La familia y otros animales

La familia y otros animales. José Vicente Pascual

Una amiga, muy animalista ella —así se define, “animalista”—, me cuenta que está encantada con la ley protectora de los derechos de los animales que ha entrado en vigor el pasado 5 de enero, según la cual —me sigue contando, o sea que escribo de oídas, no he leído esa ley y no conozco en absoluto su contenido—, “a partir de ahora los animales se consideran seres sentientes y no cosas, y deben ser tratados como un miembro más de la familia”.

Pues yo que me alegro. Le comento a mi amiga que a partir del 5 de enero le conviene disponer en el domicilio familiar un cuarto de baño/retrete para sus perros —tiene dos, aparte de tres gatos y ni se sabe la de bichos de menor volumen—; naturalmente, a nadie se le ocurre llevar a un miembro de su familia a la calle para que haga sus necesidades. Otra diligencia importante: reservar a sus canes y félidos un lugar en la mesa para comidas, meriendas, desayunos y cenas; si no mandas al abuelo ni al cuñado coñazo a comer al patio, en una cubeta tirada en el suelo, con las mascotas habrá que seguir el mismo criterio. En fin, no sigo porque mi amiga es amiga de verdad y no quiero que se enfade si lee este artículo.

Lo de definir a los animales como “seres sintientes” ya es otro nivel de cursilería. Entiendo que la intención de quienes hayan fraguado y repulido esta ley es que se deje de considerar a los animales como bienes semovientes, o sea, cosas enajenables y sujetas a intercambio sin más control que el del código de comercio. Pero también sé que hay muchas maneras de argumentar, aunque con pocas oportunidades de hacerlo bien. Puntualizar que los animales son seres sintientes es como definir el agua por lo mojado. Sintiente es el cactus que tengo en la terraza de mi casa y cualquier vegetal medio espabilado. Ya lo dijo Rubén Darío hace más de un siglo: “Dichoso el árbol que es apenas sensitivo, y más la piedra dura porque esa ya no siente”. O sea, que si hubiesen definido a los animales como seres que no son piedras, también habrían acertado. Calvos se van a quedar. En serio, a veces se dan tantas vueltas a lo obvio que la obviedad se convierte en simpleza, en mayúscula puerilidad. Tal, el presente caso.

Hay un denominador prácticamente común a quienes se proclaman ruidosamente “defensores de los animales”, que es hacer de la evidencia un descubrimiento extraordinario. Quien tiene una mascota o es dueño de animales para usos legítimos —y legales—, obra con perfecta naturalidad y sin alharacas conforme a un mandato de conciencia y de razón que nadie ha tenido que imponerle ni enseñarle: el bienestar de sus animales es absolutamente prioritario; inexcusable. No se puede tener un animal en casa, en la granja, en la explotación ganadera, y tratarlo mal. O tratas bien a  los animales o eres un energúmeno, tal como decía Tomás de Aquino: una persona que sufre la terrible maldición de vivir sin gracia. O sea, que menos aparato y menos sensiblería infantil y más ponerse a la faena de tratar a los animales conforme nos imponen su dignidad y su derecho a vivir como verdaderos animales. Note el sufrido lector que me refiero al derecho de los animales a vivir como animales, no como humanos inferiores, cortitos de talento y adaptados a medias a la civilización humana, condenados a llevar una correa al cuello y pasear sujetos a una cadena. Queremos tener cerca a los animales para cuidarlos muy bien, mimarlos y ofrecerles atención veterinaria si la necesitan, pero no se nos ocurre —en ese pecado también soy pecador—, que un perro, por ejemplo, sería mucho más feliz haciendo vida de perro, libre y salvaje, que sirviendo de decoración en el sofá mientras su dueño, yo mismo, se amodorra y cabecea mientras transcurre la serie de turno en el televisor. Humanizar a los animales es tontería perfecta para la gente que tiene poca convicción en el valor, justamente, de lo humano. Los que afirman, facundiosos, que “los perros son mejores que muchas personas”, en el fondo están reconociendo que como personas no les va bien y, encima, no tienen pajolera idea de cómo son, cómo sienten y manifiestan su inteligencia los animales a los que dicen amar. Humanizar a cualquier especie es el peor favor que puede hacérsele. Mejor sería dejarlos vivir tranquilos, a su aire. “Si dejásemos a los perros ser perros, nos adoptarían por compasión, no por admiración”, afirma Gerald Durrell en Mi familia y otros animales. Para qué darle más vueltas. Con el olfato que tienen la mayoría de nuestros queridos bichos, estoy convencido de que todos ellos han descubierto, hace mucho tiempo, que sus supuestos defensores no los aman mucho ni poco, sino que más bien odian a los demás ejemplares de su misma raza; y eso es algo que cada día resulta más evidente: los fanáticos de los derechos animales, en el fondo, son recalcitrantes descreídos de la humanidad, y no porque la humanidad les haya defraudado sino porque ellos son incapaces que descubrir qué cosa de provecho puedan aportar a lo humano. Y los animales, secuestrados para su causa, pagan las consecuencias.

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