No hay nada más viejo que la promesa de un mundo nuevo. Y es que cada época formula su propia versión del Paraíso, y la nuestra –más tecnológica y científica que nunca– lo ha pintado de verde. Donde antes había ángeles y querubines, hoy hay paneles solares y dietas veganas. Donde se hablaba de pecado, ahora se habla de huella de carbono. Y en el lugar de sacerdotes, tenemos activistas con las manos pegadas al marco de los cuadros o tirándoles pintura biodegradable. El movimiento Futuro Vegetal se ha hecho tristemente famoso en los últimos días por su infausto ataque al cuadro de Colón el 12 de octubre, día nacional y celebración de la Hispanidad. Pero lo que queremos subrayar ahora no es la ignominia de ese acto que debería estar severamente penado. En lo que queremos abundar es en que este subvencionado grupo, como otros tantos del ramo, con su discurso de salvación planetaria no hace sino actualizar uno de los mitos más persistentes de la historia: el mito de la Caída y la Redención. Lo hace sin rezos ni templos, pero con el mismo fervor fanático y la misma estructura doctrinal, sólo que traducida al lenguaje de «la ciencia», la «ética animal» y la «política climática»; tres sintagmas que, además de oscuros y confusos, mueven más negocio del que parece.
El «Estado de Gracia Original» que promueven los grupos como Futuro Vegetal no está en los cielos, sino en la Tierra preindustrial. Es el planeta al margen de los hombres, un planeta supuestamente biodiverso, armonioso y equilibrado; pero, sobre todo, libre de la mancha humana. La ciencia –la supuesta ciencia, porque el discurso climatológico es más ideológico que científico– sustituye aquí a la teología: la paleoclimatología y la ecología, a menudo mal empleadas y entendidas, cumplen el papel de los antiguos libros sagrados, reconstruyendo ese tiempo edénico en que los ecosistemas convivían sin el trauma de la extinción masiva ni la huella de nuestras emisiones. En ese paraíso mítico que nos quieren vender no hay serpientes ni manzanas, sino la «evidencia» fósil de un mundo que, en su pureza, se perdió.
La Caída, en esta liturgia secular, tiene dos nombres. El primero es Especismo, la herejía original: la idea de que el ser humano es superior al resto de las especies. El segundo, su instrumento histórico: el capitalismo industrial, que convirtió aquella superioridad en una maquinaria planetaria de explotación. La ganadería intensiva –ese templo del sufrimiento animal y del dióxido de carbono, cuando no del metano debido a las flatulencias vacunas– sería el emblema de esta doble corrupción. Para Futuro Vegetal y otros grupos ecologistas –o ecolojetas– el pecado no está en la ofensa al mandato divino, sino incrustado en el sistema productivo; no en la tentación, sino en la economía misma. Y como todo pecado exige penitencia, el movimiento ecologista nos traza un Camino de Redención. Pero su ascesis no consiste en rezar o en el ora et labora, sino, tal y como pretenden los grandes magnates globalistas que se dedican a la ingeniería social, en transformar nuestro modo de vida: cambiar la dieta, abolir la carne, desmontar la ganadería industrial, reformar el modelo económico. Porque la salvación del planeta, los animales y la humanidad exige sacrificio: los activistas que se pegan al asfalto, atacan el patrimonio nacional o interrumpen el tráfico encarnan, en su fanático mesianismo, un vía crucis ecológico. Su cuerpo se convierte en ofrenda, su gesto en expiación. No esperan una recompensa divina, sólo esperan que el mundo despierte antes del colapso. Son los nuevos ascetas de una religión sin Dios.
En esta fantasía ecuménica, los profetas ya no son místicos inspirados, sino científicos del IPCC, climatólogos, ecólogos, y supuestos expertos en biodiversidad. Ellos anuncian el Apocalipsis con gráficas y porcentajes, traduciendo la antigua revelación en lenguaje estadístico. Los activistas son sus discípulos: los «elegidos», porque son ellos, en su infinita soberbia, los que han comprendido el mensaje y sienten la misión de difundirlo a una humanidad ignorante y dormida ante su inminente ruina. El resto del mundo, absorto en su vida diaria, es el pueblo que aún no ha despertado de su «ceguera espiritual».
Y, como todo mito oscuro y confuso que se respete, este también tiene su Juicio Final. El Apocalipsis ya no es un poderoso y enigmático relato que hay que interpretar por medio de una concienzuda heurística bíblica, sino un informe que se pretende científico. El colapso climático, la desertificación, las hambrunas, las guerras por el agua, las emigraciones forzadas; toda esta mezcla de verdades, medias verdades y falsedades da lugar a un escenario de castigo inminente. La Tierra no se abre bajo los pies, pero sí se recalienta. No hay fuego divino, sino radiación solar atrapada por gases de efecto invernadero. El fin del mundo ya no es una metáfora bíblica, sino un modelo climático que falla más que una escopeta de feria. Y es que esta estructura narrativa –el Paraíso, la Caída, la Redención y el Juicio– dota al discurso ecologista de una fuerza emocional y simbólica tremenda. Le da forma comprensible a una angustia difusa: la culpa humana ante la destrucción del planeta. Consiguiendo incluso generar patologías nuevas, como la denominada ansiedad climática que parecen padecer muchos jóvenes de nuestras envejecidas sociedades occidentales. Y, como toda buena doctrina de corte sectario, aunque esta se quiera secular y científica, ofrece un sentido y un propósito. El creyente climático sabe quiénes son los culpables, cuáles son los pecados y qué hacer para redimirse. En un mundo que se va secularizando de mala manera y carece de certezas metafísicas, esta moral ecológica ofrece algo que el cristianismo, cada vez más protestantizado y convertido en mera papilla ética, ya no puede garantizar: una misión universal.
