En el principio era la guerra: Carl Schmitt ante El Siglo XXI (I)

En el principio era la guerra: Carl Schmitt ante El Siglo XXI (I). Adriano Erriguel

“Quien dice “humanidad” quiere engañar”; hay que reconocer que la frase – fuera de contexto y así formulada – es bastante brutal, un “no me vengas con monsergas” o “no bullshit” que dicen los anglosajones. Quien solía repetir esa frase (acuñada por Proudhon) no era, ciertamente, un intelectual balsámico para sosiego de las almas bellas; todo lo contrario: era divisivo, inquietante y polémico, un inoculador de venenos intelectuales – o de elixires, según se mire – que, como una cobra astuta, tenía el poder de fascinar a sus enemigos. Y ese poder lo sigue ejerciendo a título póstumo: su figura se agiganta con el paso del tiempo de forma que, sorprendentemente, hoy tiene más capacidad de seducción que la que tuvo en vida. ¿Cómo se explica eso?

Carl Schmitt supo prevenir y conceptualizar como pocos – desde el ángulo del derecho, de la teoría política y de las relaciones internacionales – el mundo que se avecinaba y que es hoy el nuestro: el mundo tumultuoso e incierto del siglo XXI. Un mundo en el que lo viejo agoniza y lo nuevo no acaba de nacer. Por eso, por mucho que se le aborrezca y se le denigre, nuestra época no consigue librarse de su sombra. El mandarinato intelectual no cesa de preguntarse: ¿qué hacemos con Carl Schmitt?

¿Un “nazi”?

Hay cosas en las que es mejor empezar in media res: “Carl Schmitt fue un nazi”, eso es lo que asegura la sabiduría wikipédica y la doxa dominante de una legión de mediocres. ¿Cómo reconocer de manera infalible a un mediocre (por muchas ínfulas intelectuales que éste traiga)? En que siempre empieza por blandir un espantajo (“nazi”, “comunista”, “machista”, etcétera) para dotarse de crédito moral, provocar una reacción pavloviana en el público y hacer pasar de forma acrítica la argumentación que sigue. Pero mal que les pese a los mediocres, Carl Schmitt está en la historia no como “nazi” sino como el último gran clásico del pensamiento político europeo, en la liga de Maquiavelo, de Hobbes y de Tocqueville. Vayamos a los hechos.

Carl Schmitt se afilió al partido nazi el 1 de mayo de 1933 – tres meses después de la llegada de Hitler al poder – y con ello siguió el mismo camino que ocho millones largos de compatriotas. Quienes vivieron para contarlo reanudaron sus vidas, y muchos lo hicieron de manera exitosa, incluso al servicio del “mundo libre”; por ejemplo, los que tras defender al nazismo con las armas hicieron carrera en la OTAN como defensores de “nuestros valores”; o los expertos en “armas maravillosas” (Wunderwaffen) que terminaron fichando por la NASA (Operación Paperclip); o los ex jerarcas SS que aplicaron su talento organizativo al management empresarial de la economía de mercado.[1] Cabe entonces pensar que si el pecado de Carl Schmitt nunca prescribió – si siempre fue “un cuervo blanco que no falta en ninguna lista negra”, como decía de sí mismo – más que a la gravedad del pecado se debe a otra cosa. Pero ¿fue Carl Schmitt realmente un nazi?

El debate sobre la afiliación de Carl Schmitt al NSDAP permanece abierto. El propio interesado contribuyó a ello, con su opacidad sobre un asunto en el que – al igual que Heidegger ­– jamás entonó el mea culpa. Si se afilió al partido nazi tal vez lo hizo por miedo (tenía cosas que hacerse perdonar), tal vez por oportunismo, tal vez por sus coincidencias con el nuevo régimen (Schmitt era un ferviente nacionalista y crítico del Tratado de Versalles), aunque lo más probable es que lo hiciera por todos esos motivos a la vez.[2] La cuestión esencial se sitúa en lo que el investigador Jean-Francois Kervégan llama el “dilema paréntesis/continuismo”: ¿fue el nazismo de Schmitt un epifenómeno de circunstancias (tesis de los defensores de Schmitt) o se inserta en el desarrollo lógico de sus ideas (tesis de los detractores)?[3]

