La identidad europea

Una forma de humanidad aspirando a la excelencia

Desde que se sentaron las bases de la Unión Europea se ha venido hablando, casi obsesivamente, de la “construcción de Europa”, y desde los nuevos tratados cooperativos, de la “integración de Europa” y de la “ampliación de Europa”, pero rara vez oímos la expresión “pensar Europa”, por adoptar la fórmula utilizada por Edgar Morin en su famoso libro (Penser l´Europe): «fue necesaria la muerte de Europa en los tiempos modernos para que hubiera un primer deseo de nacimiento europeo». No sólo la política ha sido abandonada a la economía en la construcción europea, sino que la meditación sobre Europa –aquí utilizamos la reflexión de Ortega y Gasset– queda subordinada, cuando no ensombrecida, por los esfuerzos de la integración. Lo que Voltaire llamó con optimismo la “casa común europea” deriva inmediatamente en lo que Wittgenstein previno sobre el “infierno de la identidad”. La reflexión sobre la identidad de Europa, esto es, sobre sus orígenes históricos y sus raíces culturales como señas de identidad, se convierte inmediata-mente en una abstracción: una presunta herencia compartida se da por supuesta como justificación de un posible destino histórico común.

¿Por qué este abandono? Porque la reivindicación de esa dualidad origen/destino común provocó el auge de los nacionalismos del siglo XIX y la catástrofes revolucionarias y bélicas del siglo XX, todos debatiéndose, y batiéndose entre ellos, para conseguir una posición hegemónica en nombre, precisamente, de Europa. Paul Valéry y Denis de Rougemont hablaron de la crisis del “espíritu europeo”, de una «Europa abatida bajo el peso de sus glorias pasadas y atormentada por profundos remordimientos que, como un nuevo Hamlet, toma en sus manos las cabezas de sus hijos más ilustres, sin saber qué hacer con ellas». Y, pese a todo, el pensamiento sobre Europa, sea como memoria histórica, sueño utópico o idea creadora, ha precedido siempre a las iniciativas políticas y económicas. Porque sin la construcción de un imaginario colectivo proporcionado por la identidad cultural no puede existir la comunidad política.

Hoy, justo en el momento en que la Unión Europea vive una de sus peores crisis de identidad, retorna la meditación europea, la justificación de esa necesidad de reencontrar los valores europeos que hagan posible la convivencia entre los pueblos de Europa y sus relaciones con los otros pueblos no europeos, una tensión que se manifiesta, en primer lugar, hacia dentro, en los intentos de reforzamiento de las soberanías nacionales y de las identidades étnicas, y en segundo lugar, hacia fuera, en la necesidad de tratamiento de las corrientes inmigratorias que invaden Europa para asentarse en la tierra de promisión, que tienen su corolario en la política de ampliación de la unión, no sólo a países del este europeo, sino también a países extraeuropeos respecto a los cuales se pone en duda su adecuación religiosa, jurídica y política con los “eternos valores europeos” (¿la ley?, ¿la libertad?, ¿la razón?, ¿la trascendencia?).

Europa es pluriversal

Europa es pluriversa desde sus orígenes. La herencia común europea manifiesta una pluralidad de raíces que, progresiva y acumulativamente, irán constituyendo el ser europeo. Obviaremos, por razones prácticas, el sustrato indoeuropeo que, pese a su indudable influencia, se pierde en las brumas de los tiempos y que, en consecuencia, difícilmente puede vincularse con la Europa actual: el elemento indoeuropeo no forma parte de la tradición memorial, sino inmemorial, de Europa, pudiendo encontrar sus restos arqueológicos en la herencia lingüística y en la tripartición funcional de la jerárquica sociedad medieval como últimos vestigios (algo, por otra parte, bastante común en otras civilizaciones).

