sol en Gabaón y la luna en Ajalón: no hay nada de malo en ser gordo, siempre que no odies a las personas con buena forma física; no hay nada terrible en ser feo, siempre que no odies a las personas agraciadas ni te odies a ti mismo por ello; no hay nada espantoso en ser pobre, siempre que no odies la riqueza ni te enferme que los demás progresen en la vida; no es desesperante tener poquita instrucción y acaso menos luces, siempre que no odies la inteligencia. En eso creo, en la auténtica diversidad humana porque desde que vine al mundo y tuve ojos para verlo comprendí que en esta vida hay feos y guapos, blancos y negros —también hispanos, que no somos negros pero tampoco blancos ni falta que nos hace—, gordos y delgados, listos y menguados, ricos y pobres. Y no pasa nada, no hagamos tragedia. Hacerse la víctima no es camino para escapar de la tontuna, la precariedad o la obesidad: es camino para convertir nuestra existencia en venero constante de frustración, inquina y arrebato: un coñazo.
Todo lo cual, antes expuesto, creo que me coloca en el lado de la historia que la creencia woke tiene asignado a los malos, porque los buenos son ellos, naturalmente. Ellos son las buenas personas, los solidarios, los empáticos, los tolerantes. Claro que cuando uno contempla el otro lado del muro y ve las catervas que se agrupan bajo aquella bandera, no queda otro remedio que admitirse —por puro raciocinio, sin querer apenas y sin proponérselo—, en el lado correcto de la historia, donde nadie discute a la belleza, la verdad y la inteligencia. Donde los feos son feos pero no son idiotas. Y ellos, los que odian a Sydney Sweeney y sus jeans y sus genes, allá ellos. Sólo puedo desearles que sigan bien, tan infelices y tan a gusto en su pelea a brazo partido contra la dura realidad, que es fascista. Con su pan se lo coman.