Los propios nazis no parecían muy convencidos de esto último: en 1936 el periódico de las SS Das Schwarze Korps emprendió una campaña de injurias y amenazas contra Schmitt (acusaciones de oportunismo, de “catolicismo político”, de vínculos con los judíos) hasta el punto de que el autor de “El Concepto de lo Político” pasó a ser vigilado por la GESTAPO. A partir de ese año Schmitt perdió sus posiciones oficiales – excepto su plaza de profesor en Berlín – y orientó su atención hacia unas cuestiones de derecho internacional que estaban, al menos de entrada, menos expuestas al escrutinio ideológico nazi. ¿Qué ha quedado de su producción teórica “militante”?

Los escritos “nazis” de Schmitt tienen algo de impostado: son breves, escasos y de un fuste teórico menor (algo que no pasó inadvertido para los entonces dueños de Alemania). Pero a nuestros efectos el debate termina aquí: consideramos el “nazismo” de Schmitt como una cuestión irrelevante que dejamos a los comisarios político-universitarios y a los vendedores de libros. Lo que aquí nos interesa es el contenido de sus ideas, no la estigmatización de las mismas. Más en concreto, lo que nos interesa es su faceta como pensador del orden internacional, como el pensador que otorga una dimensión de profundidad a una disciplina fatalmente de moda en el siglo XXI: la geopolítica. [4]

Pesimismo antropológico, realismo político

Carl Schmitt no fue un pensador geopolítico, no al menos en el sentido estricto en que sí lo fueron Ratzel, Mahan o Mackinder. Su atención no se centra sobre los efectos de la geografía física y humana en la política internacional, sino sobre una concepción más amplia que abarca el espacio, las ideas políticas y el orden jurídico. Desde esa perspectiva la geografía era para él solo una premisa. Si bien Schmitt se definía como un jurista, su obra se sitúa en una porosa intersección entre la teoría política, la filosofía, la teología y el derecho, con un elemento añadido que la sitúa a años luz de los manuales universitarios al uso: la plasticidad literaria de su prosa, una prosa capaz de “conjugar enunciados apodícticos, consignas y mitos (…) con un pathos caracterizado por la continua oscilación entre la frialdad y el enfebrecimiento, entre lo académico y lo profético, entre lo analítico y lo mítico. En estos vaivenes arrebatadores estriba el secreto de su éxito”.[5] El jurista de Plettenberg – escribe Günther Maschke – “cree en la aislada pureza de los conceptos, pero luego los maneja con laxitud. Schmitt era ante todo un ensayista y publicista y sólo en segundo o tercer lugar científico”.[6] Carl Schmitt – escribe José Luis Monereo – “se sentía como el arcanum, como el depositario de un saber milenario y de una capacidad de vislumbrar el sentido de la historia mundial”.[7] Después de la guerra y olvidadas las polémicas “Schmitt adoptó la actitud meditativa de aquél que busca, entre las ruinas del presente, las líneas maestras de un nuevo orden del mundo”.[8] Ese aspecto, oracular y profético, es el que aquí más nos interesa. La geopolítica del siglo XXI muestra que sus diagnósticos fueron básicamente correctos.

Como todos los grandes pensadores políticos, Schmitt partía de una visión total del hombre. En su caso, ésta se sitúa en la estela de dos tradiciones: el pesimismo antropológico y el realismo político.

Para los pesimistas antropológicos la política es, por así decirlo, portadora del pecado original. Toda teoría política genuina – decía Schmitt – presupone que el hombre es malo y tiene “una predisposición que puede manifestarse como corrupción, debilidad, cobardía, estupidez, o también como brutalidad, sensualidad, vitalidad, irracionalidad, etcétera”.[9] La naturaleza humana no es innatamente perfectible – dice el pesimismo antropológico – y la función del hombre de Estado es minimizar la tendencia humana al conflicto.