Destacaremos en primer lugar, y no obstante su origen indoeuropeo, como sustrato básico, la herencia grecorromana (la llamaremos “mediterránea”), la filosofía y la razón griegas junto al derecho y la república romanas, dos principios de objetivación y comunicación dialógicas que representan los valores más universales de Europa (el “logos” y el “ius”, la “polis” y la “res publica”). Paul Valéry dirá con razón que a Grecia debemos “la disciplina del espíritu” y a Roma “la potencia organizadora”. A este sustrato básico, se añadiría posteriormente, como factor de inestabilidad, la herencia judeocristiana (la llamaremos “oriental”), que provocó la conversión del mundo romano a la transcendencia absoluta de un Dios único omnipotente y omnicomprensivo del universo, así como el desarraigo del hombre grecorromano de su historia y su naturaleza. Y, por último, la herencia germánica (la llamaremos “nórdica”), que representaría el triunfo de la libertad, la voluntad y la personalidad, culminando en un existencialismo que se manifestó, primero, en el espíritu gótico (creador) y, después, en el espíritu fáustico (trascendente). Tal mezcla de factores etnoculturales hizo que la cultura europea clásica fuera un híbrido de lo objetivo universal y de lo subjetivo personal, razón y creación al mismo tiempo. Por esto tenía razón Ortega y Gasset cuando situaba el nacimiento de Europa en el descubrimiento del “principio objetivo de la vida, la razón”; pero también la tenía Unamuno cuando reivindicaba el polo opuesto, sobre los principios de subjetividad interior, creatividad y autotrascendencia. Esta es la múltiple herencia, aparentemente contradictoria, que constituye la tradición del espíritu europeo, una simbiosis cultural que tendría su máxima expresión con el Sacro Imperio Romano Germánico.

Europa es conflictual

Esa diversidad de herencias, grecorromana, judeocristiana y germánica, hace que hablar de “una identidad europea diferenciada” sea una pura abstracción. Precisamente, la peculiar paradoja de Europa es su diversidad cultural, una pluralidad de diferencias que cohabita con una unidad transversal, sobre un fondo común ancestral en el nivel continental. Ortega y Gasset decía que el hombre europeo vive de una forma dual, una vida común con los demás europeos y una vida diferencial que le impulsa al conflicto permanente con los demás europeos, una vida en competencia dentro de un complejo conjunto que asocia a sus contrarios de manera inseparable.

Esa disparidad de raíces, difícilmente conciliables, ha originado gran variedad de culturas e identidades. A diferencia de otras culturas y civilizaciones, en las que se parte de una determinada esfera o unidad de integración cuasi monádica –casi siempre religiosa– para mantener una hegemonía unificadora de la cultura general (impuesta o voluntariamente aceptada), Europa ha sufrido tan intenso proceso de secularización y modernización que no encuentra un elemento unificador; ni la filosofía, ni la religión, ni la ciencia, ni la técnica, han logrado esa tarea fundamental. En Europa siempre ha existido una especie de “equilibrio en conflicto”, una “estabilidad en tensión”. Seguramente, la riqueza intelectual, filosófica y técnica de Europa se haya originado como resultado de las máximas tensiones producidas entre las múltiples formas creativas de la cultura. Se trata de una tensión/distensión dialógica entre partes de un todo que configuran a Europa como un conflicto permanente, tanto incluso que ha provocado innumerables desgarramientos internos.

De hecho, los pueblos europeos han convivido en un estado latente de guerra civil, los unos contra los otros, combatiendo muchas veces, debatiendo otras, siempre terminando por sentarse en la mesa del diálogo y de la negociación. No es casualidad que fuera en Europa donde naciese el derecho internacional: los europeos resolvían sus querellas por la vía militar, y cuando ésta fallaba o terminaba, solucionaban sus disputas con el tratado o con el pacto. Esta peculiar idiosincrasia agonal del conflicto permanente constituye uno de los valores distintivos de Europa frente a otras culturas: el espíritu militar, que incluye tanto el combate como el debate, proporcionó a Europa una sensible ventaja en la carrera civilizacional.

Pero esto, además, tiene un efecto benefactor hacia el interior: este conflicto abierto, sin alcanzar nunca una resolución satisfactoria, que es recurrente, pues vuelve una y otra vez a producirse, generando una espiral autogenerativa, hace que la cultura europea se encuentre en un estado de crisis permanente y, por tanto, que florezca el debate y la autocrítica, fases de disenso, y otras de consenso, que revelan magistralmente el espíritu europeo, sobre todo si lo comparamos con otras culturas y civilizaciones extraeuropeas, en las que todo es único, unívoco, uniforme, lineal, monocorde. El conflicto es la madre de la cultura y la identidad europeas, un motor que impulsa un continuo proceso de evolución y transformación, un motivo que hace de la identidad algo vivo, no una identidad material, sino una identidad espiritual que se alimenta, precisamente, de las diferencias contrapuestas, de la tensión que provocan y de la necesidad permanente de superarlas para crear algo nuevo.

