El mundo desnortado

El mundo desnortado. Santiago Mondejar

Es notable que en fecha tan temprana como 1918 Oswald Spengler publicase su obra magna ”La decadencia de Occidente”, un trabajo de anticipación profética en dos volúmenes, que versa en torno al ocaso de la civilización occidental propiciada por la molicie, el hedonismo y el culto al dinero, que convierte a las masas en objetos pasivos, y vulnerables a quedar sujetos a totalitarismos, ya sean éstos tácitos o explícitos. Las reflexiones vertidas en forma de pesimismo cultural por Spengler tuvieron continuidad, tras el interregno de los cesarismos posterior a la Primera Guerra Mundial, y el subsecuente cataclismo de la Segunda Guerra Mundial en pensadores como el italiano Augusto Del Noce, que cuestionó, mediante una lectura transpolítica[1] harto relevante en la situación actual del mundo, la legitimidad ética del modelo social del liberalismo, en el cual el capital se convierte en un fin en sí mismo, y el sujeto acaba siendo reducido a un objeto cuya función se limita a formar parte de los procesos productivos de un sistema economicista, cuya razón de ser es crecer y reproducirse ad infinitum.

La premisa central de Augusto Del Noce es la refutación radical de que la realidad del ser humano sea entendible sólo en términos de subjetividad material, sino que tal realidad, para estar dotada de significado, se ha de inteligir partiendo de lo que el hombre piensa de su relación con el mundo en el que está, y con lo que transciende dicho mundo. Hay en este postulado una notable coincidencia con la afirmación de Xavier Zubiri[2] en el sentido de que el yo no sólo no es la única realidad, sino que el egocentrismo[3] abre una escisión caracterizada por los agonismos del yo y dely del ellos y él nosotros, que tienen como consecuencia que no se den relaciones genuinas entre las personas, habida cuenta de que todo individuo es visto por los otros individuos primariamente como instrumento de su propia realización, de modo y manera que la validez del hombre queda supeditada al principio de resultado (lo importante del hombre es lo que hace), abriendo una brecha que no es posible cerrar sin recurrir a una intercesión necesariamente exenta de egotismo.

Para ambos autores, esta mediación únicamente puede profesarla aquello que apunta a lo trascendental (lo religioso; lo que facilita la alteridad como interés entre un ser y otro ser, el inter-esse[4] según la formulación de Emmanuel Lévinas). Este aserto sirve a Del Noce como base para sostener que la desacralización sistémica llevada a cabo por el liberalismo, impide esa mediación, ya que al incurrir en simplificaciones antropológicas basadas en interpretaciones inmanentes del curso de la historia, usurpan el rol de lo sagrado en la religión trascendente, trasladándolo al campo político, en el que por definición prima lo subjetivo.

Del Noce va incluso mas allá, sosteniendo que las modernas teologías políticas seculares, (herederas de aquel teorema kantiano[5] según el cual todo principio práctico material es forzosamente empírico[6], y por ello reflejo de la impresión subjetiva que nos produce, careciendo a fortiori de la objetividad requerida por vertebrar una ley moral), son incapaces de cimentar el libre albedrío humano sobre una base moral objetiva, acaba por allanar el camino a la imposición absolutista y arbitraria de moralidades relativas y contingentes.

De acuerdo con este argumento, la omisión de elementos jurídicos objetivos (i.e. trascendentales) deriva en una concepción puramente formalista de la democracia, cuanto proceso normativo de toma de decisiones. Recordemos que, según Hans Kelsen[7], «la democracia es procedimiento, y sólo procedimiento», principio en el que abundaron después tanto Robert A. Dahl como John Rawls.

Este formalismo, a decir de Augusto Del Noce, deja a esta “democracia pura”, inerme y rendida frente a las veleidades totalitarias. La tesis del filósofo italiano es que la consagración laica de la libertad negativa de Isaiah Berlin, que éste expresa aduciendo que «la defensa de la libertad consiste en el fin negativo de prevenir la interferencia de los demás[8]», se traduce en la práctica en una propensión a reducir las ataduras morales a su mínima expresión, lo cual crea las condiciones sociales de las que alimentan un caldo de cultivo favorable al florecimiento de expresiones de esencialismo vitalista.

Dicho vitalismo (que en última instancia, es controlable, y, por lo tanto, manipulable), concibe al ser humano como “animal de impulsos”, cuyos rasgos personales son reducibles a las características biológicas de su especie, razón que explica la importancia que adquirió esta idea entre corrientes filosóficas como el materialismo eliminativo[9], y psicológicas, como el conductismo[10], cuyo fundamento compartido es que la ciencia de lo mental no debe prestar atención a la conciencia, sino centrarse en los estímulos y las respuestas verificables que éstos generan, pues es este conocimiento pragmático lo que permite que el comportamiento humano sea condicionable, sin necesidad de recurrir al uso de la fuerza bruta para lograr determinados fines.

