Publicamos el trigésimo trabajo perteneciente al II concurso de relatos “Una carta a un hijo” organizado por la escritora y farmacéutica, Esperanza Ruiz Adsuar, en colaboración con Posmodernia y las Bodegas Matsu perteneciente a la Denominación de Origen Toro. Dicho concurso durará hasta el próximo 31 de octubre de 2020. Bases para la participación en el concurso
Título: Helado
Pseudónimo: Tóler
Querida hija:
Ni siquiera sé por dónde empezar. Hace tanto que no hablamos. Siempre pensé que cuando fueras creciendo, al final, acabarías entendiendo que, a veces, el amor, puede provocarnos sufrimiento; porque ningún médico puede salvar una vida sin antes usar el bisturí. Pero es posible que yo, en ocasiones, no haya sabido usar la anestesia correcta.
¿Sabes esa frase de «me duele más a mí que a ti» que te decía cuando eras pequeña? Era cierta. Siempre. Cada vez. Pero es que, reconócelo, tú eras un trasto. Sólo a ti se te podría ocurrir meter un huevo en la lavadora porque «ahí dentro hay agua caliente y seguro que se pone duro antes», ¿lo recuerdas? Ahora nos reímos, pero el disgusto que se llevó tu madre cuando fue a sacar la ropa de allí y vio que olía a yema de huevo frito y que todo estaba extrañamente tieso… Hasta que encontró las cáscaras que te delataron. Te tuvimos una semana sin helado, con lo que te gustaba. Y a mí me remordía la conciencia cuando tu madre y yo lo comíamos y tú nos mirabas con esos ojitos tuyos que ponías, como para dar pena. Más de una vez quise darte, aunque hubiese sido una cucharadita del mío, pero tu madre me vigilaba. Supongo que tú y tus hermanos, la parte buena, la habéis heredado de ella. Lo trasto, reconozco que es mío. Pero a partir de ahí dejaste tranquilos los huevos de la nevera, y la lavadora te producía cierto odio porque había sido la delatora que te dejó sin tu postre favorito.
Yo también fui joven, y tuve tu edad, y les grité a mis padres alguna vez que los odiaba porque no me dejaban hacer lo que yo quería. Ellos sabían que eran gritos nacidos de la frustración, no del rencor. Igual que los tuyos. Siempre teníamos claro que no nos odiabas, por más alto que lo gritaras o por más fuerte que cerraras la puerta de tu cuarto cuando salías del salón corriendo. Reconócelo, hija: siempre has sido muy peliculera, como tu padre. Tal vez tendríamos que haber visto más pelis de aventuras y menos de adolescentes cuando eras pequeña pero, ¿te acuerdas qué bien lo pasábamos? Con nuestras palomitas, los refrescos, los pijamas, ese tan hortero que todavía me pongo a veces y que a ti tanta gracia te hacía… «Papá», me decías, «ese pijama no es de padres». Y mamá te seguía la corriente, y os metíais conmigo, y me decíais que no iba a crecer nunca, y yo os respondía que dejé de crecer en octavo de EGB y que me seguían estando bien las camisas de entonces. Y para demostrarlo me iba al dormitorio y aparecía con esa camisa de sombrillas y neveras que solía ponerme en mis fiestas del instituto. Seguro que la recuerdas; esa que no me cerraba pero que seguía guardando porque «en algún momento me volverá a estar bien y me la pondré para salir». Cómo os reíais las dos. Y estoy seguro, a pesar de todo, de que ahora mismo, leyendo estas palabras, estás sonriendo, porque recuerdas que tu padre, lejos de querer que le odies, siempre ha querido que seas feliz. Siempre ha querido verte sonriendo, riéndote a carcajadas. Porque cuando te ríes a carcajadas es como cuando, después de la tormenta, vuelven a cantar los pájaros, felices de poder salir de nuevo de sus refugios y navegar el aire, que es para lo que fueron creados. Tú siempre serás para mí eso, un pajarillo deseando salir después de la lluvia.
Yo siempre he sido un blando, lo sabes, a la hora de castigarte. Es mamá la que se pone seria, porque ella es la que mantiene la cordura y las cosas en su sitio; porque sabe lo que es mejor para todos, incluso para mí; y siempre lo sabrá. Y tú te irás dando cuenta con el paso del tiempo.
Hace tiempo que no hablamos, porque de repente te hiciste mayor y yo no me di cuenta. ¿Ves? Se me escapan las cosas importantes y es mamá la que me lo recuerda; eso es lo que siempre ha intentado contigo cuando te castigaba: hacer que te detuvieses, que pensaras, y decidieras si ibas por el camino correcto, por ti misma. Sabes que ella te quiere tanto o más que yo, si eso es posible; que moriría por que no perdieses nunca tu sonrisa; porque siguieses empapándonos de agua al estallar de risa mientras bebes cuando estamos comiendo y cuento uno de esos chistes malísimos que tanto te gustan. Sí, sé que ahora mismo estás sonriendo de nuevo al recordar cómo nos pusiste hace tres noches, en la cena. Y sí, lo sé: el chiste era muy malo. Pero nos reímos. ¿Sabes que a tu madre le encanta oírte reír? Más que nada en el mundo. Por eso le duele tanto, nos duele, cuando le gritas; cuando le dices que no es justo, que ya eres mayor, que quieres irte de casa…
Pero todavía tienes trece años y, reconócelo, ahora que ya estarás más tranquila: tus notas no estaban demasiado bien esta vez. Por esa mamá te castigó sin tele ni ordenador. Y sé que lo sabes, porque eres tan lista como ella. Tus gritos sólo fueron un momento de frustración y ya los hemos olvidado, aunque sigas castigada. De todas formas, intentaré que mamá rebaje el castigo, pero no te prometo nada. Tú debes poner de tu parte y estudiar para que tus notas mejoren. No te pido que seas Einstein, aunque si puedes serlo, ¿por qué no? Ya sabes que yo nunca fui un genio, pero tú eres lista y yo no. Y sigo estando aquí para que me cuentes cualquier cosa, ya lo sabes.
Una última cosa: te dejaré un poco de helado en el frigorífico, tras los yogures, pero que no se entere tu madre, ¿vale?
Ya sabes que te quiero, que te querremos, siempre.
Papá.