Eso que fuimos en esa España que fue

Eso que fuimos en esa España que fue. Emmanuel Martínez Alcocer

Decía Goethe que prefería la injusticia al desorden. Y tiene su lógica, porque dentro de un orden al menos se pueden intentar arreglar las injusticias, o combatirlas, o rebelarse contra ellas, o incluso aceptarlo. Cuando merece la pena. Pero si siquiera hay orden –y en España parece que nos hemos acostumbrado a vivir de precario, en la improvisación continua, en el desorden más democrático imaginable– no es posible ni la rebelión, porque no hay nada contra lo que rebelarse, no hay un orden injusto contra el que oponerse, siquiera hay injusticias, porque sencillamente no son posibles. No hay un orden contra el que oponer otro, sea por medio del Terror o sin él. Por eso las poco espontáneas revueltas que hemos visto estos días en España carecen de sentido alguno más allá de destrozar el mobiliario urbano, agredir policías, rematar a los comercios del lugar y molestar a los vecinos. En el caos sólo puede haber ganancia de pescadores. O de titiriteros. Y quizá sea esta la mayor de las tragedias que nos tocará vivir a nosotros, los que hemos nacido a finales de los años ochenta e inicios de los noventa del siglo XX, en pleno derrumbe de la URSS, y que hemos irrumpido a la madurez, más o menos, en plena crisis mundial. Estas son algunas de las reflexiones que nos han suscitado dichas algaradas callejeras, eso y la reciente lectura de un libro que ha levantado también bastante revuelo, con razón, y que ya ha sido reseñado en esta revista por Vicente Niño Orti. Nos referimos a Feria, publicado por Ana Iris Simón en la editorial Círculo de Tiza. Porque como colofón de estos comentarios podemos tomar las palabras de la autora en las páginas iniciales del libro: «nos lo llevan diciendo diez años y nos negamos a creerlo. Somos la primera generación que vive peor que sus padres, somos los que se comieron 2008 saliendo de o entrando a la universidad o al grado o al instituto y lo del coronavirus cuando empezábamos a plantearnos que igual en unos años podríamos incluso alquilar un piso para nosotros solos». Por eso sí que valdría la pena la rebelión, no por la rebelión misma o, lo que es incluso peor, por hacer el juego a los intereses de, por ejemplo, un partido o una facción política.

Cada momento, cada época, cada generación, cada familia, cada persona tiene sus propios y acuciantes problemas, y quizá sea una estupidez pensar que unos son peores que otros. Lo que seguro sí que es una estupidez es pensar que, en comparación con lo pasado, ahora vivimos en el mejor de los momentos posibles. Tampoco podemos decir que sea el peor. Pero el progreso, aunque nadie sepa muy bien qué significa, puede ir al menos en dos direcciones: hacia adelante o hacia atrás; o dicho axiológicamente: a mejor o a peor; hacia el cielo o hacia el infierno. Quizá sea cierto que estemos progresando, pero quizá no en la dirección más conveniente.

Y es que sólo así, hacia adelante y hacia atrás, regresando y progresando, y viceversa, en episodios de nuestra propia vida, podemos entender cómo se ha ido construyendo nuestra persona. Sólo así, en continuas anámnesis y prolépsis podemos llegar a entender desde qué y contra qué se ha ido construyendo. Seguramente sólo desde esta perspectiva personal, parte a parte, podemos reconstruir multitud de afectos, relaciones, momentos, valores, aprendizajes… que hemos sido y que quizá nos hemos ido dejando arrebatar; seguramente sólo así podemos ir viendo en qué problemas, absurdos en innecesarios en muchas ocasiones, en qué revoluciones sin revolución, nos hemos dejado meter, y lo difícil pero no imposible que es escapar. 

Verá el lector que no dejamos de recalcar la perspectiva personal. Pero debemos puntualizar algo, por si cabe alguna duda. Aunque se nos presente desde la perspectiva propia, esta reconstrucción personal (digamos, autológica) con la que entender nuestro presente y nuestro pasado más inmediato, no ha de entenderse como una perspectiva subjetiva, subjetivista, individualista, sino personal y vital, y por ello cargada en todo momento de una multiplicidad de instituciones sociales, tecnológicas, religiosas, formativas, históricas, familiares, lingüísticas, políticas, profesionales, sentimentales, económicas… Todas ellas, en tanto en cuanto instituciones, suprasubjetivas. Y es que esto es algo que se olvida muy a menudo en nuestras sociedades enfermas de subjetivismo individualista. Un subjetivismo narcisista al que si se le dan alas rompe en su clímax nihilista la propia condición de persona, que no es otra que la de estar inserta en una sociedad de personas. Algo tan elemental como eso, y tan fuerte; por eso no deja de recibir ataques.

