Aparentemente, la palabra “fetiche” (feitiço), fue acuñada por los navegantes lusitanos para referirse al hechizo o encantamiento que poseían ciertos objetos materiales a los que los pueblos primitivos atribuían poderes mágicos o sobrenaturales. El término deriva también del latín facticius que alude a lo artificial, es decir, a las cosas de hechura humana. En tal sentido, en su uso primigenio, el fetichismo era una forma de creencia o devoción en la cual se consideraba que ciertos objetos guardaban cualidades extraordinarias y, merced a ello, protegían a quienes los portaban. En el siglo XIX, Marx rescata el término en su obra El Capital y habla del “fetichismo de la mercancía” para referirse a ciertos fenómenos de la economía política. A partir del siglo pasado, el fetichismo se relaciona casi exclusivamente con la esfera sexual, más aún desde que Sigmund Freud lo definió como una tergiversación, es decir, una parafilia en la que el objeto sexual normal es sustituido por otro cuya propiedad es cumplir con dicho fin. Más allá de estas disquisiciones preliminares, vale aclarar que en el presente artículo tomaremos el término “fetiche” en sentido figurado, para apelar al hechizo que provoca no un objeto, sino algunos términos, porque el hechizo en este caso es de orden semántico. Esta es la era de las palabras fetiches: “empatía”, “inclusión”, “tóxico”, “resiliencia”, y también “batalla cultural”.
La conciencia de eso que llaman “batalla cultural” no es nueva; en el gran teatro del mundo siempre batallaron ideas, doctrinas, cosmovisiones. Sucede que, en otras épocas, las ideas exigían el compromiso del cuero y en estos tiempos, las ideas terminan en el pico o en los dedos, que son las armas del hombre cibernético.
El trasfondo de la batalla cultural encarna un problema filosófico serio que es preciso dilucidar para observar su limitación y sus peligros. Un grave inconveniente se cierne en la vida intelectual cuando el pensamiento es mera esgrima dialéctica, es decir, un constante “sed contra”. Sucede que cuando un pensamiento nace, se estructura, vive de su opuesto, se hace deudor de este y carece de autonomía. Esa dependencia, ese “soy porque eres”, adquiere en nuestros tiempos una preponderancia casi patológica. La primera regla es pensar por uno mismo. La afirmación madura, sólida, consciente de nuestros valores vertebrales, no necesita una erótica de la danza cuando el “DJ” es el pensamiento opuesto. En este escenario hay que danzar con música propia, danza que en verdad es un eco, porque somos cajas de resonancia de la horizontalidad y la verticalidad de las cosas. La segunda regla es saber partir el pan de la meditación, sin proyectar grandes gestas ni empresas quijotescas, porque la autoridad se irradia, no se impone, y no existe mayor eficacia que el uno a uno: cor ad cor loquitur, el corazón habla al corazón decía Newman.
Hace mucho tiempo, más de veinte años quizás, visitando el Centro Cultural Floreal Gorrini de la Avenida Corrientes, en Buenos Aires (un reducto de las izquierdas argentinas), me demoré ante una placa que rezaba: “El camino hacia la utopía requiere de muchas batallas, pero sin duda la más importante es la batalla cultural”. Por aquel entonces aun sufría yo de ese acné beligerante que es enemigo de la táctica. Fueron años de pasión, de formación, pero de esterilidad en la en los frutos de la lucha. Progres y conservadores, izquierdas y derechas son quizás las redes del mismo sistema, cuya misión es enclaustrarnos en las pequeñas parcelas que limitan nuestra vocación.
En unos antiguos cuadernos de formación doctrinal justicialista, encontré un cuadro de dos entradas en el cual, con total clarividencia se exponía lo siguiente:
“No somos hombres de izquierda. El hombre de izquierda desprecia el pasado. Quiere la injusticia por medio de la injusticia. En el mejor de los casos es un soñador, general mente es un resentido. Su virtud es el ardor; su vicio la envidia. De todos modos, por querer ver demasiado, no está a la altura de los tiempos”.
En la misma línea argumental, la otra entrada expresaba lo siguiente:
“No somos hombres de derecha. El hombre de derecha teme al desorden; pero es insensible ante la injusticia. En el mejor de los casos es un aristócrata, generalmente es un egoísta. Su virtud es el pudor; su vicio el fariseísmo. De todos modos, por resistirse a ver, está fuera del tiempo”.
Cuando uno mira hoy el escenario político de esta Argentina rota, encuentra, por un lado, el refrito de un progresismo edulcorado sin más armas que las de su propia derrota y el servilismo miope a los poderes internacionales que dicen combatir. Por otro lado, una derecha hueca y policromática que mixtura en su puchero a liberales y conservadores, a globalistas y folklóricos y, sobre todo, a fetichistas de una libertad sin metafísica. Los progres pretenden ganar la batalla cultural en la reconversión de la semántica, en la acción social y en los recitales. Los liberales conservadores –un oxímoron de estos tiempos- apelan a las redes sociales, al cultivo de la soberbia y a las publicaciones bancadas por algunos ricos con culpa. Ambos se enojan con nosotros cuando nos situamos ajenos a sus dialécticas. Fernando Sánchez Dragó, a quien no pude visitar en Castilfrío de la Sierra porque se me fue un mes antes de mi viaje a España, me dijo una vez: “Escribes muy bien, te falta escandalizar y luego no preocuparte de lo que dicen los otros”. Escandalizar es hacer nombres propios en esta meditación, los evitaré, aunque todos saben a quienes me refiero.
Una vez le preguntaron a Ramón Doll: “¿Por qué lleva usted esa medallita?”, Y Ramón Doll respondió: “Para hacer rabiar a los gansos”. En nuestra batalla cultural, el primer paso es hacer rabiar a los gansos.