Homo cosmopoliticus. Adam Smith y la subjetividad globalista

Homo cosmopoliticus. Adam Smith y la subjetividad globalista. Diego Fusaro

 

“El poseedor del capital es propiamente un ciudadano del mundo”.

(Adam Smith, La riqueza de las naciones)

 

La pervertida universalidad del mundialismo puede considerarse cumplida en la verificación de la lógica ya esbozada por Smith en La riqueza de las naciones:

“El poseedor del capital es propiamente un ciudadano del mundo y no está necesariamente vinculado a ningún país en particular. Estaría dispuesto a abandonar el país donde ha estado expuesto a una investigación vejatoria para la aplicación de un impuesto gravoso y transferiría sus fondos a algún otro país en el que poder desarrollar su actividad o disfrutar a sus anchas de su riqueza”.

Dando continuidad a la tesis de Smith, va de suyo que la Derecha liberal del Dinero sea cosmopolita y vocacionalmente no border. El capital es, por su esencia, apátrida y desterritorializado (“no está necesariamente ligado a ningún país en particular”).

Además, si nos aventuramos más allá de Smith, se funda sobre la reducción del mundo entero a su «patria» de referencia: es cosmopolita precisamente porque, para realizarse en forma “ab-soluta”, debe neutralizar las barreras nacionales y saturar el globo, reduciéndolo a un plano liso para el desplazamiento omnidireccional de los flujos de las mercancias y las personas mercadizadas, de los capitales especulativos y los deseos de consumo.

El poseedor del capital es, por tanto, «propiamente un ciudadano del mundo», libre de desplazarse y circular para «poder desarrollar su actividad o disfrutar a sus anchas de su riqueza». Y esto, como es evidente, conforme a esa lógica del beneficio que, si durante un período histórico coincidió con el espacio del nacionalismo imperialista, hoy encuentra su propio ubi consistam en la desnacionalización y en la apertura de toda frontera material e inmaterial.

Desde este punto de vista, el homo cosmopoliticus parece ser el producto más genuino de esa antropología cosmomercadista y de ese desarraigo que lleva inscrito en su código originario, frente al cual sigue siendo en gran medida válido el teorema de De Maistre, según el cual nunca encontramos al “hombre” qua talis, sino siempre al francés, al italiano o al ruso (y desde Montesquieu – añadía irónicamente De Maistre – aprendimos que también existe el persa).

Una vez más, la Izquierda de la Costumbre, atrapada en la «fase ptolemaica», se engaña pensando que lucha contra el poder, cuando en realidad lo sostiene, defendiendo plenamente sus intereses e interviniendo contra cualquier proyecto de emancipación de los oprimidos respecto de la auri sacra fames del turbocapital.

Combate la idea misma del arraigo nacional, confundiéndola con su perniciosa y peligrosa deriva que fue el nacionalismo capitalista, sin percatarse de que hoy ha sido completamente superado por la nueva globocracia no border, que es la primera en emplear la retórica antinacionalista para demonizar, no ya el imperialismo nacionalista que durante un tiempo apoyó, sino la idea misma de Nación y, con ella, de lo nacional-popular gramsciano como base de resistencia cultural, identitaria, política y social de los oprimidos frente al cosmopolitismo de mercado intrínsecamente no democrático.

En este escenario aflora, con nítidos trazos, la incompatibilidad estructural del cosmopolitismo capitalista con el internacionalismo proletario o, más genéricamente, de las clases hoy dominadas. El internacionalismo implica un nexo de solidaridad socialista inter nationes y, por consiguiente, lo contrario de la aniquilación cosmopolita de las naciones llevada a cabo por el global-capitalismo siguiendo el teorema de Smith y, si se quiere, según la perspectiva cosmopolítica del comunismo de Trotsky, tal y como la deconstruye Gramsci en los Cuadernos de la cárcel.

El internacionalismo del Siervo nacional-popular no coincide, pues, ni con el nacionalismo conquistador de la derecha histórica (que fue función expresiva del capitalismo imperialista en su fase dialéctica), ni con el cosmopolitismo capitalista del mercado desoberanizado y post-nacional (que es el proyecto defendido en nuestros días estructuralmente por la Derecha liberal del Dinero y superestructuralmente por la Izquierda libertaria de la Costumbre).

De cuanto se ha expuesto se infiere nuevamente que, para romper el yugo del Glebalismo liberal, ante todo debemos deconstruir la hegemonía del pensamiento único que santifica la relación de poder realmente dada. En particular, es necesario desmantelar la arquitectura ideológica de la Izquierda fucsia de la Costumbre, que legitima superestructuralmente la estructura del dominio de la Derecha financiera del Dinero.

El fraude ideológico de la derecha nacionalista -si todavía se pretende utilizar, con fines heurísticos, la obsoleta y, en realidad, “inservible” dicotomía derecha e izquierda– reside en presentar cierto soberanismo autoritario y no democrático como si fuera la oposición real al cosmopolitismo capitalista, que es justamente su otra cara (rectius, la culminación).

La impostura de las izquierdas fucsia y arcoíris consiste, en cambio, en hacer pasar de contrabando como internacionalismo socialista lo que, en rigor, es el cosmopolitismo liberal, es decir, el ámbito del conflicto favorable al Señor competitivista.

Con una actitud que siempre oscila entre la incomprensión de la relación de poder y su legitimación activa, la izquierda fucsia cree subrepticiamente – y aquí está el núcleo de su error – que «el contraste del cosmopolitismo implica un repudio del internacionalismo»; por el contrario, es el internacionalismo socialista el que lleva implícito un firme rechazo tanto del nacionalismo imperialista como del cosmopolitismo liberal. No puede existir internacionalismo socialista en ausencia de Estados nacionales que se reconozcan mutuamente como libres y hermanos.

Por cierto, fue el Tratado de Maastricht de 1992 el que certificó la reconocida «conversión de los comunistas italianos al neoliberalismo». En aquella ocasión, se forjó la forma mentis definitiva e integralmente cosmopolita de la izquierda market-friendly, ahora convencida de que cualquier oposición al mundialismo no border ya no era la posible defensa de las clases dominadas contra la ofensiva del mercado unificado sin fronteras, sino la vía del cierre identitario y regresivo, que necesariamente debería combinarse con el cuadrante derechista de la política.

Indudablemente Bobbio tenía razón cuando, en su exitoso ensayo Derecha e izquierda, señaló el «gran problema de la desigualdad entre los hombres y los pueblos» como el nudo sin resolver en el mundo post-1989. Sin embargo, este diagnóstico impecable coexistía, en las páginas de Bobbio, con la irreal identificación ideal-típica de la izquierda con la defensa de aquella igualdad, respecto de la cual la new left realmente existente, convertida al cosmopolitismo liberal, ya se había despedido de manera evidente desde hacía tiempo.

Si históricamente la izquierda -como también admitió Bobbio- se basaba en la conexión entre libertad e igualdad y utilizó la acción del Estado como instrumento de acción sobre la realidad con vistas a implementar ese fin, ¿cómo podría todavía llamarse “izquierda” la new left post-marxista, que a las cuestiones de la igualdad y de los derechos laborales había ahora antepuesto la liberalización individualista y los derechos arcoíris del individuo consumidor; Que a la lucha por la igualdad y la libertad de los pueblos colonizados había preferido el apoyo incondicional al intervencionismo abstractamente humanitario y concretamente imperialista de la talasocracia del dólar; Y que, incluso, antes que el poder eticizante del Estado como medio para alcanzar la igualdad había elegido adherirse a la globalización desoberanizadora que es el medio que garantiza la hegemonía siempre creciente de la clase dominante?

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