Desde Homero, nuestra tradición identifica bien y belleza; καλὸς καὶ ἀγαθός, bello y bueno, es lo mejor que podía decirse de alguien: una bellísima persona. La moral busca lo bueno, que es bello, y el arte busca lo bello, que es bueno, así que los malos de la película no pueden ser bellos; si hay algo bello, sólo puede ser una engañosa máscara (como le ocurre a Dorian Gray) o un talento perdido (como le ocurre a Gollum).
Por desgracia, contra la tradición que identifica bien y belleza, contra este luminoso hilo de Ariadna, cobra cada vez más fuerza, el menosprecio de lo bello. Se trata de una táctica verdaderamente antropoclasta, es decir, destructora de lo humano, porque cultiva lo feo y lo innoble y lo presenta como más inteligente y más auténticamente humano. A esta triste disociación de bien y belleza han contribuido ideologías como el marxismo, que con su concepto de arte social condenaba como burgués el arte bello, y también algunas vanguardias artísticas, que han condenado lo figurativo y han convertido el arte en un lenguaje esnobista y críptico sólo al alcance de unos iniciados. Es cierto que los artistas se caracterizan siempre por una búsqueda creativa, y que gran parte de sus aciertos consisten en ver belleza donde otros sólo ven fealdad. Cristo, por ejemplo, escandalizaba cuando veía belleza en un leproso, (y lo tocó para curarlo), o en una adúltera (y la salvó de las pedradas); del mismo modo, un poeta no canta sólo a las cosas bonitas como los pájaros y las flores, sino que también sabe encontrar el misterio y la belleza en un cubo de basura (como el célebre soneto de Rafael Morales). Pero, frente a esas legítimas búsquedas, el feísmo no busca encontrar la belleza en la aparente fealdad, sino exaltar la fealdad contra la belleza, entregar la batuta a quien tenga la mano más sucia; le gusta señalar con el dedo todo lo feo de la Creación, el polluelo caído del nido y devorado por hormigas, como si ese detalle fuera más real y más grande que la impresionante belleza de todo el bosque donde vuelan llenos de amor y vida todos los pájaros. El menosprecio de lo bello, pues, tiene algo feo que decir en todos los ámbitos: el ético, el estético y el ontológico.
Esta risotada contra lo bello es, en fin, consecuencia de haber rechazado la tradición como una fuente legítima y habernos quedado, pues, sin un modelo. El amor romántico, las figuras del príncipe y la princesa, la dama y el caballero, el galanteo, la virginidad, el candor, el amante poeta… todo eso está siendo censurado y ridiculizado por la corrección política. Los vikingos, que se dedicaban a la rapiña, gozan de más prestigio que los Conquistadores, que crearon un imperio mestizo y duradero. «No quiero ser princesa; quiero ser astrofísica y estudiar la antimateria», suelta un lema feminista en los institutos de secundaria, como si una princesa no pudiera ser astrofísica; cierto feminismo también rechaza que exista una vocación femenina al afecto y al cuidado y por supuesto a la maternidad, que deja de ser venerable y pasa a ser una servidumbre para con el varón. Gozan de prestigio estéticas carcelarias o prostibularias o siniestras entre quienes se sienten gracias a ellas más rebeldes, más inteligentes, críticos o jóvenes. Se cultiva lo sórdido o lo obsceno como medio de distinción y originalidad. Basta echar un vistazo en la playa a los tatuajes que luce la gente con orgullo: hay más serpientes, calaveras, monstruos y dragones que pájaros, flores y ángeles. Empieza a estar mejor visto vestir a los niños de monstruos por Halloween que de ángeles por Navidad. Nos tratamos cada vez con menos miramientos, menos deferencias, menos registros, con un tuteo ramplón, más preocupados por vestir y actuar como nos plazca que por saber estar y saber dominar los diferentes registros. Entre los famosos parece haber una competición por enseñar carne o lucir músculo en las redes sociales. Cuanto más se generaliza lo zafio, más cursi nos parece lo elegante; si todos nos saludamos con un gruñido, saludar con una sonrisa es afectado. Reírse de lo noble ofrece la ventaja de que pone muy bajo el listón moral, no nos exige comportarnos como parientes de dioses o hijos de Dios, sino como nos apetezca.
