Entre el temor y la esperanza

Entre el temor y la esperanza. Fernando Sánchez Dragó

Las columnas que desde hace ya varios meses publico en Posmodernia por amable invitación de Juan José Coca son para mí, y espero que también para sus lectores, si los hubiere, un remanso de filosófica paz y sub especie aeterni en el agobiante ajetreo que el látigo de la actualidad impone al columnista, y a todo quisque, en días tan convulsos como los que corren. Hoy, sin embargo, jueves 29 de abril, metido ya de lleno en la recta final de lo que acaso sean, a pesar de su limitación geográfica, las elecciones más importantes de cuantas se han celebrado en nuestro país desde que el Rey Juan Carlos, hoy Emérito, regresó al trono que otras elecciones ‒las del 14 de abril de 1931‒ habían dejado vacante, la fuerza de las circunstancias me impele a abandonar por una vez el beatus ille de mi huerto epicúreo y a salir también aquí a campo abierto.

Por una vez, he dicho, y ojalá sea así, pues sería de buen augurio para todos que el 4 de mayo, si no antes, cese el diluvio de mentiras, amenazas, estupideces y cainismos con el que los partidos de izquierdas han torpedeado eso que Pablo Iglesias, principal culpable del deterioro de la convivencia, echaba cínicamente en falta: la normalidad democrática. Ésta se ha tensado hasta tal punto que hoy, en Madrid, si a las cinco de la mañana llaman al timbre, el vecino que lo escucha ya no está seguro de que sea el lechero.

Lo digo por decir, claro, entre otras cosas porque en España nunca han traído la leche a casa. Es sólo una metáfora elusiva y alusiva a la celebérrima definición de la democracia que entre habano y habano diese Churchill. Pero cierto es que hoy, en Madrid, cunde el miedo a que en el Día del Trabajo, en el de la Comunidad o en la jornada de reflexión suceda algo imprevisto o, quizá, demasiado previsto que a ningún precio, por rabiosa que sea la desesperación de quienes, según todas las encuestas, van a perder la Puerta del Sol, kilómetro cero de nuestra geografía y de nuestra historia, jamás debería suceder.

A ese temor, que no es sólo mío, sino de todas las personas con las que hablo, apunta el título de esta columna. Y no es del todo infundado, pues hay un precedente: el del «pásalo» que culebreó por los teléfonos móviles de los españolitos la víspera del día en que Rajoy perdió, contra pronóstico, sus primeras elecciones… Precisamente aquéllas que, según todas las encuestas, se iba a llevar de calle. Los paralelismos son casi siempre ociosos y, en casos como éste, odiosos.

Pero no hay miedo, como ha diagnosticado incluso Iván Redondo a propósito de los procesos electorales en general, que, además de rechazo, no conlleve una esperanza. Ésta también figura en mi título y a ella, por mínima y anecdótica (aunque no lo es) que sea, voy a aferrarme en los días de zozobra que aún nos faltan por vivir. El 2 de Mayo, tras año y pico de parón, habrá toros en Madrid. Será un cartel de lujo tanto por los espadas como por las ganaderías que intervendrán en él. No habrá llenazo, pues las medidas sanitarias impuestas por la pandemia reducen el aforo, pero dos horas después de ponerse a la venta las seis mil localidades autorizadas ya no quedaba ni una. Suerte que yo, tirando de amistades y de mi aval de eterno aficionado, me había hecho con dos, para mí y para mi novia, y con otras tantas para una de mis hijas y su novio. La expectación es formidable. Asistirá Isabel Díaz Ayuso y cabe suponer, aunque no se ha dicho, que también lo harán Santi Abascal y Rocío Monasterio. Deberían. Vox, por cierto, cerrará su campaña esa misma tarde, al término de la corrida, en la explanada a la que se abre la Puerta Grande de la plaza. (Un cambio de última hora localiza su cierre en la plaza de Colón) Lo que ocurra dentro y fuera de ésta va a ser un clamor. La ovación con la que los espectadores celebrarán el paseíllo resonarça en todos los rincones del país, en la Maestranza de Sevilla, en la Valencia de Ponce, en el Donosti de Savater, en la Camarga de Montherlant y Simón Casas, en el DF, en Bogotá, en la Caracas de Maduro, en el Perú de Roca Rey y Vargas Llosa, en Quito y hasta en los cuernos de la luna. Yo también lo oiré y podré contárselo a mis nietos para que ellos, algún día, lo cuenten a los suyos. Esa corrida, celebrada cuarenta y ocho horas antes de que los madrileños puedan votar por la libertad y año y pico después de que la pandemia cerrase los toriles, es un símbolo de esperanza, de renacimiento, de regeneración y de primavera similar al de la rama verdecida del olmo viejo de Machado. «Ni gobierno que perdure», escribió éste, «ni mal que cien años dure». Ortega, una vez más, tenía razón. No se puede entender la historia de España, ni su política, ni lo que sucede en nuestra sociedad, dijo, si no se va a los toros. En ellos se aprende a parar, a templar y a mandar. Ese triple canon es ahora más necesario que nunca. 

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