En ausencia, de momento, de la aparición de un líder global real, podemos preguntarnos: ¿vamos hacia la creación un Estado y Gobierno mundiales, hacia una sociedad mundial sin Estado o hacia la configuración de una aristocracia o élite global? Quizás, empíricamente hablando, la respuesta adecuada sea ésta última. Autores como Paul Krugman nos hablan del “hombre de Davos”, en referencia a una nueva casta global capaz de diseñar el futuro de las naciones sobre la base de decisiones estratégicas tomadas en foros reducidos y no traslúcidos. Sin desdeñar la masonería como élite internacionalizada, hay infinidad de foros y asociaciones que representan una auténtica aristocracia mundial aunada en redes y encuentros; muchos de ellos son desconocidos por la inmensa mayoría de la población, pero sus determinaciones señalarán el destino de la gran masa globalizada. Sólo por mencionar algunos de estos foros, podemos advertir:
– El Club Bohemian Grove (“Bosque Bohemio”). Cada año, a finales de julio, en California, esta especie de campamento reúne a 1500 de los hombres más poderosos del mundo, especialmente norteamericanos.
– La firma de inversiones de capital privado más importante del mundo: la Carlyle Group (conocida como “el club de los expresidentes”). A ella pertenecen, casi de derecho, los presidentes, expresidentes y ex altos cargos de Estados Unidos. Gracias a su influencia, maneja unos 58.000 millones de dólares en inversiones globales.
– Fathers and sons. En 2003, la revista Forbes publicaba el artículo “Secret Meeting Of Latin American Billionaires”[1], en referencia al club Fathers and sons, dirigido por Carlos Slim. Este foro reúne a los hombres más ricos e influyentes de Hispanoamérica, y en su seno se toman decisiones de altísimo nivel.
– Foro Boao de Asia. Como alternativa al Foro Económico Mundial o al Foro Davos, reúne, igualmente, a hombres tanto o más influyentes que los que se reúnen en Davos, pero a nivel asiático. En ese mismo ámbito geopolítico, podemos encontrar el diálogo Shangri-La o el Mando del Pacífico (PACOM) de la marina norteamericana, que ejerce como poderosísimo lobby a la hora de diseñar el futuro de Asia. Asimismo, para África, el Club de las Islas constituye el centro de relaciones de hombres que diseñan el futuro del continente.
La globalización, por tanto, está suponiendo, más que una democratización, la configuración —o, mejor dicho, consolidación— de una élite mundial. Las élites no suponen algo ajeno a la naturaleza social: ya Wifredo Pareto formuló una rústica pero intuitiva ley, denominada “regla del 80-20”, según la cual el veinte por ciento de la población produce o controla el ochenta por ciento de la riqueza; la tendencia a configurarse minorías dirigentes es algo tan real como contradictorio respecto al propuesto igualitarismo democrático. En análisis recientes, como el de la Universidad de las Naciones Unidas (World Institute for Development Economics Research of the United Nations University, UNU-WIDER), realizado en 2006, se calcula que un 10% de la población posee un 85% de la riqueza, pero un 2% de esta élite acapara el 50% de la riqueza mundial… y, aproximadamente, un 1%, el 40%. Este uno por ciento representa unos 40 millones de personas, y, de entre éstos, unos 9,5 millones tienen más de un millón de dólares en activos financieros. Estaríamos hablando, por tanto, de una auténtica élite global; autores como David Rothskop (El club de los elegidos) han intentado perfilarla: escojamos los altos funcionarios de los 50 países que pueden influir sobre la política de otros países, los altos mandos de los ejércitos más poderosos del mundo, los ejecutivos claves de las 2000 corporaciones más poderosas, las 100 instituciones financieras más importantes y las 500 compañías de inversión global más importantes, y añadamos los intelectuales y artistas más influyentes: todo ello supondrá una élite de unas 6.000 personas, aproximadamente; bajo ellos, unos 100.000 altos ejecutivos y técnicos, no menos importantes. La conclusión cuantitativa sería contundente. Hay un miembro de esta élite por cada millón de habitantes.
Uno de los argumentos más tontos, pero eficaces contra la democracia, es que no todo el mundo puede aspirar a presentarse a ocupar un alto cargo político si no tiene unos recursos altos. Por ejemplo, para presentarse como candidato a la presidencia de Estados Unidos, el candidato debe reunir (para ser mínimamente competitivo) una cantidad de 100 millones de dólares; por ello, cualquiera parte ya con deudas contraídas con todos sus benefactores, llegándose, a veces, hasta el paroxismo: el magnate estadounidense de los medios de comunicación, el israelí Haim Saban, ha contribuido en los últimos cinco años con más de 13 millones de dólares a las campañas de los dos dos partidos dominantes; evidentemente, ha infringido la ley de financiación de campañas, que sólo permite donativos personales por valor de 2300 dólares en las primarias, y la misma cantidad en las elecciones.
La madre de todas las democracias, Estados Unidos, cuenta con el siguiente perfil socioeconómico de sus representantes: un 40 por ciento de los miembros del senado son millonarios, y 123 de los 435 miembros de la Cámara de representantes… también. En 2004, el coste medio de un escaño en el Senado era de 7 mill. de dólares, mientras que uno en el Congreso alcanzaba el millón[2]. Para costearse los gastos de la reelección, en 1996, Bill Clinton ofrecía los siguientes servicios y tarifas: café en la Casa Blanca con el presidente y algunos altos funcionarios: 50.000 dólares; pasar un día entero en la Casa Blanca, disfrutando las instalaciones: 250.000 dólares; etc. Por una cantidad desconocida hasta ahora, el donante podía pasar la noche en el dormitorio Lincoln de la Casa Blanca.
No sólo algunos políticos se erigen en élite social: el mundo financiero tiene su propia ley de oligarquización. En el mundo hay unas 1500 empresas que facturan, anualmente, más de 5.000 millones de dólares; las 250 compañías más poderosas del planeta facturan unos 15 billones de dólares, cantidad que representa un tercio del PIB mundial (unos 47 billones de dólares). Sólo el PIB anual de Estados Unidos y de Europa supone un poco más de 13 billones de dólares por cada uno. De estas 250, la facturación de las cinco primeras se sitúa en 1,5 billones —una cifra superior al PIB anual de todas las naciones, a excepción de los siete países más ricos del mundo—. Entre las grandes corporaciones transnacionales, destaca el sector de los medios de comunicación; ellas fueron las primeras en globalizarse, fusionarse e instituirse como un poder equiparable a los Estados modernos. Se cumple, esta vez sí, lo que afirma Manuel Castells: “El poder se ejerce mediante la coacción (o la posibilidad de ejercerla) y/o mediante la construcción de significado, partiendo de los discursos a través de los cuales los actores sociales guían sus acciones”[3]. De ahí que, una vez constituidos los medios globales, sea fácil crear unos imaginarios que modulan los deseos, aspiraciones e interpretaciones de millones de personas.
[1] “Maybe a cabal of billionaires really does secretly run the world after all. Beginning last night, some 30 of Latin America’s biggest businessmen–many with their sons or nephews in tow–convened in Mexico City for a three-day gabfest hosted by Carlos Slim Helú, Latin America’s richest man. Among the guest list are eight members of Forbes’ billionaires list and nine former members of the list, according to a preliminary program scheduled obtained by Forbes.com.” Kerry A. Dolan, 23 de mayo de 2003, en Forbes.com.
[2] Manuel Castells, Comunicación y poder, Alianza, Madrid, 2009, p. 290.
[3] Manuel Castells, o.c., p. 33.