Sin embargo, la analogía que estamos desarrollando tiene límites, y seguramente ahí reside lo más interesante del fenómeno. Esta religión verde no tiene un Dios, ni falta que le hace. Su ley no proviene de una divinidad trascendente con funciones de Ego trascendental, sino de la ciencia climática. Lo sagrado ya no está «arriba», sino en los datos (aunque la fiabilidad de estos, en ocasiones –no siempre, pero sí en ocasiones–, sea cuestionable). Tampoco la redención se obtiene por obras ni por fe, sino por acción política y transformación social. Y la obediencia se mide en gramos de CO₂. Es un mito despojado de trascendencia, pero lleno de moralina: una suerte de teología de la inmanencia. Además, su paraíso no está tanto atrás como adelante. No es tanto algo perdido cuanto una meta a alcanzar por medio de la redención vegana. No se trata de volver al bosque, sino de construir un mundo posindustrial sostenible, una especie de Edén tecnificado donde la humanidad conviva en armonía con las demás especies sin renunciar al progreso. Es el sueño de una civilización depurada de sus excesos, reconciliada con la Tierra –otra entidad cuasidivina– y con su propia conciencia. Si el cristiano aspira al Reino de los Cielos, el ecologista radical aspira al Reino de la Biosfera.
Y a diferencia del mito clásico, aquí la salvación es colectiva y terrenal, porque no se trata de rescatar almas, sino especies. Lo que se busca no es la eternidad, sino la habitabilidad en la armónica naturaleza. En definitiva, en la escatología ecologista el más allá ha sido sustituido por el más acá, pero los mecanismos son muy parecidos: miedo al castigo, esperanza de salvación y promesas de sentido.
Desde una lectura materialista, y sin perjuicio de la ironía con la que estamos exponiendo esto a modo de recurso dialéctico y crítico, a modo de espejo ante el absurdo, lo anterior puede entenderse sin recurrir al desprecio fácil. Porque lo que se pone en juego no es una simple ingenuidad ni un mero dislate doctrinal, aunque también, sino una estructura simbólica que da forma a la ansiedad climática contemporánea. Futuro Vegetal y sus equivalentes canalizan un malestar que se ha conseguido que sea real. Esa es su eficacia y su límite. El mito del Paraíso Verde inspira, pero también absolutiza. Incluso convierte algunos problemas reales, como la contaminación existente y el perjuicio que esta implica para la flora, la fauna y los humanos, en culpas metafísicas. Divide el mundo entre redimidos y pecadores, entre veganos y carnívoros, entre activistas y cómplices. Y al hacerlo, corre el riesgo de transformar la ecología en religión civil: con sus dogmas, sus excomuniones y su liturgia penitencial.
Por eso sería un error negar su fuerza moral o su potencia simbólica. De ahí que, aun tomándonoslo en serio, la ironía sea el mejor modo de desmontar estas patrañas ecologistas, de mostrar su gran contradicción: predican el fin de la civilización industrial desde dentro de ella. Necesitan de la tecnología que surge en el seno del capitalismo industrial para difundir el mensaje que esa tecnología supuestamente destruye. Es el eterno retorno del predicador que sube al púlpito que quiere demoler. Y es que Futuro Vegetal no es una secta, ni un delirio. O no es sólo eso. Es una manifestación, entre otras, de una realidad a la que también hay que atender, aunque se parta desde coordenadas materialistas y ateas como es el caso: la necesidad de fe en una sociedad que se está quedando sin referentes religiosos (lo que también está siendo aprovechado por el islam). En lugar de mirar al cielo, muchos necesitan mirar al termómetro. En vez de esperar a Dios, muchos necesitan el informe del próximo panel climático. El Apocalipsis ya no llega por revelación, sino por estadística.
Y así, entre pancartas, vandalismo contra el patrimonio nacional y tofu, se dibuja el nuevo rostro del mito más viejo del mundo: la promesa de un Paraíso, la culpa por haberlo arruinado y la esperanza de alcanzarlo. Empleando las tácticas más viejas, pero quizá más efectivas, para pastorear a las masas: el miedo y la esperanza. Estamos, pues, ante una religión sin Dios, pero con tanta capacidad de atracción o más; sin cielo, pero con horizonte; sin milagros, pero con militancia fanática.
Un Paraíso Vegetal, donde la redención se mide en emisiones, y el cuerpo divino se come sin proteína animal.