Uno de esos frentes de ataque, quizá en muchos casos siquiera de forma intencional –ya sea porque es algo que flota en el ambiente, ya porque es la moda y lo que más vende–, podemos encontrarlo en la literatura. Son muchísimos los ejemplos en los que en la literatura contemporánea, no nos referimos sólo a la de autoayuda, los sujetos narcisistas e inadaptados socialmente son los centros de la trama (o de la trampa). El individuo es su principio y su fin, esa mónada leibniziana que ya contiene en sí todo y sólo necesita abrir las compuertas, quitarse el yugo, para que su yo real salga. Unos sujetos que necesitan quitarse las opresoras normas sociales de encima –esas que te impiden insultar, amenazar o hacer apología del terrorismo– y dar rienda suelta a su metafísica subjetividad; en definitiva, unos sujetos que necesitan librarse de la corruptora sociedad y volver al más bello e idealizado estado salvaje. Esta literatura de autorrealización, llamémosla así, es entonces una literatura onanista en gran medida, puesto que sirve para poco más que de «entretenimiento», de opiáceo con el que llenar el tiempo. Porque ya sabemos que otro aspecto propio del sujeto moderno de nuestras democracias capitalistas es estar haciendo constantemente «cosas», llenar todo el tiempo, aprovechar la vida, ir «de fiesta» y disfrutar cada instante. Ni un segundo sin disfrute. Y la literatura, como tantas otras cosas, no sirve para aprender, no debe servir para ayudarnos a hacer esas anámnesis y prolépsis con las que entender nuestra propia persona, nuestro tiempo y, quién sabe, llegar a comprender que la libertad está en la conciencia de la necesidad. La literatura, toda, está para «disfrutar». Y punto.

Pero en esa literatura, a la par que este servicio de pequeñoburgués entretenimiento onanista se cuela todo el paquete ideológico que hace del individuo un dios, un santo incluso, y de la individualidad lo más sagrado. Seguramente por eso un libro como Feria haya levantado tanto revuelo. Porque es un libro que no es que vaya a contracorriente por ir a contracorriente, es que es un libro escrito como una catarsis en el que la propia autora escribe contra sí misma –porque escribir, como pensar, es escribir contra alguien, incluso contra uno mismo. Es una rara avis, en todo este ambiente subjetivista y nihilista, que rompe con lo que la autora ha sido mostrándonos a su vez qué hemos sido. Y lo hace, sí, desde una perspectiva personal, pero no subjetivista o individualista. Por eso lo traemos de ejemplo, porque en sus páginas nos encontramos a una Ana Iris rodeada en todo momento de su familia, que tanto la marca, como su padre Javier, con sus enseñanzas vitales y sus discusiones políticas, la Ana Mari, una madre tan especial, su tío Hilario, que con sus historias marca a toda la familia Simón, de su hermano Javi, al que quería antes de tenerlo por primera vez en brazos, o su abuela María Solo, con su propia historia y que siempre la peinaba con Nenuco, no con agua. La encontramos rodeada de sus amigos, como Cynthia, amiga del alma, o el grupo de amigas a las que explica en qué sentido toda mujer ama a un fascista, de su amigo Gonzalo, que le explicó por qué se tienen los hijos justo antes de tener al suyo, o de su compañero de piso, que juega al Fortnite. También, por supuesto, rodeada de su pueblo, del que quiere escapar porque piensa que Madrid es mucho mejor; de Madrid, plagada de rotondas, que le enseña la importancia de su pueblo; de su escuela toledana y su escuela madrileña; de la universidad, de la que sacaría algunos horizontes intelectuales –algunos–, aunque lo importante ya se lo había enseñado su padre en segundo de primaria, y, sobre todo, nuevos amigos; de su trabajo, con su sueldo tan precario. La encontramos rodeada de los coches de su familia, que van marcando también cada etapa familiar, los Lada rusos o los Clío franceses; de los pisos y adosados a los que se van mudando, en los que va aprendiendo Ana Iris multitud de cosas, creciendo, cambiando, a la par que cambia la familia y el país, que se va haciendo «moderno y europeo». Rodeada de la feria, de la barraca de sus abuelos, los mercados y las nuevas grandes superficies, que ella verá de niña como esos heraldos de la modernidad deseada porque no huelen a animal muerto ni hay hojas de lechuga en el suelo.

Un sinfín de instituciones, acontecimientos, reflexiones y vivencias que la autora va arrojando ante nuestros ojos, con contundencia, con unos párrafos que en ocasiones caen como una losa, pero también con una prosa ligera, fácil y certera, como si de un diario poco íntimo se tratara. Y, sobre todo, con una lúcida alegría (¿chestertoniana, espinosista, cervantina?) que puede sorprender en una mujer –y no decimos «en una mujer» porque sorprenda esa lúcida alegría por ser mujer, sino porque da la casualidad de que la autora es, si algún estudio de género no nos demuestra lo contrario, una mujer– que apenas roza los 30 años. Una mujer que, salvando las diferencias de cada cual, tiene mucho de semejante a otros tantos de la generación nacida en la España que se iba a finales de los ochenta y principios de los noventa. Por todo eso la traemos aquí de ejemplo.

