En su libro Nietzsche y el poder del instinto (EAS, 2023), Roberto Magliano expone con claridad y amenidad el fondo del debate que determinó la ruptura entre el filósofo y su gran amigo —y hasta cierto punto compañero en ideario— Wagner. Se trata de una polémica esclarecedora sobre el papel de la ideología en el avance cultural y sus posibilidades de incidir realmente en la episteme compartida y, consecuentemente, en la vida de los pueblos. Resumiendo: con motivo de la inauguración en 1876 del teatro de Bayreuht, dedicado a la representación de las obras de Wagner, Nietzsche consideró llegada la gran oportunidad —histórica— de renovación de la cultura alemana e incluso de la europea occidental; veía en aquel solemne teatro, monotemizado en torno a las grandes óperas de Wagner, un elemento reintegrador de toda la grandeza europea desde los homéricos aqueos hasta el presente; y al mismo tiempo concebía aquel espacio como un centro destinado al alto pensamiento, los ideales inmortales de la gran Europa clásica y pagana, irradiador de aquellos tesoros culturales desde las élites que frecuentaban el auditorio hasta la médula del mismo pueblo alemán, ayuno de destacados principios y necesitado de una gran tarea nacional vertebrada en torno al saber, la verdad y la belleza. Wagner tenía otros planes, sin embargo. Para el compositor, el teatro recién inaugurado era un centro de producción cultural de primer nivel, cierto, pero también era —cabe decir: sobre todo era— una oportunidad agraciada y generosa de ganarse la vida estupendamente, ahí es nada: un teatro mausoleico al que acudían príncipes y monarcas, grandes empresarios y lo más florido y boyante de las artes, las letras, la industria y la política de la época. Cuando Nietzsche se dio cuenta del sesgo comercial que tomaba aquel ingenio, ya era tarde: el teatro de Bayreuht se había convertido en un “local dedicado al esparcimiento”, según lamentaba el filósofo en una de las cartas enviadas al músico, en pleno fragor de la discusión. Wagner no se apeó de su postura, digamos, pragmática. Entre servir de puente transmisor de la excelsa cultura clásica —tanto grecolatina como alemana— para generar extraordinarios ideales patrios o conformarse con ganar un dineral entreteniendo a la nobleza y la burguesía de la época, no tuvo dudas. Le costó su amistad con Nietzsche pero las penas con pan son menos.
Esta ruptura entre dos grandes mentes creadoras, de las más destacadas del siglo XIX alemán y desde luego europeo, adquiere un significado definitivo cuando observamos la función real de las ideologías en el presente contemporáneo. Si hay una ley que se cumple de manera implacable, porque no puede ser de otra manera, es que las ideologías, por muy rupturistas y disruptivas que sean, por muy novedosas que parezcan, por muy revolucionarias que se postulen, tarde o temprano acaban siendo digeridas por el sistema y convertidas en elementos de adorno, todo bajo el panorama fluctuante en sus formas e inalterable en el fondo de dominación de unas clases sobre otras.
Toda ideología es asumible, absolutamente toda, porque las ideologías dominantes en las sociedades son siempre las de las clases dominantes. Piensen ustedes en esta evidencia cuando disfruten de la publicidad de los bancos, las compañías de seguros, las dedicadas a la explotación de la energía y la electricidad, las inmobiliarias, los grandes consorcios de distribución que monopolizan el comercio de alimentos en el planeta, etc, etc; y no digamos los gigantescos oligopolios de la comunicación y la tecnología informática. El espectador poco avispado se sorprende de que estos monstruos de la economía mundial repliquen en los mensajes que lanzan al consumidor toda la farfolla igualitarista, feminista, globalista, interracial, gayfriendly y victimaria con que la izquierda puberal, a falta de mejores argumentos, ha refundado su discurso desde hace un par de décadas. Nada habría por lo que asombrarse, sin embargo: cuando la ideología pierde capacidad de aglutinamiento de voluntades con propósito intempestivo, se convierte en propaganda de lo establecido. Y, seamos realistas, lo ideológico como factor de ruptura dura lo que un verano en Finlandia: a partir del 1 de septiembre cualquier ideología se transforma en anuncios de las cajas de ahorros.
Lo que no es tanto extrañar, por tanto, es que los movimientos con genuina vocación transformadora de las sociedades siempre se hayan mostrado recelosos ante lo ideológico y lo político; que el “apoliticismo” sea marca de muchas de estas contestaciones a lo establecido y que el populismo de lo pragmático, de los hechos y de la negación de utopías en favor de mejoras reales en el presente concreto haya ganado peso en occidente durante los últimos años. Un ejemplo de ello serían los gobiernos de Polonia y Hungría —no los únicos—, o el caso de Milei en Argentina, un político recién llegado que habla muy poco de valores, principios y otras mieles del espíritu y habla muchísimo de economía. No sabemos si ese será el camino dentro de un tiempo, si los políticos y demás gestores de lo público volverán a hablar del IPC, el precio de la gasolina y la subida de los vencimientos hipotecarios; de momento andan a tope instalados en sus discursos de siempre sobre la igualdad, la solidaridad y la virtud de la pobreza, unos territorios donde la izquierda tiene ganada la porfía de antemano porque desigualdades e injusticias va a haber siempre; y pobreza, por el camino que llevamos, más que nunca.
Nietzsche auguraba el fin del espíritu gregario y el advenimiento de la era del individuo excepcional. Muy fino no estuvo. En descargo de su error de cálculo hay que señalar que en sus tiempos no existía internet ni la selección española de fútbol femenino había ganado un mundial. Y hay que decir también que el esmerado filósofo siempre trabajó con elementos ideales que había en su cabeza, naturalmente: con ideología. Desde ese punto de vista —algo incierto pero punto de vista al cabo—, ha triunfado sin paliativos: muchísimos gregarios arrebañados han leído a Nietzsche y están convencidos de ser, por supuesto, individuos excepcionales. Y así va el tema, por el momento.