Este diálogo cultural entre los distintos estilos culturales de los pueblos europeos sólo ha sido posible en la medida en que, pese a la diversidad de sus culturas nacionales e identidades étnicas específicas, esos pueblos comparten una herencia común. Y en la medida en que esos pueblos, para elevarse por encima de los otros, buscan incesantemente reapropiarse de ese patrimonio histórico que los ha hecho más creativos y productivos (cultural, técnica y científicamente hablando).

Europa es pluricultural

Europa es pluricultural, pero no multicultural, ni siquiera intercultural. El pluralismo hace referencia a la multiplicidad interna, que es evidente en Europa, en que se diversifica históricamente una unidad, según las formas en que se ha desarrollado en los diferentes ámbitos nacionales y étnicos. Se trata de una diversidad que enriquece y vivifica una unidad cultural superior (de nivel y de intensidad) con sus múltiples creaciones y enfoques. El multiculturalismo, en cambio, implica la yuxtaposición (unión de elementos del mismo nivel jerárquico sin ningún enlace intermedio) de culturas radicalmente diferentes en un mismo espacio político, territorial y/o espiritual. El pluralismo cultural se manifiesta como una sociedad abierta a las pertenencias, comunidades e identidades múltiples y heterogéneas (y por esa razón, jerárquicamente ordenadas por sus obligaciones), mientras que el multiculturalismo implica la división de la sociedad principal en múltiples comunidades cerradas y homogéneas (y por ese motivo, iguales en derechos y reconocimiento). ¿Es éste el destino inexorable de la identidad dentro de la Unión Europea?

Hay dos ejemplos de manifestaciones comunitarias que buscan una Europa multicultural: la propia de los nacionalismos interiores y la del inmigracionismo exterior. Las dos rechazan una disposición a la integración y reclaman sus propios espacios dentro de la Europa del bienestar y de la buena acogida, lo cual provoca, en última instancia, más desencuentros que convivencia ciudadana, y más agresividad que refuerzo de la identidad. Entonces, ¿es el multiculturalismo un valor moral y universal propio de Europa que debe proponerse como modelo de convivencia o, por el contrario, debe ser el imperialismo cultural y espiritual de Europa el que debe aceptarse como modelo de integración ciudadana?

La identidad europea, desde sus mismos orígenes, no ha sido un cerramiento en sí mismo, un rechazo o una exclusión de toda diferencia, sino precisamente todo lo contrario, una aceptación crítica de “nosotros” mirándonos en los “otros”. Toda identidad es relacional, nunca sustancial o esencial. Nuestra identidad sólo se hace consciente y se internaliza cuando se contrasta con la de los otros que son diferentes a nosotros. Lo universal no es sino la trascendencia de lo particular, el hecho de ir más allá de los propios límites y pretensiones. Y en ninguna cultura como la europea se ha producido esto con mayor intensidad: la apertura al otro para enriquecer su patrimonio y activar su dinamismo, siempre en constante metamorfosis por esa búsqueda simultánea de la autocomprensión y de la extracomprensión.

Pero una cosa es el respeto de la diferencia (y su corolario, el derecho a la pertenencia) y otra muy distinta el reconocimiento de esa diferencia (y su expresión, el derecho a formar comunidades concéntricas en torno a la comunidad central o principal). Y así llegamos al tema del “comunitarismo”: el principio de identidad abstracta del ciudadano tiene que ser completado con el principio de la diferencia, esto es, que a los derechos derivados de la ciudadanía hay que añadir, en el caso de comunidades específicas (étnicas, culturales, religiosas, sexuales, etc.), unos derechos específicos que permitan el tratamiento de “su” diferencia, bien entendido que los derechos ciudadanos son los prioritarios y que sólo admiten limitaciones o restricciones para garantizar los derechos de las comunidades, para preservar y defender una determinada identidad específica, siempre que ésta se encuentre en peligro ante la identidad principal o genérica y, por supuesto, siempre que se exijan compensaciones para esta última. Como es un hecho irreversible que Europa se ha convertido en una especie de experimento multicultural (ya teníamos a los Estados Unidos de América) con la llegada y el asentamiento de millones de inmigrantes extraeuropeos, la teoría comunitarista es sólo la solución “menos mala” para el problema (una vez descartadas la expulsión, la remigración o la guetización). Se trataría, en definitiva, de reconocer un derecho al “ejercicio de la propia identidad” dentro de cada comunidad específica, pero limitado a las relaciones interpersonales dentro del ámbito concreto de esa comunidad (vínculos culturales, nacionales, religiosos, sexuales), a cambio del respeto recíproco a las reglas políticas y sociales de la comunidad principal, en suma, de integración en la sociedad de acogida y de aceptación de las reglas del juego intercomunitario.