Eso en cuanto a las costumbres; pero otro tanto ocurre en el ámbito de nuestras valoraciones morales. Siempre ha habido gente ruin o de colmillo retorcido que ha ridiculizado la virtud de los demás; pero hoy en día esa tendencia cuenta con el prestigio y la eficacia de este agente contrahumanista del menosprecio de lo bello. En dibujos animados y películas y prejuicios, es un recurso ya muy manido que la niña boy scout sea repipi y el niño bien peinado sea acosador y, en cambio, el muchacho alternativo o gótico tenga un corazón de oro; favorecido por esta nueva moral más pendiente de la realización personal que de amar a los demás, el feísmo está consiguiendo que virtudes morales como la abnegación, la austeridad, la humildad o el dominio de uno mismo, parezcan a veces ridículas, aburridas o empobrecedoras, y en cambio parezcan enriquecedoras e interesantes actitudes que no son en realidad virtudes, como la espontaneidad, la originalidad, la curiosidad, el amor a uno mismo, la fidelidad a uno mismo, la coherencia con uno mismo, en fin, la autenticidad (entendida como la condición de ser uno muy uno mismo, sea esto lo que sea).
Los griegos ya centraron la gran cuestión humana del modo más plástico: ¿cómo hemos de comportarnos? ¿Hay algún código escrito en algún sitio? Y la respuesta de ellos fue: somos híbridos de animal y dios y debemos dar preferencia a nuestra mitad más noble, la divina; por ello no nos rascamos como perros ni chillamos como monos ni nos batimos como ciervos, sino como se comportarían los dioses si bajasen a la Tierra. Estoy convencido de que las normas de educación que hemos heredado de la Antigüedad consistían en una imitación de los modos y gestos divinos. Cuando deja de creerse en los dioses, los modales empiezan a ser considerados sólo una convención, sin base real alguna, como está pasando ahora, y entonces empieza a parecernos inteligente quien se los salta.
Uno de los dos únicos feos que intervienen en la Ilíada es Tersites, el único que, por falta de valor guerrero, alza su voz para persuadir a todos los aqueos de abandonar el asedio de Troya. Y dentro de cada uno de nosotros hay un Tersites escondido a quien podemos amordazar o dar la palabra. Y ese Tersites interior se encuentra hoy en su salsa con esta ola feísta contra lo noble, bello y elevado. Tengo la sospecha de que las personas tienden a hacerse tanto más eco de las interpretaciones y manifestaciones más antropoclastas cuanto más sucia, fea o baja ha sido la experiencia que han tenido de lo que debe ser limpio, bello y alto (familia, amistad, amor…). Pensemos, por ejemplo, en el joven e ingenuo Rimbaud, que sufrió de jovencito la experiencia traumática de una violación y, en vez de aferrarse a la luz, a Dios, al bien, en vez de dedicar desde entonces sus esfuerzos a luchar contra toda violencia y grosería, se volvió tan sucio, malhablado y violento como el episodio que le había robado la inocencia. Ser sucio como lo que hacemos o nos ha pasado es una manera de intentar superar esa suciedad que en el fondo no soportamos. Hay, creo, mucho sufrimiento escondido en este regodeo de lo sórdido, mucho desesperado intento de recuperar, añadiendo más fealdad aún, la gracia que el sufrimiento nos ha hecho perder. El fantasma de la ópera oculto en los sótanos que se proclama el ángel de la música de una diva está proclamando a gritos su amor a la belleza y al amor que no tiene. La estética satanista en la que se regodean tantos jóvenes nace muchas veces de miedos, sufrimientos, envidias, resentimientos y soberbias inconfesables. Esa reacción contra la belleza es una violencia contra nuestra naturaleza, que la ama sobre todas las cosas. No podría el feísmo celebrar la fealdad si no fuera porque sentimos que estamos llamados a la belleza. No podríamos reivindicar la belleza de los demonios si no fuera porque los ángeles seguirán siendo siempre más bellos.