Para el realismo político, lo importante no es lo que debería ser sino lo que es. El realismo político rechaza la doctrina de la “armonía preestablecida”, según la cual los individuos y los Estados están abocados al Bien común si persiguen sus auténticos intereses. Contra lo que decía Adam Smith, no hay “mano invisible” que vele por la prosperidad general, ni en la sociedad internacional ni en el mercado. Carl Schmitt fue el crítico más sagaz del liberalismo, y eso – y no su afiliación “nazi” – es lo que nuestra época jamás podrá perdonarle. Para el realismo político la sociedad internacional es conflictiva y anárquica, y la tendencia natural de los Estados es conservar el poder y adquirir el mayor poder posible. Pero es preciso despejar aquí malentendidos.

“La esencia de lo político reside en la distinción entre el amigo y el enemigo”, decía Carl Schmitt. Esta famosa fórmula – que procede del tacitista español Álamo de Barrientos – ha teñido al jurista alemán de una reputación de peligroso belicista. Pero de eso hay muy poco, como veremos.

Más allá del pacifismo y del belicismo

Carl Schmitt era extraño, un católico de temperamento conservador cuya obra se presta – como veremos – a usos iconoclastas. El autor de Teoría del Partisano no era un realista político al uso, en cuanto su idea de lo político se aleja del realismo clásico que rinde culto al Estado territorial y soberano.

Para Schmitt “lo político” es un concepto fluido (“líquido”, diríamos hoy), en el sentido de que no hay “cosas políticas”, sino una manera política de referirse a las cosas. La esencia de lo político consiste en que no tiene sustancia, y eso es así porque lo político es capaz de apoderarse de cualquier sustancia o ámbito de las prácticas humanas: la economía, el arte, la literatura, la religión, la sexualidad y la vida privada pueden politizarse o ser politizadas, pero no viceversa (la política, por ejemplo, no puede “economizarse”).[10] Por eso es preciso distinguir entre “lo político” aquello cuya esencia consiste en no tener sustancia – y “la política” como ocupación remunerada o esfera acotada de la actividad humana. Lo político no es una profesión, sino una dimensión autónoma de la existencia social, y como tal extrae su fuerza de otras cosas – o les dota de un sentido – solo en el momento en que establece una relación de antagonismo en el seno de las mismas. ¿Cuándo se manifiesta lo político?

Cualquier oposición puede evolucionar hacia un conflicto extremo, hacia la división entre grupos humanos. De lo que se deduce – escribe Julien Freund – que “cualquier antagonismo se convierte en político desde el momento en que alcanza cierto grado de intensidad y provoca un reagrupamiento efectivo de los hombres en amigos y enemigos”.[11] Lo político no designa más que cierto grado de intensidad de la asociación o disociación de hombres, y por eso podemos decir que “el criterio de identificación de lo político apunta a su movilidad, a su plasticidad esencial (…) el pensamiento de lo político no depende de la topología, sino de la dinámica y de la energética”.[12]

Se plantea aquí una pregunta: el que afirma no tener enemigos, el que se declara pacifista y renuncia a la posibilidad de entrar en conflicto ¿abandona con ello el campo de lo político?

Hay un matiz importante en la definición de Schmitt: la clave de lo político no reside en la enemistad, sino en la distinción en sí misma: en la capacidad de discernir entre el amigo y el enemigo.[13] El que renuncia a esa capacidad renuncia a lo político, pero no por ello lo político va a desaparecer, porque de nada vale que alguien considere no tener enemigos si otros le consideran como tal. Quien pretenda renunciar a lo político sencillamente se queda indefenso. La distinción amigo/enemigo no es metafórica o simbólica, sino ontológica, en cuanto implica la posibilidad real de una eliminación física. ¿Una militarización de la política?