Un ejemplo patente de esto lo encontramos en la “Nudge Theory” (teoría del empujoncito) del norteamericano Richard H. Thaler[11], que le valió al el Premio Nobel de Economía en 2017, por «su contribución a la economía conductual». El trabajo de Thaler dista mucho de ser desconocido en el mundo de la politología, como quedó cumplidamente demostrado durante los confinamientos decretados a raíz del brote pandémico de 2020, prueba de que en nuestros tiempos, es posible afirmar que el valor máximo de un sistema democrático está ligado a la idea de la no violencia, y al mismo tiempo establecer los condicionantes necesarios para subordinar la legitimidad moral de los medios aplicados a los fines perseguidos, gracias a una conformidad obtenida mediante una manipulación altamente sofisticada -formalmente impecable- del comportamiento social, y la paulatina neutralización de la dialéctica social, que resitúa los conflictos políticos en el ámbito de la competencia económica para, de este modo, despolitizar[12] sustantivamente los antagonismos sociales.

Esto último, según la tesis de Jean-Claude Michea[13], obliga a los estados liberales al fomento de una especie de revolucion cultural permanente, con el fin de erradicar paulatinamente los obstáculos culturales, religiosos y políticos que obstaculizan el avance de la mercantilización de todas las facetas y aspectos de la vida humana: tal y como dijo Carl Schmitt (1932, p. 58), siendo el liberalismo hijo del economicismo, uno de los pilares en los que se sustenta es la “objetividad materialista economista”, lo que, a la postre, tiene como consecuencia que la razón de Estado acabe siendo poco más que una pura razón mercantil.

Según señala Del Noce a este respecto, tal estado de cosas pone de manifiesto el peligro existencial que supone vaciar de contenido moral a la propia democracia (democrazia vuota del sacro), al convertirse ésta en una suerte de gnosticismo accesible a un selecto grupo de “iniciados”; expertos que, habiendo previamente negado la existencia de una razón trascendente, y por ende la existencia misma de un orden sobrenatural, se arrogan la misión de crear una razón universal, pero inmanente, que ponga orden un mundo anárquico que caracterizan como fruto del azar. En consecuencia, esta gnosis tecnocrática[14] que caracteriza las modernas manifestaciones del liberalismo político, es antes que un modelo económico y un régimen político, una expresión de visión de la totalidad del mundo terrenal, que, al ser concebido en términos mecánicos (Walter Rathenau) asume, por extensión la conciencia humana en clave mecaniscista (Kurt Breyzig).

Por eso Del Noce alerta contra la complacencia de abandonarse a los marcos teóricos contractualistas, y advierte del riesgo en el que se incurre al relegar la representación política en tecnócratas, que otorgan un valor absoluto a la normatividad cuantitivista, antes formal que sustantiva; que, en sus expresiones más radicales, decaen en un cuasi-fundamentalismo performativo consistente en una liturgia democrática autoreferencial y autojustificativa, en la que podemos fácilmente encontrar semejanzas con el “cargo cult[15]”, tanto en sus aspectos ritualísticos como en el voluntarismo en el que subyace, consistente, en definitiva, en renegar de los límites de la razón humana para emprender una rebelión contra la realidad.

Naturalmente, esta ritualidad, por más voluntarista que sea, no puede escapar a la realidad de verse abocada a crisis de autoridad, que, en primera instancia, derivan de una crisis de verdad. Esto es inevitable cuando la idea de verdad ontológica es inaceptable, porque entonces no hay base para aceptar el concepto de legitimidad objetiva, ni, consecuentemente, para establecer una jerarquía de valores en clave absoluta y perenne: lo que la política otorga, la política lo quita, por obra y gracia de la voluntad general.

La demostrada incapacidad de las democracias liberales vigentes para establecer una verdadera religión secular (alternativa a la verdadera), que sirva de puntal a un sistema político cuyo atributo principal es la sacralización del relativismo absoluto. De esta consagración se deriva que la tolerancia a la diferencia acabe siendo hipostasiada como valor máximo, al precio de renunciar a la autoridad moral de los valores, equiparando la valía de todos ellos. De esta suerte, los valores del sistema político, como la mencionada tolerancia, se anteponen a los valores del hombre, a los que degrada a la categoría de opciones personales sin validez intrínseca, sino subjetiva, y por consiguiente relativas, pues todo individuo es libre de determinar sus propios valores, excepción hecha de aquellos que se desvían de la ortodoxia liberal. Es obligado volver a citar en este punto a Carl Schmitt (1932, p. 57), quien dijo que, en virtud del “pathos ético” del liberalismo, el individuo es el Alfa y el Omega; “terminus a quo et terminus ad quem”.

La ambigüedad normativa que resulta de esto, unida a la falta de propósito común que emerge de este pluralismo moral, conducen, según Del Noce, a la elaboración del mito de la sociedad opulenta[16] como sucedáneo de religación y destino, toda vez que la constatación[17] de que la libertad no es propiamente un movimiento, sino estar habilitado para moverse (y que, por tanto, lo substantivo es hacia dónde moverse y para qué), se hace imprescindible determinar un objetivo atrayente que justifique esta apuesta por la libertad a toda costa. El liberalismo realmente existente ha creído hallar esta meta en el relato de un progreso material sostenido e ilimitado, supuestamente alcanzable merced a la capacidad infinita que se le presume al homo technicus para multiplicar peces y panes (por más que los recursos naturales sean finitos); que aspira a una futura edad de oro en la que la virtud moral se obtendrá no mediante la perfección de la persona, sino merced al bienestar económico del individuo.

