La crisis del 98, tras la pérdida de los últimos territorios españoles en América y Oriente, no se caracteriza solo por la quiebra del modelo económico vinculado a la extrapeninsularidad de la nación sino que interviene otro factor decisivo y, desde cierto punto de vista, dramático: a las élites económicas y políticas no les queda otro remedio que plantearse Qué Hacer con el propio país, cómo reconstruir sus modelos de dominio y fuentes de riqueza a partir de la propiedad efectiva de un ámbito geográfico y social —poblacional— mucho más reducido y, consecuentemente, con menos posibilidades de generar provechos. Si añadimos a ello el estancamiento de la economía española en casi todos los sectores y especialmente el industrial, derivado del modelo transatlantista de desarrollo imperante hasta finales del XIX, coincidiremos en que la situación era especialmente complicada para aquellas élites. Hasta la pérdida de Cuba y Filipinas, el sistema de crecimiento económico español era muy simple: quien quisiera prosperar emigraba y asunto resuelto; y la solución servía para los ricos y para los pobres con ganas de mejorar su fortuna. A partir del 98, la situación cambia radicalmente: los emprendedores, los aventureros, los ingeniosos y esforzados y conquistadores tienen que permanecer aquí, en España, en compañía de quienes secularmente, según Borges, “se habían quedado para cuidar las cabras”. De ahí al conflicto, hasta la guerra civil, la historia avanza como un ferrocarril sobre raíles de acero: pura lógica.
Las élites hispanas no tienen otra salida que colonizar su propio país. Que la relación de España con América, desde el siglo XV al XIX, fuese de carácter colonial, está por ver y muy por demostrar. Pero que las dinámicas sociales en España desde las guerras de Cuba y Filipinas hasta el presente —hasta el presente, con perdón por reiterarme—, son de re-colonización intranacional, es un clamor más o menos soterrado, más o menos disimulado por la propaganda y la ideología que alternativamente, conforme a los sesgos y conveniencias de cada época, han ido imponiendo las clases dominantes.
La nación española es una construcción con dos anclajes decisivos: la inercia histórica y la actividad popular sedimentaria; dicho de otra manera: el ser y el modo de estar en la historia. El Estado español, por el contario, no prospera de forma natural en un hábitat de avance cronológico marcado por conflictos coyunturales; es una ideación de las élites, un armazonaje de leyes, instituciones, fueros y sistemas de gobierno desarrollados por las correspondientes oligarquías en cada lapso temporal relevante para asegurar su dominio sobre el territorio y sobre la población, regulando la manera en que su presencia pueda hacerse efectiva en cada momento de la historia. No hay país en el mundo —que yo sepa— en el que pueda identificarse una escisión tan abismal entre la nación como hecho civilizacional y el Estado como categoría superior de control y rentabilización de los potenciales de la nación. No hay otro lugar en el mundo donde se confunda —incluso se identifique— tan obcecadamente a la nación con el Estado. Para nacionalistas periféricos y progres en general, España es un entelequia y lo que realmente existe es “el Estado español”.
Se ha hecho famosa en los últimos tiempos la frase de Bismarck según la cual “España es la nación más fuerte del mundo porque lleva siglos intentando destruirse a sí misma y no lo ha conseguido”. Hay una verdad en el aserto: España como nación es indestructible porque, propiamente, no es el resultado de un acuerdo político-social entre partes interesadas sino que, mucho más allá, es consecuencia de la practicidad histórica de la cultura greco-latina, del catolicismo y el humanismo cristiano, todo ello arraigado en los usos arcanos de un pueblo hecho a sí mismo a partir de tantas influencias civilizadoras como han comparecido en la península ibérica a lo largo de los siglos, es decir: un pueblo con voluntad de ser y de permanecer, identificado no en una idea concreta de “sistema” o de “estado político” sino en una “forma de estar” destilada desde lo profundo de la historia y asumida como factor colectivo de identidad. Cuando Rafael Casanova lanza su proclama “a toda España” para la defensa de Barcelona en 1714, contra la imposición de la dinastía borbónica, es esa España inmemorial, desgarrada y valiente, la que se rebela. A partir de ese entonces la nación permanece, el Estado fija su dominio mediante leyes comunes y la sociedad española queda entregada a las élites. Todo un siglo de ilustración a la francesa, culminado con la invasión napoleónica, acabará por demostrar que España, la nación española, ha sido colonizada por las oligarquías dominantes y no hay marcha atrás.
También hay un error en la apreciación de Bismarck sobre la “autodestrucción de España”, pues el fenómeno no afecta a la España-nación sino al Estado español. Si la superestructura jurídico-político-administrativa ha sobrevivido a los continuos intentos de las élites por aniquilarla y empezar de cero, ha sido por la fortaleza de la España-nación, indisoluble como una canica de cristal en un vaso de agua, tan difícil de ver y tan ella misma siempre, seguramente para siempre.
Y ahí es justo donde nos encontramos en la actualidad, en ese empeño recurrente de nuestras élites por “romper la baraja” y empezar otra vez, bajo otros y distintos principios sobre la función territorial del Estado, sobre la igualdad ante la ley y la soberanía del pueblo español y demás chapuzas de la ingeniería política de urgencia necesaria a sus intereses. Otra vez “repiensan” el Estado creyendo que están repensando a la sociedad española. Todo lo cual, como es de lógica, nos lleva al punto de partida: el conflicto. Esperemos que el invento no acabe como siempre. Aunque cualquiera sabe, mientras esa gente nos tenga colonizados y no acaben de ponerse de acuerdo, todo es posible en España.