No exactamente. Donde Clausewitz dice que “la guerra es la continuación de la política por otros medios”, Schmitt dice que la política no se reduce a la guerra, y que la guerra no es el objetivo ni la sustancia de la política. La política aparece allí – y solamente allí – donde se manifiesta la posibilidad de un conflicto. La guerra es sólo “el medio extremo de la política” o “la actualización final de la hostilidad”.[14] Lo cual no significa – escribía Schmitt – “que la existencia política no sea sino guerra sangrienta, y que cada acción política sea una acción militar de lucha (…) y mucho menos aún que lo políticamente correcto no pueda consistir precisamente en la evitación de la guerra. La definición de lo político que damos aquí no es belicista o militarista, ni imperialista ni pacifista. Tampoco pretende establecer como “ideal social” la guerra victoriosa ni el éxito de una revolución, pues la guerra y la revolución no son nada “social” ni “ideal””.[15]

No hay en Schmitt belicismo – ni tampoco especial simpatía por los valores guerreros – sino constatación serena. El problema central en el campo de lo político es, para él, “la posibilidad del orden y la limitación (Einhegung) de la violencia, en ausencia de una autoridad central”.[16] Puestos a elegir, el realista político prefiere evitar la guerra. Por eso afirma que lo verdaderamente peligroso es negarla o excluirla del horizonte, porque como decía Carl Jung “lo que uno no quiere saber de sí mismo termina llegando desde el exterior, como un destino”.

Frente a la concepción de Schmitt ¿cuál es la visión liberal sobre enemistad y el conflicto? La acusación de “apologista de la violencia” – cansinamente formulada contra Schmitt – refleja una visión del conflicto como disfunción o patología, como “una ruptura del orden o de la normalidad que ontológicamente precede al conflicto” (Bishai y Behnke). Pero para el realista político la normalidad es el conflicto y el conflicto es infinito. Dicho de otro modo, en el principio era la guerra.

Preservar lo político

Carl Schmitt se presentaba como un fin de raza. Como el último representante del ius publicum europaeum, el viejo orden interestatal europeo que estaba siendo desplazado por un derecho internacional contaminado de moralismo y universalismo. Una evolución que irrumpió con la Sociedad de Naciones, se acentuó tras la segunda guerra mundial y se aceleró de forma vertiginosa en el “momento unipolar” tras el colapso soviético.

Ante la embestida del universalismo – en el que Schmitt veía la herramienta ideológica de la hegemonía angloamericana – la pregunta que debemos plantearnos es: ¿cómo conservar el pluralismo de la sociedad internacional si los Estados se ven impotentes para ello? Dicho de otra manera: ¿Cómo preservar lo político?

Volvemos aquí a la sempiterna objeción contra Schmitt: si lo propio de lo político es la hostilidad y la división ¿por qué lo político habría de ser preservado? ¿Tal vez en aras de un ideal guerrero, de una visión belicosa de la existencia? Pero ya hemos visto que en Schmitt ese no es el caso. Si lo político ha de preservarse es en base una opción existencial: a la opción por un pluriversum frente a un universum, al rechazo frente a un gendarme universal. Pero ¿no es lo propio de los gendarmes conservar la paz?

Hemos visto que lo político implica la existencia de una pluralidad de unidades políticas, dado que sin esa pluralidad no habría posibilidad de conflicto. ¿Equivaldría esa falta de conflictos a la paz perpetua? Rotundamente no, viene a decir Schmitt. La existencia de un universum – de un mundo unipolar, siguiendo la terminología actual – no equivale a la paz sino a la sumisión frente a aquellos que sí han comprendido la verdadera naturaleza de lo político. El que renuncia a reconocer a sus enemigos se somete anticipadamente a ellos. El que postula que no hay conflicto que no se resuelva acatando las “normas y reglas”, lo que hace es someterse a las normas y reglas que otro está imponiendo para él.

Nos encontramos aquí en el meollo del “pecado nefando” de Schmitt, lo que le hace definitivamente irrecuperable: su implacable deconstrucción de la ideología liberal. De una ideología que en la tercera década del siglo XXI exhibe sin pudor – tal y como vislumbraba Schmitt – su vis autoritaria.