Esta fórmula sirve tanto para reconducir las aspiraciones de los nacionalismos internos como para reorientar las pretensiones de los confesionalismos y sectarismos inmigrantes, a pesar de sus evidentes riesgos: al final, puede dar lo mismo reconocer a una comunidad musulmana, a una secta masónica, a un grupo de turismo sexual, que a una etnia lingüística o a una asociación folclórica. Estamos nuevamente ante los principios de tolerancia y neutralidad propios del neoliberalismo que, sin embargo, son totalmente engañosos, pues no se trata de reconocer ciertas diferencias en un ámbito concreto y limitado, sino de imponer determinadas discriminaciones positivas (no sólo mediante la normalización de las diferencias, sino mediante la normativización impositiva de las mismas) para el fomento de las comunidades específicas y en detrimento de la comunidad original (que hemos llamado antes central o principal).

Desde esta perspectiva, la institucionalización del multiculturalismo en Europa, entendido como la simple coexistencia (que no convivencia) en igualdad de derechos (o incluso con derechos discriminatorios a favor de las minorías), de distintas identidades dentro de un mismo espacio sociopolítico, puede convertirse, por el lado positivo, en un factor de reforzamiento de las identidades respectivas, pero también, por el lado negativo, en un elemento de distanciamiento e incomunicación entre las distintas comunidades identitarias, con el riesgo de enfrentamientos entre las mismas, como ya está sucediendo. Incluso Habermas alertó, a este respecto, de que «la coexistencia en igualdad de derechos… no se puede comprar al precio de la fragmentación de la sociedad y el fin de la convivencia política».

Al fin y al cabo, en Europa siempre ha cohabitado la fidelidad a la memoria europea con el reconocimiento y el respeto de la alteridad (la otredad), pero ello no debe confundirse con una hospitalidad sin condiciones (simplemente altruista) o en una receptabilidad de asimilación (exclusivamente tolerante). Ahora se le exige a Europa que renuncie a parte de su identidad para que tengan cabida las de los demás. ¿A cambio de qué?, ¿a cambio del valor universal de la paz?, ¿o a cambio de un mercado europeo (filial del mercado mundial) al que no le interesa el reforzamiento de la identidad europea común, sino la multiplicación de individuos sin rostro aptos para el consumismo?

Europa es inmemorial

Pues, si ese era el objetivo final, parece que se está consiguiendo, porque la mayoría de los analistas coinciden en señalar el grave déficit existente en la conciencia de la identidad europea, ya sea porque carece de relatos fundacionales para explicar su origen, ya sea porque no tiene proyectos futuros en qué fundamentar su destino, o ya sea, simplemente, porque continúan los graves enfrentamientos internos (antes eran disputas territoriales, luego comerciales, ahora financieras, mañana étnicas, también religiosas). Y así seguirá siendo, porque evocar un retorno a la memoria histórica común a todos los pueblos europeos es hacer un principio de una mera abstracción. Existe una historia europea, pero ya es más dudoso que exista también una memoria de la que los europeos sean plenamente conscientes, más allá de un sentimiento materialista de adhesión al único gran espacio donde “providencialmente” existe un “Estado de bienestar”, aunque sea sin garantías jurídicas ni democráticas (en suma, una “identidad fría y líquida”). Identidad como pertenencia a la Vieja Europa e identidad como adhesión a la Unión Europea, no son filiaciones equivalentes ni coincidentes. Al final, la identidad europea ha quedado reducida a la “nostalgia” de una Europa que se desvanece.

Nadie ha sabido definir con palabras esa memoria europea. Como dijo Hölderlin, «todo lo que permanece lo fundan los poetas». El origen y la fundación de Europa, su identidad y su tradición, a veces perdidos en la oscuridad de los tiempos, sólo permanecerán en la memoria de los europeos si se expresan en palabras poéticas. Dominique Venner, por supuesto, habría elegido el ejemplo de los poemas homéricos. Porque Europa es, ante todo, expresión de la belleza, una forma de ser humano aspirando a la excelencia.

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