Infancia en España, una actividad de alto riesgo

Infancia en España, una actividad de alto riesgo. José Vicente Pascual

Los niños en España, para empezar su calvario, nada más ser concebidos se enfrentan a la primera criba: ser o no ser. Las estadísticas dicen que tienen sólo relativas posibilidades de culminar su trayecto embrionario y aparecer felizmente en este mundo. En el año 2024 nacieron 322.034 nuevos españoles, y se practicaron con cargo a la sanidad pública 103.097 interrupciones voluntarias de embarazo. O sea que uno de cada cuatro proyectos de ser humano no llegará a concretarse. Si se mira desde el punto de vista de la supervivencia, no son malos números. Los embriones españoles tienen las mismas probabilidades de llegar a ser personas que los soldados que participaron en el desembarco de Normandía, en la batalla de Stalingrado o en la última guerra de Siria, y unas pocas menos, es verdad, que los defensores de las Termópilas. Las cuentas en bruto pueden parecer escandalosas, un ejemplo sangrante de los niveles de pauperismo moral, miseria material y desfachatez político-sanitaria a los que ha llegado nuestra querida patria. Pero como este artículo intenta transmitir optimismo y alejarse de ideas negativas, dejemos los datos en su puro valor incidental. Un embarazo malogrado de cada cuatro es tragedia pero no catástrofe. Es una fatalidad, digamos en lenguaje neoprogre, sostenible.

Pero no acaban ahí ni mucho menos las adversidades a las que tendrán que enfrentarse nuestros recién nacidos. Considerando que serán alumbrados en un país de adictos, donde hasta el presidente del gobierno se pone ciego de vez en cuando, tendrán que sortear algunas dificultades añadidas; por ejemplo, que sus padres —y madres— se dediquen a entretenimientos como la farlopa, el tráfico a pequeña escala de hierbas fumables, el pastilleo, el papel aluminio sazonado y conocido popularmente como «chino», el crack, el fentanilo bueno y barato, las risas, los hipnóticos y psicotrópicos y las copichuelas. Fatales coordenadas para la infancia, pues, de entre los menores que las padezcan, algunos —muy pocos— serán asesinados, otros también pocos encontrarán la muerte arrojados a un contenedor de la basura, a otros también pocos los olvidarán sus progenitores en el interior del coche y a cincuenta grados de temperatura, incluso puede sucederles que los vendan a redes de explotación de la infancia —sin entrar en detalles, no nos pongamos desagradables—. Duros obstáculos. Bastante infrecuentes gracias a Dios, aunque siempre dan que pensar.

Si consiguen pasar del jardín de infancia sin que un cuidador o cuidadora dementes los estrangule o les haga fotos para subirlas a páginas de pederastas en internet, llegarán nuestros niños a la educación primaria. Y será ahí mismo, con los pañales recién quitados, donde empezará el grueso de sus desventuras. Tarde o temprano, fatídicamente, caerán en manos de educadores muy partidarios de sexualizar a la infancia desde primera hora, les meterán en sus cabecitas la convicción de que no son niños o niñas sino una indeterminación sexual en espera de manifestarse libremente. No les enseñarán por qué provincias pasa el Guadiana, cuál es la capital de Afganistán y en qué consiste el teorema de Pitágoras, pero sabrán enseguida que hay treinta y tres géneros, pasarán agradables ratos dibujando y pintando carteles lgtbi+ y recibirán importantes charlas educativas sobre los valores universales del orgullo gay —bueno, del «orgullo» sin gay, no hay que dejar de lado a los demás colectivos—. Soportarán programas educativos en los que se les inculcarán sentimientos de culpa histórica porque su nación descubrió y conquistó América, les enseñarán que la familia es una estructura de poder al servicio del patriarcado y que en la escuela laica deben permanecer ausentes todas las religiones, si bien no está mal defender el derecho de sus compañeras musulmanas a llevar pañuelo y, desde luego, tampoco está de más recibir ocasionales lecciones sobre el islam, una religión pacífica y palestina como la bandera que lucirá en el patio de recreo. Continuarán adelante a pesar de una ministra de iualdad que mantuvo —y mantiene a voz en grito—, que «los niños, las niñas y les niñes tienen derecho a mantener relaciones sexuales con quien les apetezca»; y no faltará quien les sugiera que, una vez refutada la familia, el incesto es un tabú sin sentido, por lo que cualquier menor, si se le antoja, puede acostarse con su mamá o su papá —teorías de Shulamith Firestone y Simone de Beauvoir, muy apreciadas por el feminismo pornográfico al que se adhieren sin fisuras nuestras ministras progres del ramo y, por supuesto, los adoctrinadores vocacionales en las aulas—. Y en fin, tampoco nos pongamos apocalípticos, que el curso escolar no dura todo el año. Por suerte, hay vacaciones.