Contra la unidad del mundo

No hay peor fuente de confusión que las ideas religiosas salidas de cauce. Sólo desde un empacho bíblico-teológico se puede afirmar que la historia es una progresión lineal entre la creación y el apocalipsis, confundiendo así el tiempo histórico con el tiempo escatológico. O afirmar de forma campanuda que “soberano sólo es Dios”, confundiendo la soberanía con la omnipotencia. La saturación teológica se presenta – en su peor versión– como deriva político-mesiánica. Por ejemplo, la del anhelo de la unidad política del mundo como cumplimiento de un mandato evangélico. El católico Carl Schmitt se emplea a fondo contra ese grumo conceptual, y lo hace desde una defensa del ius publicum europaeum como derecho interestatal y des-teologizado. Escribía en 1930:

“Los conceptos monistas universalistas, como Dios, el mundo o la humanidad, son conceptos supremos y se sitúan en lo alto, muy alto por encima de la pluralidad de la realidad concreta. Solo conservan su dignidad de conceptos supremos mientras permanecen en su lugar supremo. Pero cambian inmediatamente de naturaleza y pierden su sentido y su función cuando se mezclan en la vida política”.[17]

El mundo – decía Schmitt – no es una unidad política y no es deseable que lo sea. De forma un tanto contradictoria, el sabio de Plettenberg recurría aquí a una imagen teológica: a la visión beatífica de una humanidad unificada opone Schmitt una visión apocalíptica, la unidad del mundo como reino del anticristo (volveremos sobre ello). Los Estados nacionales cumplen una función benéfica: servir de barrera frente a la unificación universal. ¿Por cuánto tiempo?

Con una mirada curiosamente posmoderna – ya en los años 1930 – barruntaba Schmitt que la fórmula del Estado soberano había agotado su ciclo y estaba llamada a desaparecer. Hay que empezar a pensar lo político más allá del Estado” venía a decir Schmitt, anticipando al Foucault de la “microfísica del poder”. Todo conspiraba para ello. La revolución espacial del siglo XX no es un simple cambio de escala geopolítica, sino una transformación cualitativa que difumina el poder del Estado. El poder se desterritorializa, la tecnología domina la naturaleza –incluida la humana– y lo político se manifiesta de maneras irregulares e inéditas (Schmitt lo analizó en Teoría del Partisano). Así como la revolución territorial del siglo XVI dio lugar al Estado moderno, la revolución espacial del siglo XX da lugar a una nueva realidad. ¿Qué contornos presenta?

Schmitt sistematiza sus intuiciones sobre la nueva estructura del mundo en una de sus obras mayores: El Nomos de la Tierra (1950).

“Nomos” es la palabra griega que significa “ley”, pero también las convenciones, usos y costumbres de la comunidad. Schmitt recupera el término con la intención de devolverle su fuerza y su grandeza iniciales, y recurre para ello a explicaciones filológicas. El Nomos tiene más que ver con la tierra que con la ley. El Nomos es: “la configuración inmediata bajo la cual el orden social y político de un pueblo deviene espacialmente perceptible”.[18] El Nomos designa la relación entre el hombre y el espacio según una triple función: la apropiación (nemein en griego, nehmen en alemán), la distribución (teilen) y la puesta en producción (weiden) de la tierra por el hombre. Al igual que Aristóteles, Schmitt identifica el Nomos con el orden entero de la polis.[19] Como muralla que protege los espacios sagrados, el Nomos tiene también una dimensión sacra.

El mundo se ha regido hasta ahora por el orden eurocéntrico del derecho de gentes – decía Schmitt – pero ese orden toca a su fin. El antiguo Nomos de la tierra se desvanece, es preciso buscar el nuevo sentido que la habita.

Occidente contra Europa

Aparte de ser un clásico de las relaciones internacionales, El Nomos de la Tierra es, por encima de todo, un despliegue de clarividencia. El filósofo y jurista italiano Danilo Zolo lo expresa de este modo:

“En El Nomos de la Tierra las reflexiones de filosofía política y de filosofía jurídica se conjugan para componer una grandiosa y suprema profecía: el advenimiento de una “guerra global” asimétrica de aniquilación, conducida por grandes potencias dotadas de medios de destrucción masiva, en primer lugar, las potencias capitalistas liberales anglosajonas”.[20]

Schmitt analiza los fenómenos históricos y, más allá de lo empírico y contingente, los reconduce a sus significados fundamentales. Hay para él dos años de valor simbólico excepcional: el primero es 1823, año de proclamación de la “doctrina Monroe”. Los Estados Unidos niegan a cualquier potencia extranjera la facultad de intervenir en el continente americano, y con ello se facultan – de una manera indirecta – para “proteger” a sus vecinos del sur. Con la doctrina Monroe el continente americano adquiere un carácter novedoso: es el primer “Gran Espacio” (Grossraum) supraestatal bien definido territorialmente.

