La conquista y civilización española de América, como todos los procesos históricos fundacionales no estuvo exenta de crímenes, injusticias, expolios y otras fechorías perpetradas contra las poblaciones aborígenes, pero el famoso “genocidio” que las élites populistas contemporáneas invocan desde aquella orilla del océano no fue obra de España ni por lo remoto, sino de las burguesías criollas independizadas de la corona española y paroxísticas en el empeño de exterminar a los indígenas y apropiarse de tierras, recursos y provechos. La misma labor de limpieza étnica que llevaron a cabo primero los ingleses y después los estadounidenses en el norte, se ejecutó en el sur, organizada y dirigida por próceres como Bolívar, Porfirio Días, Salinas, De Rosas y otros rutilantes adalides del americanismo ilustrado. Esa es la realidad histórica. Su otra cara, lo que en España llamamos “leyenda negra”, es el relato falaz, interesado y compartido entre los poderes criollos y las oligarquías colonialistas anglosajonas y francesa principalmente, aunque no únicamente.
Echar la culpa de todo al otro suele ser pueril además de inútil, aunque en este caso el poder propagandístico del relato —y de los propagandistas— ha alcanzado un rendimiento espectacular, de tal manera que no hay pazguato, ignorante ni perjudicado mental a un lado u otro de los mares, ni tonto que coma pan en ninguna parte del mundo, que no considere culpable a España de todos los males con que la historia ha castigado al sufrido subcontinente americano. El punto cenital de la bobería ideológica se alcanza, no cabe duda, en la reivindicación que todos los progres de sofá del planeta hacen de fray Bartolomé de las Casas, al que distinguen como providencial defensor de los derechos humanos y valedor del bienestar de los indios ante la corona española, con su famosa y no tan breve Brevísima relación de la destrucción de las indias presentada en La Controversia de Valladolid (1550). De las Casas, entre otras iniciativas, propuso liberar a los indios de trabajos penosos, pues entre que su constitución no era muy fornida y la recurrencia de enfermedades endémicas contra las que no tenían defensas naturales, estaban sufriendo una gran mortandad, cosa que es muy cierta; aunque también es cierto que el obispo chiapaneco defendió convincentemente la idea mayúscula de que aquellos laborantes indígenas debían ser sustituidos por negros traídos de África, mucho más vigorosos y acostumbrados al trabajo duro, por lo que debemos considerar al ilustre De las Casas como inventor de la esclavitud de negros en América. Pero hoy se le considera un lúcido anticipado a su tiempo, un bienhechor de la humanidad y un portento de hombre. No hay nada como criar fama.
De todas formas, este debate entre los cautivados por la leyenda negra y los defensores de la labor civilizadora de España en América va mermando cada vez más su recorrido. El indigenismo como ideología adoptada por el propagandismo woke internacional supera ampliamente esos ámbitos de denigración hacia un solo país —España—, para ampliar su acusación al hombre blanco en general, sin importar su procedencia ni el segmento cultural al que pertenezca. Todo el que no sea racializado o colectivizado —entendámonos: mujer-víctima, lgbti+o-, transhumano, etc—, es intrínsecamente perverso, maldito y enemigo del progreso. En tales condiciones sólo cabe responder, desde mi modesto criterio, con el argumento de la civilización.
Contra el odio racial de los racialistas, civilización. Contra la mentira y la histeria de los fanáticos indigenistas, civilización. Contra el complejo de los colectivizados y sexualizados, civilización. Bien certero y muy elocuente estuvo un amigo en días pasados cuando, en la red social que suelo frecuentar, resumió la materia hasta su quid decisivo: “Ante la puerilidad selvática del progrerío debemos ser cada vez más excelentes y más convincentes”. Sombrero.
Unos países tienen petróleo, otros poseen inmensos recursos naturales como el gas, la pesca, la madera, diamantes, qué sé yo… el litio necesario para las baterías de los coches eléctricos. Nosotros, en España, somos tan pastueños que estamos convencidos de que nuestra principal riqueza es el turismo. Pobre horizonte que podría refutarse y mejorarse extraordinariamente cuando nos diéramos cuenta de que nuestra principal riqueza es el idioma y lo que nuestro idioma apareja: civilización. No somos cabeza de nada ni de nadie, ni mandamos en ningún sitio ni falta que nos hace. Somos el núcleo de una civilización que integra a muchos cientos de millones de personas: idioma, ley, religión, acorde estético e interacción con lo real, costumbres, arte, cultura, literatura… Todo ello, compartido, tiene un origen, nosotros, y determina una enorme responsabilidad: preservar ese legado de la historia, enriquecerlo y, en el sentido moderno del término, tutelarlo —“mentorizarlo”, diría un anglosajón—. Los amos del petróleo y los dueños de enormes ejércitos y armas nucleares y recursos inagotables, los acaparadores de finanzas e innovadores en tecnologías de vanguardia operan sobre su entorno mundializado con un determinado propósito: imponer su visión del mundo y expandir su civilización. Esa tarea la llevó a cabo España hace cinco siglos. Nosotros ya tenemos una civilización que ocupa la cuarta parte del planeta en territorio y el diez por ciento de la población, y nos sabemos origen determinante de todo ello. Ahora, para que ese organismo funcione, necesitamos darnos cuenta de que, en efecto, es nuestro, de todos. Y actuar en consecuencia.
El 12 de octubre es una buena fecha para insistir en el asunto, a ver si alguna vez nos luce.