Con este consejo, “divertíos como si fuerais locos”, los Reyes Católicos, en Privilegio Real dictado en 1500, animaban al vecindario de Granada, gremios y estamentos, para que participasen en las celebraciones del Corpus Christi, fiesta sacra con orígenes en la Edad Media y recién instaurada como oficial de la ciudad tras la Toma, en 1492.
La dimensión lúdica de la convivencia y su interiorización como elemento psicológico de consuelo y permanencia de estímulos identitario/rituales siempre ha sido parte inseparable de las civilizaciones, cosa por otra parte muy sabida. Las fechas señaladas del calendario marcan no sólo el ritmo laboral y el hacer convivencial sino también —y esto parece más importante—, el sentido de la vida ajustada al pulso de lo memorable. Las gentes del lugar, cuando los lugares son espacios fuertes de la memoria, cuentan —¿contaban?— los intervalos importantes de su existir conforme a las marcas temporales de la fiesta. Divertirse en comunidad no era sólo una costumbre agradable sino una manera eficiente de solemnizar el paso del tiempo, dar relevancia al pasado y otorgar al futuro categoría de permanencia, el valor de lo durable indefinido.
Sin embargo, la festividad enraizada colectiva ha perdido desde hace ya muchas décadas su preeminencia en favor del ansia cotidiana de “fiesta a cualquier hora y con cualquier motivo, para divertirnos como si fuéramos locos”.
Sólo desde esta perspectiva me explico los jolgorios, alborotos, entusiasmos y discretos desmanes con que ha sido acogido por la ciudadanía el fin del estado de alarma. Pues, ciertamente: el pasado domingo 9 de mayo, durante mi cotidiano y tempranero paseo al perro que comparte su vivir con mi mujer y conmigo, quedé estupefacto ante la cantidad exagerada de personas que deambulaban felices, con perro o sin perro, como si una súbita epifanía ocurrida de la noche a la mañana —tal como suele suceder con las epifanías—, hubiese irrumpido en su vivir y los hubiera convencido de súbito de que es posible salir a la calle, caminar varias manzanas, saludar al vecindario y volver a casa cansados y satisfechos y, lo más importante de todo, sin temor a enfermar.
Claro que hacer todo eso ya era posible hace una semana, y hace un mes, y hace un año. Entonces, ¿qué celebraban aquellas buenas gentes? ¿En qué cosa, en concreto, ha cambiado sus vidas el fin del estado de alarma? Ni siquiera el antipático toque de queda se ha mantenido, al menos ese camino lleva en mi comunidad, aunque de poco va a servir porque los establecimientos públicos siguen cerrados a partir de las 10-11 de la noche y las calles continúan vacías justo desde esas horas.
En serio que me resulta difícil explicármelo. Acaso un resorte psicológico defensivo, ancestral en el imaginario común, sugiera al emotivismo más simple de nuestro cerebro esta reacción de euforia ante el cese de una norma jurídica que iba asociada a la necesidad de guardarnos, cuidar las distancias, no contagiarnos y no morir por causa de un virus con mala leche. Y puede que dicha euforia sin fondo ni objeto aconsejase a tanto personal irrumpir en la calle como si fueran a un concierto desmadrado del grupo de rock más canalla … para hacer lo de siempre: caminar, sentarse en un banco, sonreír al paso de los conocidos, intercambiar los buenos días.
Dan que pensar estas reacciones en el ámbito de lo público por parte de los particulares. La reacción de los poderes públicos a cuyo criterio ha dejado el gobierno la gestión de la pandemia, ya es otro cantar. Me refiero al amago de las autonomías de poner en práctica esa fragmentación del poder del ejecutivo auspiciada desde el gobierno de la nación y que prefigura, nada menos, el funcionamiento del Estado cuando, tiempo e irresponsabilidad mediantes, España sea, de facto, una “nación de naciones”. Canarias, para empezar y poner un ejemplo, yo creo que ilustrativo, se pidió la competencia absoluta de puertos y aeropuertos —ahí es nada—, la capacidad de confinar a la población, de reglamentar el tránsito de ciudadanos entre islas y de mantener el toque de queda bajo su supervisión, con capacidad sancionadora y hasta que les parezzca oportuno a los mandamases isleños.
Nada menos. Pensémoslo despacio. Si un gobierno autonómico tiene capacidad legal y competencias funcionales para imponer confinamientos y toques de queda a la población —a lo militar, dejémonos de sinapismos—, ¿cómo no va a tener autoridad para, pongamos por caso, convocar un referéndum de autodeterminación? Menos mal —menos mal—, que los tribunales superiores de justicia de las comunidades autónomas, en su práctica mayoría, han reaccionado con sentido, prudencia y contundencia ante la pretensión descabellada de otorgar poder absoluto a las autonomías: ni hablar del caso, majetes, que la Constitución está para algo.
No me cabe duda de esa dejación por parte del gobierno, con la excusa de la pandemia, aparte de ser un lavamanos escandaloso supone una puesta en práctica experimental de la España que quieren para el futuro: el gobierno central a ocuparse de asuntos ideológicos y de recaudar impuestos, y las autonomías a mandar en todo lo demás, que es casi todo. Y las reclamaciones al maestro armero.
Sí, mientras la gente bajaba a la calle, dispuestos a divertirse como si estuviesen locos, locamente nuestro gobierno ha ensayado un sutil autogolpe, mermándose autoridad y eximiéndose de responsabilidad y entregando la defensa de las libertades fundamentales de la ciudadanía a las castas autonómicas. Tal cual.
Y ese es el porvenir que nos espera, si alguien no lo remedia. De fiesta en fiesta y de disolución de responsabilidades en dejación de funciones, hasta la completa aniquilación de la nación-estado. Hasta entregar al pueblo español a las apetencias no poco voraces, no poco ansiosas, de las oligarquías cortijeras autonómicas.
De momento, gracias los tribunales de justicia, único poder del Estado que parece conservar la cabeza en su sitio, van a tener que esperar un poco. De momento.
En el futuro, Dios dirá.