El segundo año es 1917, año de la intervención norteamericana en la primera guerra mundial. La doctrina Monroe pierde su carácter espacial y adquiere una proyección universalista: los Estados Unidos intervendrán allí donde haga falta en la defensa de los valores universales de la democracia liberal y la libertad del comercio mundial. La doctrina Monroe se transforma así en “una ideología mundial superior a los Estados y a los pueblos, al servicio de un proyecto imperial que se sustrae a toda determinación de espacios y fronteras” (Danilo Zolo).[21] Estados Unidos como defensor fidei del liberal-capitalismo.

En la narración de Schmitt, los años 1823 y 1917 marcan la transición del viejo “derecho de gentes” europeo – el orden “westfaliano” de Estados soberanos – a un “derecho internacional” universalista inspirado en el constitucionalismo liberal del siglo XIX: es el ideal de una Common Law universal bajo la jurisdicción de una magistratura internacional. Este ideal cosmopolita tuvo en la “Sociedad de Naciones” (1919) su principal valedor, si bien los Estados Unidos – principales impulsores de esta organización – se mantuvieron prudentemente al margen.[22] Desde otro punto de vista, ambos años jalonan un cambio semántico nada inocente: Europa se transforma en “occidente”. El Nomos de la tierra se refiere a la génesis del uso político de la noción de occidente, si bien no desarrolla el análisis. Conviene escarbar en este surco abierto por Schmitt.

El “hemisferio occidental” de la doctrina Monroe era una creación dirigida contra la visión eurocéntrica del mundo. Según esta idea, “occidente” – identificado con América – expresaba todo lo que era moral, civil y políticamente sano, por oposición a las viejas y corruptas monarquías europeas. Una oposición, sin embargo, que no lo era del todo: si por un lado Estados Unidos nacía de un rechazo hacia Europa, por el otro lado aspiraba a sucederla en el trono del mundo. Para lo cual promovía una “versión mejorada” de la civilización europea: la “civilización occidental” con América en el centro y Europa en una posición subalterna. El término hizo fortuna e impregnó los más variados ambientes culturales, como lo atestigua la famosa obra de Spengler. Los europeos se convirtieron en “occidentales”.

Durante la guerra fría, occidente se identificó con la defensa del “mundo libre” y el modelo mercantil-talasocrático de los países anglosajones. El proceso culminó tras el derrumbe de la Unión Soviética: “occidente” – ya desembarazado de sus lastres culturales e históricos – se configura hoy como el gigantesco no-lugar del “fin de la historia”, como la parte del planeta “normalizada” en un sistema socio-mental cuyo epicentro material y simbólico son los Estados Unidos.

El campo occidental dista mucho de ser igualitario. Se organiza en círculos concéntricos de pertenencia: el centro (el club-house) son los países en los que el inglés es la lengua materna o al menos secundaria (los países protestantes del norte de Europa).[23] El segundo círculo son los miembros no fundadores (Francia, España, Italia, Grecia, etcétera) y los reeducados manu militari (Japón, Alemania). El siguiente círculo son los países del este de Europa, que combinan el fanatismo atlantista con un resentimiento histórico mal gestionado. El último círculo lo componen las élites occidentalizadas (las “elites compradoras” y las “sociedades civiles” subvencionadas), una especie de “quinta columna” occidental en el resto del mundo. Un caso excepcional es el de Israel, amalgamado a occidente en base a la (muy discutible) noción de “civilización judeocristiana”.[24]

Vemos por tanto que occidente tiene una vocación planetaria: es una empresa de aculturación hecha de territorios dispersos, de redes de influencia, de flujos y de grupos humanos repartidos por todos los países. Se trata – señalaba agudamente Guillaume Faye – de una cualificación más que de una pertenencia. Occidente se expande por el mundo, nada ni nadie puede escapar a occidente. Occidente representa la unificación del planeta, el fin de la historia, el fin de lo político… todo aquello contra lo que Carl Schmitt no cesó de advertir, porque lo juzgaba peligroso e imposible.