En el período veraniego, las probabilidades de asistir a un campamento infantil/juvenil inclusivo, feminista, resiliente y de concienciación no-binaria son bastante bajas. Fuera alarmismos. Respiren tranquilos los padres de las criaturas y, sobre todo, las mismísimas criaturas. La mayoría de los niños españoles tienen razonable perspectiva de que los dejen en paz durante el verano. Que les dejen ser niños de una puñetera vez, aunque sea por dos meses: salir al aire libre, ir a la playa, jugar con la arena, bañarse en el río, meter bulla en la calle y, en fin, las cosas que hacen los niños, sin que les vaya detrás un perturbado de la cabeza intentando «mariconizarles», como el pirado Aner Peritz, monitor-organizador del campamento de Berneo del que tanto se ha hablado estos últimos días; hablamos de un pervertido que al día de hoy sigue en su casa tranquilamente y a pesar de las investigaciones de la Ertzaintza sobre sus actividades sado-pedófilas en el célebre centro vacacional para niños.

Sin embargo… Ay… Va decayendo el tono optimista de estas líneas, a mi pesar. Porque quizás algunos críos sí tengan la desgracia de caer en uno de esos campos de adiestramiento «desheterosexualizador», tal cual aboga el referido Peritz. En ese caso volveríamos a la agresión psicológica y, seguramente, física: cocineros desnudos mientras cocinan, bailes alrededor de la hoguera con idéntica vestimenta, duchas unisex obligatorias, alcohol, botellón  y marihuana, chupada de dedo del pie para suplicar merienda, besos de buenas noches igualmente obligatorios, tocamientos preceptivos, abusos… Aunque eso no sería lo peor, claro. Lo malo, lo nefasto, lo definitivo sería que esos pobres niños fuesen hijos de unos padres abertzales depravados, como esos 137 fumetas —de nuevo abertzales, por si había dudas—, que reivindican el trabajo que aquella gallofa indecente, los encargados veraniegos de roer las mentes de sus retoños y convertirlos en buenos esclavos sexuales, supervivientes agónicos del basural y con más traumas encima que Marco y Heidi juntos. Así adiestrados, debidamente «mariconizados», tal cual, piensan hacerlos felices e integrarlos en la sociedad pornovasca que estos majaderos consideran paraíso vernáculo. Así se expresaban tras conocerse las investigaciones policiales sobre la acampada, en un comunicado redactado exclusivamente en euskera, como es natural, pues todo el mundo sabe que el euskera es idioma oficial en toda distopía que se precie: «Gracias por convertir momentos básicos de la vida (comidas, higiene y descanso) en un espacio político. Y gracias por dejar claro que el cuerpo de cada persona es un espacio político».

Si a un niño, niña o como quiera llamarse le toca un padre de esos: ¿qué hará? O desnaturalizarse o dejarse flequillo al hachazo, no hay más alternativas. Si un niño o niña o como quiera llamarse, llegada la adolescencia, ha conseguido superar todos los obstáculos que los adultos han puesto democráticamente en su camino, desde la superior cultura de la muerte, desde la grimosa doctrina feminasta sobre el sexo infantil y sus beneficios, desde la teoría sádico-patriótica de la «mariconización» de «vuestros hijos, porque nosotros, por lo general, no los tenemos»; si ha conseguido el chaval o la chavala o como quiera llamarse sobreponerse a toda esa mugre, ¿qué será de esa criatura? ¿Cómo estarán esas cabezas tras el espantoso camino? Miedo da pensarlo. Y pensarlo en un país como el nuestro, lleno de gente como aquella, da más miedo todavía. Lo dicho, ser niño, niña o niñe en España es una dedicación más peligrosa que llamarse Regan, vivir en Wasington y necesitar un exorcismo.

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