¿En qué momento se jodió la humanidad, Zavalita?

¿En qué momento se jodió la humanidad, Zavalita?. Fernando Sánchez Dragó

Disculpen el taco. Me avala un premio Nobel: fue Mario Vargas Llosa, como todo el mundo (menos los de la Ley Celaá, con doble a de asnalfabetización) sabe, quien lo rehabilitó y catapultó a la respetabilidad literaria en el primer párrafo de su Conversación en la Catedral.

Cierto es que la pregunta aludía sólo a Perú, pero yo, proclive siempre a la hipérbole y a la inevitable generalización que la literatura conlleva, abro el compás y la extiendo a toda la especie humana… Sí, sí, a ésa misma que ahora está en peligro de extinción, y conste que no lo digo sólo por el nuevo peligro amarillo ‒muy distinto al que en su día vaticinara Spengler en La decadencia de Occidente‒ llegado desde China en forma de virus y que, como la tarántula de la copla, «es un bicho muy malo / que nos mata sin piedra ni palo». 

Pero dejemos esto, que va para largo y tiempo habrá para traerlo a colación en futuras crónicas sobre el Año de la Peste, y pospongamos también la tentación, en la que he estado a punto de caer, de limitar la pregunta al momento en el que se jodió España. O, peor dicho, a los momentos, en plural, porque ha habido muchos, y los que aún están por llegar en aras y en alas de la corte de los milagros que desde hace once meses ha convertido el banco azul de la corrala de las Cortes en puerto de arrebatacapas y patio de Monipodio donde todo atropello tiene cabida.

La Humanidad, decía… ¡Casi nada! Sírvame de circunstancia no eximente, pero sí atenuante, de la misantropía, agravada, sin duda, por mi edad, la evidencia de que el mundo, lejos de progresar, retrocede, como espetó el filósofo y diputado Donoso Cortés en las barbas de sus estupefactos colegas reunidos en el hemiciclo. Eso fue a mediados del siglo XIX, durante la primera República. ¡Imaginen lo que diría ahora si llegase la tercera o, incluso, sin necesidad de esperar a que llegue!

Voy a moderar mis ímpetus. Podría remontarme al fatídico instante en que el primer hombre bajó del árbol y se irguió, o a aquel otro en que la taimada Eva mordió la manzana y se la pasó al tontorrón de Adán, o al momento en que Moisés bajó del Sinaí y se topó con el botellón organizado por sus followers en torno al Becerro de Oro (o sea: Wall Street… Money is money), pero voy a señalar como punto de partida de la Séptima Extinción, en la que ya andamos, la Atenas del siglo de Pericles, cuando un tal Aristóteles se sacó de la manga de Sócrates el sonsonete de que nosotros ‒los bípedos implumes, los únicos mamíferos depredadores que no matan o roban sólo para comer‒ somos seres sociales en vez de, simplemente, cordiales. Ya saben: la pepla del zoon politikon que serviría de canción de cuna al siniestro Rousseau.

Así nació la polis o, mejor dicho, porque ese engendro producido por el sueño de la razón ya existía en la Hélade y en otras partes, quedó sentado el concepto de que fuera de ella no había civilización posible. Y ya, a partir de ese dictamen filosófico y antropológico, llegó Roma, y llegó París, y llegó Londres, y así de ciudad en ciudad, pasando por Madrid y por el resto de los gigantescos, grotescos y multitudinarios enclaves del diablo mundo (Nueva York, Moscú, Delhi, Tokio, Hongkong, Pequín, Yakarta, Teherán…), acabamos en lo de hoy, en un dédalo infernal de asfalto, de semáforos, de rascacielos, de apreturas, de muchedumbres, de promiscuidad y de caldos de cultivo de pandemias, donde todo es urbe y nada es agro, donde las cacas de los perros hacen las veces de las amapolas.

Se me han ido la pluma, el desánimo, el pesimismo y la misantropía. Volveré sobre el asunto en futuras columnas. Me limito ahora a recordar que política viene de polis y que políticos, ay, son los que capitanean esta colectiva y vertiginosa marcha hacia el desastre. 

¿Recuerdan aquella película de Paco Martínez Soria que se llamaba La ciudad no es para mí? Pues para mí tampoco y debería dejar de serlo, insinúo, para cuantos estén dispuestos a arrimar el hombro en la tarea de volver a llenar la España Vaciada, donde, al decir del Romancero, «canta la calandria y responde el ruiseñor» y, como versificó Miguel Hernández, «está el agua que trina de tan fría».

Escribo este Menosprecio de Corte y Alabanza de Aldea ‒Fray Antonio de Guevara‒ en Castilfrío de la Sierra, villorrio de las Tierras Altas de la provincia de Soria, en cuyo censo figuran o figuraban en 2018 veintisiete personas de ésas que antaño se llamaban del común, aunque caben más.

Personas, he dicho.

Y yo entre ellas.

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