«En la vejez, vagando por un sendero vivo de belleza, caminar», propone un antiguo poema navajo, recopilado por Franz Boas en 1955. Nada menos: agotados y errantes, caminar pese a todo porque la senda, quieras que no, siempre estará viva de belleza. De eso hablamos porque así lo sentimos y por experiencia de las emociones sabemos justo —tal vez no verdadero del todo, pero acertado—. La belleza de las cosas es como las plazas de los notarios, inamovible. Nadie puede arrebatar al mundo los latidos sin dogma ni dueño de aquello que por su propia índole contiene la virtud de lo bello, aunque esa belleza se encuentre en lo trágico, lo terrible y, acaso, lo mortal. Nadie puede hacer nada contra ese código que afortunadamente es ajeno a la voluntad humana y además escapa a las leyes de la naturaleza, pues su razón no se encuentra en lo mensurable cognoscible sino en el sustrato impredecible de la conciencia que algunos llamamos espíritu y otros dicen alma. Sin embargo… Cierto, la historia está llena de sinembargos que tienen la enojosa capacidad de frustrar los anhelos de lo profundo, lo que Ginsberg llamaba «poder dainmónico», para suplantar esa dulce inquietud ante lo incomprensible por la angustia infértil de lo cotidiano. En esas estamos.
Nos preparan un mundo brutalmente feo, un adefesio de supervivencia donde no morir y apenas caminar es el máximo beneficio de lo inmediato. De pandemia en guerra y de guerra en alerta nuclear, el espíritu de occidente y la simpatía hacia el porvenir se han convertido en ilusión amarga, un temor apenas mitigado por el refugio doméstico, los debates parlamentarios y la bajada de la curva. El virus, las vacunas, las no-vacunas, la debacle de nuestra economía que, a su vez, implica la voladura del futuro para unas cuantas generaciones, el esplendor de la filosofía de la muerte renacida en el conflicto de Ucrania y la llamada de nuestra dirigencia a forjar una «Europa defensiva», nos dibujan ya unas décadas venideras que en poco van a diferenciarse de los peores tiempos de la guerra fría. Y ojalá ese sea el peor de los inconvenientes. Ojalá no tengamos que comparar el infortunio con los peores tiempos de las guerras mundiales.
Puestos a comparaciones, hay detalles que se rebelan impertinentes en estos días tristes. Por ejemplo, durante el imperio de los bloques estratégicos, NATO-Pacto de Varsovia, imperaba la sensación de que «el telón de acero», por lógica de vasos comunicantes, además de aplastar a sus naciones sometidas protegía a occidente de la locura totalitaria y militarista del bolchevismo. Eso se ha acabado, y queda la intemperie. Otro ejemplo: en otros tiempos de feliz recuerdo, el espíritu de Europa estaba tan vivo como una final del campeonato del mundo de fútbol entre Italia y Alemania. Vivo, bullente y combativo. Había un empuje existencial —cultural—, por afirmar la supremacía de la democracia y la civilización, principios fundados en la libertad ante el estatalismo leninista del «libertad para qué»; había un anhelo común y un entusiasmo permanente por derrotar a la tiranía comunista y echarla fuera de la historia, una ilusión que se materializó en la euforia continental tras la caída del muro de Berlín. Pero eran otros tiempos, ya se dijo. Aquella Europa no es esta Europa. Sin fe en sí misma, recomida por el escepticismo que llevó al abandono del Reino Unido entre otros síntomas, más débil que nunca, afiebrada y dividida en colectivos sentimentales, sin la potencia vertebradora una clase obrera que en tiempos fue poderosa y hoy queda para resabio y nada más, Europa es lo que es porque la historia no le ha dejado sitio para más: un centro financiero, un parque temático y un escenario glorioso, muy amplio y bien aireado, para manifestaciones feministas y paseos del liderazgo sindical en la carroza del orgullo LGTBIQ+ que corresponda. Eso sí, nos queda mucho arte en los museos.
Por primera vez, creo, tenemos la sensación de que asfixiar el presente aniquila el futuro; y ese sentimiento tiene un nombre: tristeza. He visto enfermos más sanos, gente sometida a dictaduras, guerras, cataclismos y condiciones materiales misérrimas que sostenían el contento de vivir porque sabían —«algo» allí dentro, próximo al corazón, lo susurraba—, que el futuro se mantenía intacto, radiante. Esa esperanza ya no existe. Nuestros mandamases han bajado los brazos como si se rindieran ante la adversidad; en vez de prometernos lucha y victoria nos recomiendan bajar el nivel de la calefacción y no enviar ropa a Ucrania, no tan necesaria como los medicamentos. La Europa a la defensiva augurada por nuestro presidente Sánchez es una tortuga pesada y vieja, asustada y esperando que el adversario se desanime y pase de largo. Eso es lo que el futuro, ahora, nos promete. Hasta esa aciaga creencia en la virtud del caparazón nos han llevado. ¿Quién piensa ahora en el futuro? Lo dicho: tristeza.