Durante más de tres décadas occidente pareció el ganador absoluto. Occidente era la meta de llegada, el punto de encuentro definitivo donde todos confluirían. El espejismo se alzaba con la rotundidad de la evidencia, con la firmeza de lo irrefutable. Y sin embargo…

Sin embargo, en la tercera década del siglo XXI el mundo se fragmenta. Occidente (la autodenominada “comunidad internacional”) se redimensiona como un simple grupo de naciones – el “occidente colectivo” – frente al que se alzan las potencias revisionistas y el llamado el “Sur global”. La historia no llega a su fin, lo político no parece morir. La guerra – el límite extremo de la política – asoma en sus diversas formas por todos los horizontes. El mundo evoluciona más como lo veía Schmitt que como lo anunciaban los rapsodas de la globalización feliz. ¿Interesante?

Continúa…


[1] Johan Chapoutot, Libres d´obeir. Le management du nazisme à aujourd´hui. NRF essais. Gallimard 2020.

[2] Durante la República de Weimar y tras haber apoyado al Zentrum católico, Schmitt se aproximó al General Kurt Von Schleicher (luego asesinado por los nazis en la “noche de los cuchillos largos”) quien se perfilaba como el posible “dictador constitucional” que podría cerrar el paso a los nazis y a los comunistas. En 1932 Schmitt publicó “Legalidad y Legitimidad”, obra a la que tras la guerra calificó como un “grito de desesperación” para salvar a la República.

[3] Jean-Francois Kervégan, Que faire de Carl Schmitt?, Gallimard 2011, pp. 29-42.

[4] Sobre el “nazismo” de Carl Schmitt: suele atribuirse su afiliación a la ambición carrerista de un ego que no era escaso. Schmitt fue antisemita en un sentido “cultural”, no biológico-racial, y jamás fue aceptado por el NSDAP como “uno de los nuestros”. Escribe el politólogo Antonio Caracciolo: “Schmitt no creó el nazismo y no fue su ideólogo. Intentó a su manera influir sobre él y orientarlo, pero fracasó en una tentativa de la que no puede hacérsele responsable, pues fue lo máximo que en aquellas circunstancias le fue dado hacer. A duras penas pudo salvar su vida (“En la larga agonía de Europa: actualidad y sentido de Positionen und Begriffe de Carl Schmitt”, en Carl Schmitt, derecho, Política y Grandes Espacios, Jorge Giraldo y Jerónimo Molina, Editores. SEPREMU-EAFIT 2008, p. 49)

Schmitt es demonizado por gallardos universitarios antinazis, ochenta años después del fin del nazismo. Pero fue Schmitt el que tuvo que convivir con el Estado totalitario y el que fue amenazado por las SS. En 1947 fue encarcelado dos meses, hasta que fue declarado inocente. La cuestión del nazismo de Carl Schmitt tiene hoy un lado positivo: el de funcionar como un implacable detector de imbéciles.

[5] Oriol Canovas, Carl Schmitt, pensador del orden internacional. Tecnos 2022, p. 34.

[6] Günter Maschke, “Tres motivos en el antiliberalismo de Carl Schmitt”. En Carl Schmitt, derecho, política y grandes espacios (Jorge Giraldo y Jerónimo Molina, editores). SEPREMU 2008, p. 31.

[7] José Luis Monereo Pérez, Espacio de lo político y orden internacional. La teoría política de Carl Schmitt, El Viejo Topo 2015, p. 21.

[8] Jean-Francois Kervégan, Que faire de Carl Schmitt?, Gallimard 2011, p. 50.

[9] Mika Luoma-Aho, “Geopolitics and grosspolitics. From Carl Schmitt to E. H. Carr and James Burham”, en The International Political Thought of Carl Schmitt. Terror, liberal war and the critics of global order. Edited by Louiza Odysseos and Fabio Petito. Routledge 2008, p. 53.

[10] Sebastián Barros, “Dos conceptos de lo político y una política”

[11] Alain de Benoist, Ce que penser veut dire, Editions du Rocher 2017, p. 100.

