Dentro de la extensa fauna humana que habita nuestra bendita tierra, existe una especie sumamente peculiar que nos hace recordar aquella sutil e importante distinción de la Lógica entre contrarios y contradictorios. Las afirmaciones contrarias son proposiciones directamente opuestas, por ejemplo: “Todos los perros son mamíferos” – “Ningún perro es mamífero”. En cambio, las afirmaciones contradictorias, son aquellas que de forma contrastada se invalidan mutuamente. Sin demorarnos en la aridez conceptual de la antigua tabla de juicios, apelaremos a lo concreto: un círculo cuadrado o un hierro de madera, son contradictorios. Pues bien, en Argentina, “nos han crecido una porción de otarios” como dice el tango, ciertos tipos en los cuales parece no morar el mínimo sentido de la contradicción. Así, abundan los maoístas defensores de minorías, los liberales conservadores morales, los nacionalistas aristocráticos, es decir sin pueblo, los cristinistas peronistas y una especie muy sugestiva: los periodistas católicos que firman las columnas eclesiales en los mass-media. Constituyen éstos, la expresión más clara de esa mixtura entre dialoguismo sin compromiso, republicanismo biempensante y progresismo con stevia.
En su última columna dominical, uno de estos periodistas meditaba brevemente acerca de la preocupación de la Iglesia por los altos índices de voto en blanco en las últimas elecciones provinciales: “La Iglesia está preocupada” repetía el columnista, y obviamente él, en tanto acólito fiel del culto que eleva a la democracia a principio sagrado, se mostraba solidario y compungido ante esa preocupación.
El gran drama argentino radica en que, desde hace mucho tiempo hasta el paroxismo actual, el menú a la carta que ofrece la política nacional, es optar entre sopa de sapo o puré de rata. ¿Y por qué sucede esto? Por varias razones, pero quizás la de mayor peso es la anulación del principio de soberanía. Nuestro filósofo nacional, Alberto Buela Lamas escribe al respecto:
“La mutilación de la idea de soberanía nacional, archivando el principio que nada hay sobre la nación más que la nación misma, anuló toda política nacional autónoma. ¿De qué nos sirve elegir, mejorando los mecanismos de representación, hipotéticamente a los mejores, si las decisiones políticas se toman desde los centros mundiales de producción de sentido que nos son ajenos?”[1]
Aquella jovencita revolucionaria devenida en gendarme de paso firme o el muchachito del norte (en todo sentido) con su patológica obsesión por el poder, el licenciado baldosas y el libertario speed, en el fondo son gestores de esa mutilación de la idea de soberanía.
Hace un tiempo, exponíamos en otra columna, que el tiro certero al corazón de la soberanía espiritual de los pueblos, describe un recorrido inequívoco: primero la socavación de los Estados nacionales para arribar a una sociedad global, luego las políticas de género, para desarraigar al ser humano de su naturaleza y subsumirlo en la paradoja de una subjetividad sin contornos y, por último, el trans-humanismo cómo última forma de “liberación”. Tres pasos para la consumación del nihilismo.
Estos cuatro mercachifles (no cito a la izquierda argentina porque es una caricatura de Trotsky con IPhone 11), también son cultores del eclipse de la soberanía, una larga metástasis de casi medio siglo a esta parte donde se trabajó sistemáticamente (con genuflexión a la agenda mediante), en la atomización de nuestro pueblo. Cuando el ethos de un pueblo, su núcleo identitario se socava, la política deviene juego vacuo.
Los griegos, distinguían entre αγνοια (agnoia) y ἀμαθία (amathia). El primer término significa simplemente ignorar, no saber. El segundo en cambio, más problemático desde las entrañas éticas, evoca una indocilidad, una ignorancia querida o mejor aún, una necedad invencible. Creemos, que algunos hombres de la Iglesia y muchos columnistas eclesiales, están más cerca de la amathia que de la agnoia, el problema es que la necedad invencible es vecina de la mala leche. Gracias a Dios, el pueblo, aunque desdibujado en sus entrañas, guarda la sabiduría del sentido común. Un sentido común que se agudiza sobre todo en el olfato y en el oído. Cuando el pueblo olfatea el hedor del circo, generalmente no yerra, y cuando afina el oído, vuelve sobre sí y medita. Es verdad que a la par de la preocupación de la Iglesia por el alto porcentaje del voto en blanco, el Obispo de San Isidro, Monseñor Ojea, sostuvo lúcidamente que la agenda de los políticos se ubica lejana a las prioridades de la gente. La Iglesia, creemos, debe mirar esperanzada (no preocupada) esta rebeldía de cierta parte del pueblo que se rehúsa a hacerle el jueguito a la partidocracia argentina. Cuando éramos pequeños, allá lejos y hace tiempo, una de las primeras lecciones que aprendíamos de memoria en Educación Cívica comenzaba así: “El Pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes…”. En cuarenta años, ese pueblo nunca eligió tan seguido a sus “representantes”. Decía nuestro poeta gaucho José Larralde: “La mentira bien escrita, suele ser muy corajuda” y decía bien.
[1] Revista Internacional de Filosofía Iberoamericana y Teoría Social. N° 9. Nº 27 (Octubre – Diciembre, 2004): Pp. 75 – 85