Arribar a esa utopía está resultando no obstante elusivo, despertando dudas que inducen a creer que la propia idea de un provenir, con o sin paraíso terrenal, es inasible. Parece innegable que la sociedad opulenta ha hecho que el mundo se vuelva tan instantáneo que el tiempo y el espacio han dejado de tener significado, y donde la realidad es tan compleja, entrelazada, e informativamente abrumadora, que su devenir se ha hecho impredecible y desasosegante.

Todo lo cual nos ha llevado a un punto en el que, a falta de otro chivo expiatorio más propicio, responsabilizamos a los dirigentes que ritualmente escogemos de nuestras angustias, acusándoles de pergeñar una praxis política incluso más estólida que la ejercida por sus predecesores, cuando, en verdad, lo que probablemente ocurra no sea más que ellos son tan incapaces de ver hacia dónde va este mundo desnortado[18] como nosotros mismos.


[1] Augusto Del Noce. Agonía de la sociedad opulenta, p. 81.: “Al decir esto afirmamos también que la historia actual no es otra cosa que la contradicción explícita del marxismo: cuando llevan, en efecto, a su extremo el momento del materialismo histórico como afirmación de total relatividad y el momento dialéctico como principio revolucionario deben disociarse; y el materialismo histórico así separado del dialéctico invadió el Occidente. Allí donde la cultura se caracteriza por el hybris de las ciencias del hombre, hybris en el sentido de que ellas quieren sustituir a la filosofía: sociología, psicoanálisis y, hoy, sobre todo, el estructuralismo.”

[2] Zubiri, X. (2007) El hombre y Dios. Alianza Editorial, Madrid.

[3] “[…] en el sentido de que todo adquiere significado únicamente para aquello que puede llegar a ser instrumento de afirmación del sujeto en particular, en el sentido egoísta, y que recíprocamente puede subsistir únicamente en cuanto sea utilizado por otros”. Del Noce 2010, p. 733.

[4] Levinas E. (1995) Alterité et transcendance. Le livre de Poché, Par

[5] Kant, I. (2013) Crítica de la razón práctica. Alianza Editorial, Madrid.

[6] “[…] después del Cristianismo, la categoría de dos formas filosóficas esenciales, el pensamiento Cristiano y el Racionalismo, estarían condicionadas por una inicial toma de posición respecto de la caída original. Ahora bien, existe una tercera forma de pensamiento que pretende constituirse prescindiendo de esta opción, el Empirismo, especificado esencialmente por la distinción entre lo verificable y lo inverificable; en razón de lo cual no sólo el conocimiento, sino la moral y la política podrían organizarse independientemente de cualquier hipótesis sobre la realidad suprasensible […]” (Augusto Del Noce en Il Problema della modernità, p. 294)

[7] Gusy, C. (2006) Las Constituciones de Entreguerra en la Europa Central. Universidad de Oviedo

[8] Berlin, I. (1967) “Two concepts of liberty” en Anthony Quinton, ed. Political philosophy. Universidad de Oxford, pp. 141-152. Las citas de esta obra se hacen de la traducción española. Libertad y necesidad en la historia, Madrid, Rev. de Occidente, 1974, pp. 133-182

[9] Churchland, P. (1995 ) El materialismo eliminativo y las actitudes proposicionales, en Filosofia de la mente y ciencia cognitiva pp 43-68. Paidós, Barcelona.

[10] Abad, A. (2022) Funcionalismo y Conductismo, Editorial Académica Española, Madrid.

[11] Duignan, Brian. «Richard Thaler». Encyclopedia Britannica, 8 Sep. 2022, https://www.britannica.com/biography/Richard-Thaler.

[12] Schmitt, C (1991) El concepto de lo político. Alianza Editorial, Madrid, p 97.

[13] Michea, JC (2009) The Realm of Lesser Evil: An Essay on Liberal Civilization. Blackwell, Londres.

[14] Voegelin, E. (2006) La nueva ciencia de la política. Katz Editores, Buenos Aires.

[15] Este culto surgió de la creencia en que estableciendo una serie de ritos y parafernalia, a imitación del operativo para el aterrizaje de los cientos de aviones de carga estadounidenses que arribaban a Papúa durante la Segunda Guerra Mundial, volverían a alcanzarse los niveles de prosperidad logrados gracias al tráfico de mercancías norteamericano a la sazón.

[16] Del Noce, A. (1979) Agonía de la sociedad opulenta. Ediciones Universidad de Navarra.

[17] Castellani, L. (1976) Lugones. Esencia del liberalismo. Nueva crítica literaria. Dictio

[18] Omaggio, V. (1998.) Autocritiche del moderno. (Giuseppe Capograssi e Augusto Del Noce), Editoriale scientifica, Napoles.

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