[12] Jean-Francois Kervégan, Que faire de Carl Schmitt?, Gallimard 2011, p. 23.

[13] Gary Ulmen, “Return of the foe”, Telos 72, pp. 187-193. Citado en Linda S. Bishai y Andreas Behnke, “War, violence and the displacement of the polítical”, en: The International Political Thought of Carl Schmitt. Terror, liberal war and the crisis of global order. Routledge 2008, p. 120.

[14] Alain de Benoist, Ce que penser veut dire, Editions du Rocher 2017, p. 101.

“Para Carl Schmitt la guerra – como el estado de excepción – es un concepto-límite (Grenzbegriff). La guerra prolonga la política, porque ésta implica la enemistad, pero no se reduce a ella, en cuanto la guerra tiene su propia esencia (…) Clausewitz ve lo que hay de político en la guerra, Schmitt ve lo que hay de conflictual en la política”. (Alain de Benoist, Carl Schmitt actuel. Guerre “juste”, Terrorisme, État d´urgence, “Nomos de la Terre”. Krisis 2007, pp. 33-34).

[15] Carl Schmitt, El concepto de lo político. Alianza Universidad 1991, p. 63.

[16] Linda S. Bishai y Andreas Behnke, “War, violence and the displacement of the political”, en: The International Political Thought of Carl Schmitt. Terror, liberal war and the crisis of global order. Routledge 2008, p. 108.

[17] Carl Schmitt, “Ética del Estado y Estado pluralista” (1930), citado en Jean-Francois Kervégan, Que faire de Carl Schmitt? Gallimard 2011, p. 210.

[18] Carl Schmitt, Le Nomos de la Terre. Presses Universitaires de France 2001, p. 74.

[19] “El Nomos de la Tierra es el pensamiento de Carl Schmitt en su extremo más telúrico. La tierra es descrita como la “madre de la ley”. En el “vientre de su fecundidad” contiene un tesoro de justicia que cada campesino conoce (…) Ella contiene la ley dentro de sí misma, como una recompensa por el trabajo; ella manifiesta la ley sobre sí misma, como las fronteras fijadas, y sostiene la ley sobre sí misma, como señal pública del orden”. Mitchell Dean, “Nomos, Word and Myth”, en: The International Political Thought of Carl Schmitt. Terror, liberal war and the crisis of global order (edited by Louiza Odysseos and Fabio Petito) p. 214. Routledge 2008, p. 246.

[20] Danilo Zolo, “Le prophète de la de la guerre totale”, prólogo a: Carl Schmitt, Guerre discriminatoire et logique des grandes espaces. Krisis 2011, p. 15.

[21] Danilo Zolo, “Le prophète de la de la guerre totale”, prólogo a: Carl Schmitt, Guerre discriminatoire et logique des grandes espaces. Krisis 2011, p. 17.

[22] El Presidente Wilson forzó el reconocimiento formal de la doctrina Monroe dentro del Pacto de la Sociedad de Naciones (Artículo 21).

[23] Guillaume Faye, L´Occident comme declin. Le Labyrinthe 1984, pp. 12-13.

Los países de ese círculo central – la “casa madre” de la talasocracia anglosajona – conforman lo que hoy se denomina “la anglosfera” que, a fines estratégicos, militares y de inteligencia, se agrupan en la denominada coalición “Cinco Ojos” (FVEY, en sus siglas en inglés): Australia, Canadá, Nueva Zelanda, Reino Unido y Estados Unidos.

[24] Escribe Costanzo Preve: “todos pensaban muy justamente que había tres formas diferentes, la cristiana, la judía y la musulmana, de adorar a la misma divinidad monoteísta. La actual oposición entre dos presuntos cánones, el judeocristiano unificado y el musulmán, no es más que una prótesis ideológica instrumentalmente teologizada con el fin de asegurar y justificar la oposición entre un “occidente” lampiño y aseptizado y un “oriente” más o menos barbudo y mostachudo”. (Costanzo Preve, La Quatrième Guerre mondiale, Éditions Astrée 2008, p. 184).

 

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