El llamado (mal llamado) lenguaje inclusivo, como todas las lenguas inventadas y sin más fundamento social/histórico que la voluntad zascandil de sus ingenieros, va camino de desactivarse a sí mismo y auto-demostrarse su inutilidad. Como el esperanto universal, como el klingon de Marc Okrand o el alto valirio de Juego de Tronos, va a llegar tan lejos como estén dispuestos sus incondicionales a seguir manteniendo el juego y la impostura. Como las palabras y expresiones de moda que enseguida se vuelven carrozas, como los chistes viejos, las verdades del barquero y los refranes de la gente anciana, aquel idioma que en sus inicios pudo tener algo de llamativo y otro tanto de disruptivo (dentro de un orden), ha sido poco a poco asimilado en el discurso corriente sobre la realidad de lo cotidiano, perdiendo todo su sentido y viendo disuelta su propuesta de renombrar el mundo desde perspectivas distintas y con intenciones renovadoras.
Hoy, decir “todos y todas” es tan importante y tan profundo y nos informa tanto sobre el compromiso ético del/la parlante como el tradicional “señoras y señores” de toda la vida. Entre otras razones porque hoy, en la rigurosa actualidad que ya ha trascendido a la intención candorosa de lo inclusivo, la misma inclusividad no tiene fondo del que reclamarse: ya no se sabe qué es lo que se incluye; “todos” no incluye sólo al género masculino, y sucede lo mismo con el “todas”. Recurrir al “todes”, naturalmente, nos devuelve al territorio de lo ridículamente incorrecto y a la imprecisión de los supuestos conceptos que, de tan amplios y tan amparadores de la diversidad, no alcanzan a nadie ni protegen a nadie en concreto.
Cuando las palabras nacen de conceptos caprichosos o arbitrariedades ideológicas, por muy teorizado que esté el asunto, pierden con rapidez su sustancia conceptual y su potencia comunicativa. En un mundo donde todo está “visibilizado” es imposible distinguir unas cosas de otras, unas ideas de otras y unas situaciones de otras porque, precisamente, todas las facticidades se encuentran en el mismo rango de exposición y, por tanto, todas se igualan en el mismo nivel mínimo de percepción. Dicho en breve: donde todo es importantísimo, nada es importante; y ese es el abismo en el que se está desplomando el lenguaje (mal llamado) inclusivo: en la dispersión indolora de la banalidad. Desde el punto de vista lingüístico, la insignificancia.
Los más recalcitrantes aún disponen de un mecanismo, sin embargo, para evidenciar no ya su convencimiento sino directamente su sectarismo: distinguir el sexo, el género gramatical, en función de los contenidos del discurso y de la carga de culpa o negatividad que pueda atribuirse al “género malo”, es decir, al masculino. Hace unos días leí un titular enloquecido según el cual “En África, durante los últimos diez años, el hombre ha causado la extinción de tres especies de leones y leonas”. Caramba, los partidarios del (mal llamado) lenguaje inclusivo nunca utilizarían la categoría etimológica “hombre” (del latín homo-nis, “ser animado racional, varón o mujer”) para referirse a un hecho o acción concerniente a la humanidad. Se trata por tanto de echar la culpa del desaguisado ecológico a los hombres y eximir a las mujeres, que no cazan leones aunque otros discursos feministas, seguramente tan desquiciados, aseguran que la mujer siempre ha sido partícipe en la actividad venatoria, en tiempos y lugares salvajes y con tanta presencia como los hombres. Respecto a la visibilización de las leonas es mejor no decir nada.
En el fondo, buena noticia para las expectativas de sensatez en la estirpe pensante (humana): los y las ayatolás del lenguaje inclusivo están enviando a la batalla a sus kamikaces, a los más encendidos e hiperventilados, los dispuestos a decir y escribir majaderías explosivas sin merma de su sentido del pudor, sin que les duela el ridículo. Y eso tiene un significado: se saben en la cuesta abajo, en vísperas de la inmensa nada; y los demás sabemos que no pueden morir matando porque al idioma español y a ningún idioma del mundo se le hiere siquiera con inventos que siempre acaban en lo ya inventado: el esperpento.