Publicamos el trigésimo séptimo trabajo perteneciente al II concurso de relatos “Una carta a un hijo” organizado por la escritora y farmacéutica, Esperanza Ruiz Adsuar, en colaboración con Posmodernia y las Bodegas Matsu perteneciente a la Denominación de Origen Toro. La participación en dicho concurso terminó el pasado 31 de octubre de 2020. Bases para la participación en el concurso
Título: Una breve mirada
Pseudónimo: Caronte
Queridísima hija:
Sé que nunca leerás esta carta, al igual que quien ora, salvo en rarísimas excepciones, es consciente de que su mensaje jamás llegará al destinatario, y no por ello su oración es menos sincera.
Si lo prefieres, tómalo como una confesión. Cuando nos confesamos y fingimos pedir el perdón de Dios, en realidad estamos intentando perdonarnos a nosotros mismos por todo cuanto sabemos que hicimos mal, y la verdadera penitencia es el propio acto de la confesión, el reconocimiento y asunción de nuestra falibilidad como parte de la condición humana. Debido a ello, la confesión es el sacramento más auténtico, aquel al que nos entregamos y asumimos con menos reparos.
Por alguna extraña razón, uno espera que los hijos sean reproducciones en miniatura de los padres, por más que, apenas comienzan a crecer, nos demuestran cuán equivocados estábamos. Desde que el ginecólogo nos mostró la primera ecografía y tú no eras más que un borrón algo más oscuro en medio de un montón de puntos borrosos (ya lo ves, otro acto de fe para un ateo confeso), en mi bendita ingenuidad te concebí como una forma de recuperar los diez y ocho años de tu madre que me había robado el hecho de haber nacido en ciudades diferentes, y soñaba con el momento de poder sostener tu pequeño cuerpo en mis brazos.
Dicen que no existe el amor a primera vista, incluso algún científico desalmado se ha atrevido a definir el amor como una mezcla de dopamina, serotonina y oxitocina cuyas proporciones ha sido incapaz de determinar, si bien, desde el primer momento en el que vi a tu madre, sentada dos filas por delante de mí en la clase de álgebra, supe que iba a ser el amor de mi vida.
Te hubiera encantado conocer a tu madre. No era especialmente guapa, ni siquiera era la más hermosa de las pocas chicas que se habían atrevido a cursar el primer curso de ingeniería, si bien poseía una cualidad intangible que hacía que los colores pareciesen un poco más vivos y el mundo un poco más amable cuando sonreía.
No pude parar de mirarla durante toda la clase, ni me enteré de ninguna de las abstrusas fórmulas que la profesora garrapateaba en la pizarra. Gracias a ese instinto atávico que nos permite percatarnos de cuando somos objeto de atención, tu madre fue consciente de mi arrobamiento y se volvió disimuladamente para mirarme de reojo en media docena de ocasiones a lo largo de las dos horas de arcana perorata.
La abordé con torpeza en el descanso; apenas pude balbucear un saludo, preguntar su nombre y proclamar el mío, pero me obsequió con una de sus maravillosas sonrisas y me hizo experimentar algo parecido a lo que siente un marinero de altura cuando acaba de desembarcar.
Desde ese momento y mientras vivió, no volvimos a separarnos. Por supuesto que vivíamos en sitios diferentes, y debíamos pasar las vacaciones con la familia en ciudades separadas, pero su presencia no era un acto físico, sino algo diferente, que trascendía el espacio y el tiempo. Sin duda, te resultará graciosa esa forma tan extraña de explicarme y esta suerte de misticismo en una persona tan pragmática y poco espiritual como yo, pero no sé hacerlo de otro modo.
Decir que tu madre era mi alma gemela es poco, y en aquellos tiempos yo estaba sinceramente convencido que el único propósito de que el sol saliese cada mañana era verla a ella de nuevo. Por supuesto que tuvimos nuestras discusiones y desencuentros, si bien nunca pasaron de eso y, a su modo, formaban parte del encanto que tenía compartir la vida con ella.
Mis amigos dicen que he idealizado su recuerdo y puede que sea cierto. Nada embellece tanto como la ausencia y la añoranza, aunque no soy capaz de evocar un solo día pasado con ella del que me arrepienta.
Por todo lo que te he contado, resultaba inevitable que nos casásemos apenas terminamos ambos la carrera, encontramos trabajo y pudimos permitirnos independizarnos. Tan ineludible como que sólo unos meses después aparecieses tú en forma de una oscura mancha sobre una impresión en blanco y negro del ecógrafo.
Podría decir que ese fue el día más feliz de mi vida, si es que es posible distinguir un día mejor que otro en una existencia colmada de dicha, pero puedo sostenerlo sin temor a mentir. Igual que puedo afirmar que el día más triste fue el de tu nacimiento, la fecha infausta que me arrebató a ti y a tu madre.
Los sanitarios y familiares no me querían dejar verte, pero tuvieron que ceder ante mi insistencia. Apenas pude contemplarte un instante, y aún tenías ese rostro abotargado y un poco indefinido de los neonatos, pero me bastó ese somero vistazo para convencerme de que hubieras sido igual de especial que tu madre.
De esto hace ya tres años. Te escribo porque me lo ha mandado hacer mi psicólogo, esta suerte de nuevos confesores que hablan con tanto aplomo sobre todo cuanto desconocen, y me lo ha impuesto como penitencia. Dice que sólo así podré soltar lastre, como si tú y tu madre fueseis un peso muerto.
En fin, me despido ya, y lo hago sin pena, porque sé que es una despedida formal y de mentirijillas.
Siempre tuyo, tu padre que te quiere.