La marmita de Balaguer

La marmita de Balaguer. José Vicente Pascual

Los conciudadanos que insisten en mantener las líneas ideológicas de la izquierda —todos ellos personas muy respetables, muchos que me resultan entrañables y algunos verdaderos amigos—, tienen la desgracia de que cayeron en la marmita de Balaguer cuando eran pequeños y el efecto se mantiene a perpetuidad en sus bellas mentes progresistas, igualitaristas y esperanzadas en la redención de la humanidad desde el sólido anclaje teórico del marxismo, un cuerpo doctrinal maleable, reciclable y adaptable a cualesquiera circunstancias históricas. Son personas ágiles de criterio, sin duda, pues han tenido que readaptar bastantes veces sus ideas sobre el mundo y sus certezas más arraigadas acerca de la realidad, siempre desde el mismo prisma y siguiendo la misma obligatoria directriz: lo que dijeran sus dirigentes iba a misa, si dos y dos son cuatro como si seis por nueve son setenta y tres. Entendámonos, no es persistencia en el error, es lealtad a sus fobias. Esta gente, después de tantos tumbos, ya no saben lo que quieren pero tienen muy claro lo que no quieren: la derecha, el liberalismo, el capitalismo y en fin, todas esas incomodidades propias de la vida real que se llevan mal con la utopía —lejos de lo real— en la que continúan viviendo sus aspiraciones más hermosas, no importa que hasta el día de hoy no se haya cumplido ninguna de ellas y que cada vez que se han intentado hayan salido sapos en los manantiales de leche y miel, culebras en el guiso y cadáveres en todas partes. Es su sino: renunciar a la verdad cruda de lo fáctico y cambiarla por la excelencia de las ideas puras que tienen en la cabeza y no existen en ningún otro sitio.

En los años cincuenta y sesenta del siglo pasado defendían la lucha de clases como motor de la historia, la dictadura del proletariado, la abolición de la propiedad privada de los medios de producción, la planificación centralizada de la economía y la omnipotencia del Estado dirigido por el partido, organización que a su vez era, nada menos, la vanguardia de los trabajadores y en especial de la clase proletaria, sujeto revolucionario por antonomasia. Eso sucedía, como se dijo, hasta los años setenta más o menos. A partir de esas fechas y después del giro universal propiciado por los grandes teóricos del eurocomunismo, empezaron a defender como si tal cosa la vía democrática al socialismo, el valor de los bloques históricos como elementos de avance político, económico y cultural hacia la nueva sociedad de ciudadanos libres e iguales; igualmente defendían la alianza con las fuerzas “progresistas” de la derecha, el gradualismo en las reformas y la estabilidad institucional como elemento decisivo en el que se asentaba la plena madurez histórica de unas clases trabajadoras ya prácticamente afectas al sistema y del todo ajenas a planteamientos insurgentes o revolucionarios. La revolución ya no era el camino, ahora tocaban las urnas y, como dijo Santiago Carrillo en su día, “dictadura, ni la del proletariado”.

Pero claro, el mundo sigue girando, la historia sigue avanzando, los viejos ideales no llegan a cumplirse del todo, las viejas banderas empercuden, el polvo y el óxido atascan las rotativas donde se imprimían “Liberation”, “Il Manifesto”, “Mundo Obrero”, y el asunto no acababa de arreglarse. Consecuencia: desde principios-mediados de los años noventa, sin desmayar en la “vía democrática” al socialismo, tuvieron que reformularse algunos principios básicos del tinglado. De tal manera, el proletariado como clase dirigente en los procesos de cambio social desaparecía de escena, sustituido por las clases medias cada vez más numerosas y determinantes en la matemática electoral; el Estado ya no es el gran agente planificador de la economía sino una estructura descomunal que sirve para garantizar los derechos de la ciudadanía y para que los activistas profesionales tengan pesebre y se ganen la vida, la propiedad de los medios productivos ya no se pone en cuestión sino que se refuerza hasta el paroxismo la idea de que las empresas y las grandes fortunas deben pagar impuestos cada vez más cuantiosos, y de remate, para que nada falte en el batiburrillo, ya extinguida la presunción de que hay clases sociales con un papel histórico determinado que cumplir, se organiza a la sociedad civil activa en colectivos ideologizados, cada uno con su queja y cada cual con su reivindicación: gays, lesbianas, transexuales y todas las letras del abecedario que se quieran integrar en la sopa, las mujeres —que ya no se sabe lo que son pero ahí están las feministas para recordarnos que existir, existen—, los jubilados, los inmigrantes, las personas racializadas… Todo el que se considere minoría oprimida tiene derecho a su colectivo protector. Se adereza todo ello con la reclamación ecologista, la doctrina climática y la reivindicación de la ciencia en aquellos puntos que interesen —no en todos, claro está—, y ya tenemos la nueva rueda de molino con la que tragarán quienes se cayeron de pequeños en la marmita de Balaguer. Ahora, la organización con más peso en el combate ideológico es la selección española de fútbol, sección femenina. Las cosas cambian.

A todo esto, ¿quién es o quién fue el tal Balaguer? Ahora mismo se lo aclaro, después de este punto y aparte.

Fernando Savater me lo descubrió hace unas semanas, en su artículo semanal de The Objetive. Balaguer, presidente de la República Dominicana durante veinticuatro años repartidos en tres mandatos, fue un hombre muy amado por su pueblo. Tanto que se llegó a constituir un potente movimiento cívico llamado “Lo que Diga Balaguer” y cuyo lema, impresionante, era: “Lo más correcto es hacer lo que diga Balaguer”. Más o menos como hoy en España, con la diferencia de que nuestro presidente sólo lleva en el poder desde 2018 y no necesita que se organice ningún movimiento en su favor porque ya tiene en la calle a su partido, popularmente conocido como PEDROE, a los sindicalistas de foulard y a los dirigentes colectivistas tradicionalmente arrimados al poder. Y lo más importante: cuenta con medios de comunicación y numerosos defensores de su proyecto que cayeron de pequeños en la marmita de Balaguer y van a opinar lo que él diga y cuando él lo diga. Si mañana se le ocurriera que es progresista ejecutar a los mayores de setenta años para garantizar el sistema de pensiones, pasado mañana los tendríamos a todos ellos, sin faltar uno, defendiendo la eutanasia generacional como virtud cívica de primera magnitud.

Yo los entiendo, sé que es difícil vivir siempre a la contra, sin tener claro a lo que se aspira pero teniendo muy presente lo que se aborrece: la derecha y tal; y más difícil aún es renunciar a la suerte campanuda de contar con un político como Sánchez, capaz de imponer cualquier delirio por el medio que considere necesario y sin reparar ni en los medios ni en las consecuencias. Ese chollo sólo puede favorecer a alguien una vez en la vida, y por fin les ha tocado. A cambio sólo tienen que dimitir de su propio criterio y de sus opiniones y opinar lo que opine Balaguer y estar conformes en que hay que hacer lo que diga Balaguer. A fin de cuentas, allá penas: llevan toda la vida haciéndolo. No es que se actualicen, es que se refundan cada cierto tiempo y vuelven a edificarse como las viejas mansiones rehabilitadas: con los cascajos del pasado y las mentiras del presente. Porque eso es la política, el arte de proponer poderosas mentiras y que la plebe considere que verdad no son aunque, caramba, deberían serlo. Y a seguir hacia atrás, que por delante sólo queda el territorio espantoso de la verdad, donde nadie les espera ni se les tiene afecto.

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