Porque con todos esos mimbres, y otros muchos en los que no entramos por no tratarse de una reseña, Ana Iris va construyendo Feria, el manifiesto, si se nos permite la licencia de llamarlo así, para una generación desengañada, la de aquellos que han tenido la suerte de salir de la burbuja de ilusión que el fin de siglo nos ofreció y que el inicio del presente no ha hecho más que aumentar. El «manifiesto» para la casi imposible rebelión de las personas corrientes, con sentido común, del hombre común, que tiene que soportar una y otra vez que los señoritos, la lumpen burguesía, en sus arranques de plebeyismo, diga al pueblo qué es el pueblo y, sobre todo, cómo tiene que ser el pueblo. Incluso cuándo y contra qué se tiene que rebelar.

La lucidez necesaria para romper (con) esa ilusión no es fácil de alcanzar, y una vez consigues una pizca sale muy cara. Resulta una excentricidad. A veces un peligro. Es a menudo, en cualquier caso, desagradable, para uno mismo y para los que no quieren escuchar. Pero tampoco es cuestión de dar pena, es lo que hay. Como decíamos antes, cada época tiene sus ilusiones, sus mitos que romper. Si queremos buscar una diferencia ésta quizá tan sólo esté en que esas ilusiones están más extendidas que nunca, y son más difíciles de combatir que nunca. Si quisiéramos buscar una diferencia. Pero es que, repetimos, es lo que hay. Lo que habrá. No queda sino seguir o rendirse, no hay tercio excluso.

Pero si hemos traído el ejemplo de Feria, no es sólo por todo lo comentado, que ya sería bastante. Es también porque realiza un retrato cariñoso y sutil de una tragedia –que en Posmodernia no dejamos de resaltar–. El retrato de esa España que fue y en la que fuimos, esa España que los que vivimos el final de los ochenta y los noventa del siglo XX pudimos vivir en nuestra niñez por última vez, una España que todavía no había emprendido con alegría el camino del suicidio demográfico–para verlo no hay más que consultar los aportes de Alejandro Macarrón en nuestra revista–. Tuvimos, en fin, la fortuna de vivir una España languideciente en la que poder tener, entre los más borrosos y queridos de nuestros recuerdos, momentos como esas reuniones familiares en la finca de los titos –cuando que te gustara disfrutar de la compañía de tu familia todavía no era un escándalo, un pecado incluso–; o la visita al pueblo y a la casa de los abuelos. Vivimos la España de las horas interminables jugando en la calle con multitud de amigos, con juegos en los que aprendíamos que las normas, la competición y el esfuerzo por ser el mejor (o los mejores) era algo que iba a estar presente a lo largo de nuestras vidas; vivimos la España de los charcos y de aventuras en los descampados aún no edificados, llenos de hierros oxidados y escombros. La España de las comidas de vecinos en la calle del barrio, en la que cada familia aportaba algo. La España de la vida sin móvil y las tiendas de todo a 100 pesetas. Tuvimos, también, la suerte de tener al alcance esas colecciones de libros como las de Austral o las de El barco de vapor. Vivimos el fin de esa España que se extinguía en la vanidosa hoguera de la modernidad europeísima. Cuando la estafa del progreso y del capitalismo monopolista, lleno de adosados, rotondas y nuevas víctimas, no nos había estallado en la cara. Y lo vivimos con esa sensación de haber llegado tarde, al final, cuando la fiesta estaba acabando. Como Ana Iris en la feria, cuya hora preferida era la primera hora porque intuía que su brillo se iba a apagar pronto, porque las atracciones habían empezado a oxidarse, porque ya no había animales y porque la gente ya no esperaba ansiosa las fechas de San Lorenzo o la Virgen del Rosario, ya no esperaba a la fiesta patronal para hacerse con un ato nuevo y lucirlo por el ferial; empezaba a comprárselo, primero, para ir a lucirlo de vacaciones al Levante, y, poco después, a alguna capital europea. Porque en un mundo moderno donde la vida se estaba convirtiendo en una feria continua ésta ya no era necesaria, no tenía sentido. 

Y así crecimos y nos hicimos persona, torpemente, como mejor supimos, con todo lo que nuestros mayores, en su esfuerzo constante, cargando con todas las deudas –todas las trampas–, consiguieron darnos. Tragándonos sin comerlo ni beberlo dos bonitas crisis que todavía nos tocará arrastrar durante años. Pero seguiremos peleando, sin tregua, porque aún quedan cosas por las que tiene sentido rebelarse, por las que merece la pena hacerlo. Por lo que fueron y por lo que fuimos. Igual que hicieron los que nos precedieron: sin excesivos lamentos aunque quede alguna pena y alguna nostalgia. Porque una cosa es resignarse a vivir lo que nos ha tocado vivir y otra, bien distinta, resignarse a claudicar ante la vida, resignarse a morir.

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