(Segunda parte.Sigue y termina. La primera apareció en esta revista hace dos semanas)
«La naturaleza humana», argumentó el filósofo y economista Stuart Mill en su ensayo Sobre la libertad, publicado en 1859, «no es una máquina que se construye según un modelo dispuesta a hacer exactamente, como un robot, el trabajo que se le prescribe, sino un árbol que necesita crecer y ramificarse libre e incluso desordenadamente a impulsos de las fuerzas interiores que lo convierten en algo vivo».
Lo del robot y lo del desorden lo he añadido yo. En la época de Stuart Mill aún no se había inventado la terrorífica y ponzoñosa inteligencia artificial. La Araña, que es como yo llamo a Internet, no había empezado a tejer su tela. El 1984 de Orwell era sólo una distopía hiperbólica y lejana. En ella, sin embargo, estamos ya de hoz y de coz.
Todo bajo control: tal es la unánime consigna del actual Sistema de Valores Dominantes. Lo llaman democracia liberal, pero eso es sólo una etiqueta acuñada para disfrazar el pensamiento único. Hasta «fin de la historia» se atrevió a llamarla un don nadie: Fukuyama. No importa la ideología de quien mande en ella. Tan liberticidas son los unos como los otros, las izquierdas como las derechas. Al paso que vamos, pronto nos pondrán un cuentakilómetros en la planta de los pies, un polvómetro en la ingle, un código de barras en la muñeca, un smart teléfono idiota en cada dedo, un formulario de la Declaración de la Renta en el entrecejo, un micrófono en el esfínter y las Tablas de la Ley en las posaderas. El Estado Papá, siempre con la palmeta de la corrección política, el ojo de la Araña y las cámaras en ristre.
¿Estado Papá? No, no, Estado Policial. No beban, no se droguen, no se vayan de putas, no miren a las chicas con insistencia y una miaja de insolencia, no cometan adulterio, no lean a Celine ni a Nabokov, no contemplen ni admiren las pinturas de Balthus, pónganse el cinturón de seguridad (y, de paso, el de castidad), no manejen dinero en metálico, paguen con tarjetas, renuncien al derecho de propiedad acatando el impuesto de sucesiones o donaciones y amparando los allanamientos de moradas perpetrados por los okupas, entreguen a los poderes públicos la mitad del fruto de su trabajo, escolaricen a sus hijos a los tres años de edad, permitan la chabacanería, el insulto y la calumnia en nombre de la libertad de expresión, profanen las tumbas de quienes ya ni siquiera pueden descansar en paz, pidan licencias y paguen mordidas para montar un negocio, acaricien a las víboras, que son especie protegida, cuando se disponen a morder a un ser humano… A tales extremos de ridiculez están llegando nuestros próceres.
Señorías: no salven mi alma ni cuiden de mi cuerpo. No me digan lo que debo hacer. Ya soy mayorcito y tengo sentido común. Yo no confío en ustedes, pero ustedes deberían confiar un poco en mí, que soy quien les paga, no quien les cobra. Sigan con su juego de tronos. Lo que hagan en sus corralas no es asunto mío, pero no me acorralen, por favor. Déjenme cultivar mi huerto, como lo hacía el Cándido de Voltaire, y den por seguro que no me meteré en el de mi vecino y siempre me atendré a la convicción libertaria y libertina de que mi libertad acaba donde empieza la libertad del prójimo.
No fue sólo Bakunin, un iluminado anarquista ruso, sino también el ya citado Stuart Mill, un juicioso caballero británico, quien sostuvo que en todo lo que no afecte a terceros debe ser absoluta la libertad de acción y de pensamiento. «Ni el gobierno» ‒escribió‒ «ni la sociedad, ni la religión, ni las costumbres, ni la moral, ni las leyes tienen derecho a interferir en el ejercicio de la soberanía individual».
Pero, sea como fuere, Señorías, no se olviden nunca de que la única libertad que importa y que me importa, la única inviolable e invulnerable en cualesquier circunstancia, es la libertad interior, la libertad de ser o de llegar a ser uno mismo, la libertad del nosce te ipsum, la libertad mental, la libertad del pensamiento, que depende del carácter, de la reflexión y del estudio, y no de las leyes de la sociedad, ni de las añagazas del poder, ni de los balances de la economía, ni de los sermones de los salvapatrias, ni del lloriqueo de los misioneros, ni de las triquiñuelas del politiqueo.
Y en cuanto a ustedes, ilustres desconocidos que en este momento me leen, mes semblables, mes fréres, permítanme un puñado de sugerencias que quizá les sirvan de auxilio en la andadura de la libertad…
Ríanse de todo, porque nada importa nada. No se planteen problemas antes de que los problemas se planteen. Reivindiquen y practiquen le hermosa libertad de costumbres que costumbre fue en otros tiempos, mejores y más libres que los de ahora. No confundan la libertad de impresión con la libertad de expresión, pues de nada sirve ésta si no va acompañada por el respeto. Embósquense, no enseñen sus cartas, no envíen selfis, no expliquen a nadie lo que están haciendo, digan sólo su cantar, como el marinero del conde Arnaldo, a quien con ustedes va. Disconnecting people. Vivan ocultos, vuélvanse invisibles. Permanezcan sordos al qué dirán e indiferentes al halago y al denuesto. Ignoren los estúpidos datos de las estadísticas. Échenlo todo por la borda, no se encastillen en posiciones conquistadas ni se encasquillen en rutinas. Hagan las cosas por ellas mismas, no por sus frutos. Recuerden que la vida es un puente y que nadie en su sano juicio construye nada sobre los puentes. Transgredan, corran riesgos, rompan tabúes, adéntrense en lo desconocido para encontrar lo nuevo. No tengan miedo, no hay nada que temer, hagan lo que temen y el temor desaparecerá. Tengan ideas, pero no las estrangulen con las ideologías. Maduren, pero no envejezcan. Contradíganse tantas veces cuantas les parezcan necesarias. No se culpabilicen. Construyan su alma, como el Auriga de Platón, embridando el músculo, el sexo, el corazón y la cabeza. Sean como son los niños, que nacen libres y poco a poco, a partir del momento en que los escolarizamos, aprenden a dejar de serlo. Y, por último, no se fíen de mí. No sigan al pie de la letra mis consejos. Disciérnanlos.
Buda no escribió nada, pero sus discípulos recogieron y propagaron algunas de sus palabras. Entre ellas, las que siguen… «No creáis en nada porque lo diga la tradición, ni siquiera aunque muchas generaciones de personas nacidas en muchos lugares hayan creído en ello durante muchos siglos. No creáis en nada porque muchos lo crean o finjan que lo creen. No creáis en nada porque así lo hayan creído los sabios en otra o en esta época. No creáis en lo que vuestra imaginación os propone cayendo en la trampa de pensar que Dios os inspira. No creáis lo que dicen las Sagradas Escrituras sólo porque ellas lo digan. No creáis a los sacerdotes, ni a los filósofos, ni a ningún ser sobrenatural o humano. Creed únicamente en lo que vosotros mismos habéis experimentado, verificado y aceptado después de someterlo al dictamen de la razón y a la voz de la conciencia».
Nada más. He terminado. Buen viaje, amigos, rumbo a la libertad y, si tal fuese el caso, a la inmolación.