A menudo se puede escuchar que los españoles «tienen dificultades con los idiomas». El tópico, tantas veces asumido incluso con complejo, algo habitual entre nosotros, esconde sin embargo un fenómeno cuyo reverso habría que explorar. Porque si eso es verdad no habría que tomarlo como algo negativo, antes bien habría que entender que la falta de urgencia para aprender otras lenguas es la consecuencia directa de poseer una lengua universal. Lo que se interpreta como una carencia es, en realidad, el reverso de una potencia histórica y geopolítica del español como lengua. No se trata de incapacidad, sino de saturación: el español, una lengua universal hablada por cientos de millones de personas, basta para desenvolverse en amplios espacios de comunicación, comercio, pensamiento y cultura.
Desde el punto de vista del materialismo filosófico, la lengua no es un mero instrumento expresivo, sino una institución sociopolítica con un alcance ontológico –en relación con la construcción y estructuración del mundo– tremendo, incalculable. Y es que toda lengua que, como compañera del imperio, logra consolidarse como medio de comunicación supranacional se convierte en una forma de poder efectivo, en un vector de estructuración de realidades sociales y políticas. La lengua, en este sentido, no «une a los hombres» en abstracto –como diría un humanismo inofensivo–, sino que articula campos políticos concretos, delimita jurisdicciones culturales, regula flujos económicos y jerarquiza posiciones en el tablero internacional. La potencia de un idioma es, por tanto, una forma de potencia política. Las lenguas también tienen una escala geopolítica que hay que saber medir y valorar, como es en el caso del español.

Desde esta perspectiva, la comparación con otros pueblos resulta ilustrativa. Los neerlandeses, los checos, los daneses o los eslovenos –por mencionar lenguas de escala restringida– dependen del aprendizaje del inglés, del francés o del alemán para operar fuera de sus fronteras. El español, en cambio, constituye una lengua de comunicación internacional por derecho propio. Un mejicano puede hacer negocios con un colombiano, un peruano con un ecuatoguineano o un español con un argentino sin mediación de una tercera lengua. Esto no implica una mera comodidad lingüística: es una ventaja geopolítica. La existencia de una lengua común –hilo conductor de la actual Hispanidad– reduce costes de transacción, refuerza vínculos comerciales, facilita la movilidad laboral y amplía los mercados culturales e industriales.
Pero no acaba la cuestión ahí. Porque no en el plano económico –o geoeconómico– ofrece ventajas la universalidad del español. Ya que el español funciona también como un sistema de poder simbólico y estratégico. En el ámbito de las organizaciones internacionales, en la diplomacia, en la producción cultural y en los medios de comunicación, la lengua española compite como un bloque lingüístico frente a otros bloques lingüísticos: el anglosajón, el francófono, el árabe, el eslavo o el chino. Hablar español implica pertenecer a un espacio histórico y político que se apoya en los Estados hispanohablantes, pero que al mismo tiempo es trascendental a los mismos. No hay «mundo hispano» sin estructuras políticas que lo sostengan; no hay «lengua común» sin una historia imperial previa que la haya constituido.
Dicho esto, conviene subrayar que tampoco hay que irse al otro extremo y despreciar las demás lenguas. Aprender otros idiomas sigue siendo valioso, pero las razones para hacerlo no son ni han de ser sólo «personales» o «culturales». Desde una perspectiva política, el aprendizaje de lenguas extranjeras debe responder a una estrategia nacional. Para España, reforzar la enseñanza del inglés, del chino o del árabe en sus ciudadanos no debería implicar un gesto de sumisión cultural, sino una maniobra de expansión y defensa de sus intereses. En cambio, la renuncia tácita a promover el español como lengua de ciencia, tecnología y diplomacia equivale a un acto de desarme. Cada vez que un español, un chileno o un colombiano elige comunicarse en inglés por inercia o prestigio, refuerza un eje de poder que no es el suyo. Por eso el problema no es que los españoles –o los hispanohablantes en general– no dominen otros idiomas, sino que no comprendan la dimensión política del suyo. La inferioridad complejada hacia el inglés o el francés revela un déficit de conciencia nacional y civilizatoria: un olvido de que el español no es una lengua «entre otras», sino una de las pocas lenguas políticas universales que existen. Por eso, la tarea no es aprender idiomas para pedir permiso en el extranjero, sino dominar el propio para ejercer influencia en el mundo. La lengua española es un recurso estratégico y geopolítico que todavía no se explota con la energía y la claridad que exigiría una política nacional de largo alcance.
Desde el materialismo filosófico, cabría decir que el español constituye un principio medio de la potencia política del mundo hispánico. No es un fin en sí mismo, porque nada puede serlo, sino un medio real a través del cual se organizan flujos de conocimiento, comercio, poder y cultura. Una nación que desprecia su lengua renuncia a un instrumento de soberanía. Y una comunidad política que no articula su espacio lingüístico como un sistema de poder en el escenario geopolítico queda disuelta en el magma de la globalización anglófona. La política lingüística, por tanto, no puede reducirse a campañas culturales o a sentimentalismos identitarios. Debe entenderse como una estrategia de Estado. España, como cuna del español, aunque no propietaria de él, también tiene la responsabilidad de mantener y reforzar esa red lingüística que constituye uno de sus últimos vestigios como potencia universal. No se trata de nostalgia imperial, sino de inteligencia política: el idioma español es hoy el territorio más extenso de la soberanía española, el terreno sobre el que pueden construir todas las naciones hispanohablantes.
En definitiva, lo que algunos ven como «dificultad con los idiomas» es, en realidad, la expresión de una lengua que ha cumplido y sigue cumpliendo funciones universales. Aprender otras lenguas es útil y necesario, pero no porque el español sea insuficiente, sino porque su propia universalidad nos exige estar a la altura de su potencia. El reto no es dejar de hablar en español para entendernos con el mundo, sino fortalecer el español para que el mundo siga entendiéndose con nosotros.