La miseria del atlantismo

La miseria del atlantismo. Santiago Mondejar

Habida cuenta de que el mayor consumidor de productos negrolegendarios parece ser, con diferencia, el público español, no debería extrañar que la célebre boutade de Arturo Pérez-Reverte —según la cual los españoles nos habríamos equivocado de Dios en Trento— se haya convertido rápidamente en poco menos que un dogma de fe en determinados círculos, de esos a los que Roger Scruton bautizó como oikófobos (que repudian la propia herencia y el hogar)¹.

Así y todo, no deja de sorprender la mezcla de desidia intelectual y credulidad que demuestran quienes asumen sin más la afirmación del novelista y académico de que en Trento, España eligió un Dios autoritario y retrógrado en lugar de uno progresista como los del norte de Europa, y que esta elección nos instaló en la sumisión, el atraso, el analfabetismo y la represión.

Porque lo cierto es que mientras que en Holanda e Inglaterra proliferaban los técnicos, los financieros y los mercaderes, España tuvo en su época dorada (i.e. después de 1492) un notorio número de académicos, gracias a la eclosión de universidades y colegios mayores entre los siglos XV y XVI, que produjo un desarrollo notable de las teorías del derecho internacional y el mercantil, por no mencionar los trabajos seminales de disputación metafísica, uno de los pilares del auge cultural del Siglo de Oro que sembró Europa de imitadores de la literatura española, como Moliere².

Como agudamente señaló Miguel de Unamuno, “es inútil darle vueltas, nuestro don es ante todo un don literario, y todo aquí, incluso la filosofía, se convierte en literatura… y si alguna metafísica española tenemos es la mística… ¿es esto malo, es bueno? por ahora no lo decido, sólo digo que es así. … y como hay y debe haber una diferenciación del trabajo espiritual así como del corporal, tanto en los pueblos como en los individuos, a nosotros nos ha tocado esta tarea”³.

Por supuesto, en un país en el que el afrancesamiento es una institución nacional, es cómodo y tentador recurrir al argumentario de Max Weber plasmado en su “ética protestante y el espíritu del capitalismo”, y recitar sin pensárselo dos veces las loas a la ética del protestantismo y el fomento de valores como la autodisciplina, el trabajo metódico y la acumulación racional de riqueza⁴, por más que, a pesar de haber elegido todas ellas el mismo dios que España en Trento, Venecia y Génova tuvieran ya en los siglos XII al XV sistemas financieros avanzados, redes comerciales internacionales y una cultura económica fuertemente desarrollada, al igual que Florencia, Flandes, Baviera, Renania y Baden-Württemberg.

Capítulo aparte merece el mito de la tolerancia religiosa reformista, bajo cuya égida se estableció en los territorios luteranos del Sacro Imperio Romano Germánico el principio de cuius regio, eius religio, que facultaba a los príncipes alemanes a imponer su fe a todos sus súbditos, como ocurrió en Sajonia y Hesse, donde los católicos fueron perseguidos y sus iglesias clausuradas tras la consolidación del luteranismo; las órdenes religiosas fueron suprimidas y los monasterios confiscados para reforzar el poder político y financiero de los príncipes locales.

Por su parte, Calvino instauró un régimen de vigilancia teológica que regulaba desde los actos litúrgicos hasta la moral privada, siendo la intolerancia doctrinal y la eliminación del disenso la norma en su república teocrática⁵. Y qué decir de Oliver Cromwell, líder puritano inglés, bajo cuyo Protectorado tuvo lugar la sangrienta represión religiosa en Irlanda, donde los bienes de la Iglesia católica irlandesa fueron confiscados, las iglesias católicas fueron profanadas y saqueadas (con una brutalidad que recuerda al modus operandi del Estado Islámico en Palmira).

El paroxismo puritano culminó en masacres que incluyeron ejecuciones arbitrarias de católicos. Además, su régimen abolió los teatros, impuso normas morales rigoristas y subordinó la vida civil a los dictados de la religión protestante⁶.

Con todo, habría de ser esta particular variedad del protestantismo la que, a la postre, impusiera su mentalidad a nivel global: tras haber encontrado refugio en los Países Bajos en 1608 a causa del rechazo en su tierra natal, la facción más radical de los puritanos separatistas ingleses partió hacia América del Norte en 1620, estableciéndose en Massachusetts. Estos colonos, y los que pronto habrían de venir, no eran necesariamente los más cultos de Europa, pero sí los más audaces: radicales en acción más que en reflexión, despreciaban el pasado y veneraban el futuro, de tal suerte que esta orientación temporal hacia el porvenir se convirtió gradualmente en la espina dorsal del carácter nacional estadounidense.

La confianza en la novedad, más que una virtud individual, es producto de una presión social: el espíritu norteamericano exige entusiasmo, adaptabilidad y optimismo, y tiene pocas contemplaciones con la melancolía, la nostalgia y la introspección que siempre flota en el ambiente de los cafés de Europa.

Sin embargo, este optimismo puede tornarse religioso, cargando de sentido casi sagrado la economía, la familia, los ritos sociales y hasta el deporte: idealiza más que cuestiona, protegiéndose de la duda con certezas funcionales, reflejo de un carácter forjado en la inmensidad de un territorio agreste; tan libre como inseguro, donde el estadounidense, desvinculado de tradiciones europeas, construyó su identidad en un vacío físico y moral. Esta vastedad, geográfica y moral, fomenta la experimentación y el pragmátismo, pero exige acción para dotarlos de sentido: su cultura de masas menosprecia el ocio contemplativo, priorizando utilidad, velocidad e impacto.

Las artes y el pensamiento se subordinan pues a la eficacia, y el idealismo, medido en logros cuantificables, se vuelve estadístico, lo que, a su vez, ha generado un materialismo moral que valora lo cuantitativo sobre lo cualitativo. En consecuencia, y a falta de una tradición especulativa, en Norteamérica,  lo espiritual devino funcional⁷.

Cuando Tocqueville viajó a América en la década de 1830, no sólo observó un experimento político novedoso, sino una espiritualidad idiosincrática. En contraste con el modelo europeo, en el que la religión se entrelazaba con el poder político o era objeto de conflicto secularizador, en Estados Unidos la religión se revela como una fuerza social autónoma, profundamente influyente en la vida cívica. Tocqueville identificó cinco rasgos fundamentales características de la relación entre religión y democracia en Estados Unidos: en primer lugar, la religión —particularmente en su forma protestante, sobria y ética— actúa como fundamento moral de la libertad, ofreciendo un marco de virtudes cívicas que refuerzan la autodisciplina y limitan los excesos del individualismo liberal; en segundo lugar, la separación entre Iglesia y Estado, sin implicar una ruptura entre religión y sociedad, permite que la fe mantenga su vitalidad sin ser absorbida por el poder político; en tercer lugar, el pluralismo religioso y la tolerancia, lejos de fragmentar el cuerpo social, favorecen un consenso tácito sobre la función moral de la religión; en cuarto lugar, el pragmatismo espiritual, orientado a la vida cotidiana y alejado de disputas dogmáticas, dota a la religión de un carácter funcional y práctico; y, por último, el compromiso comunitario, donde las iglesias operan como actores sociales que juegan un papel asegurando cierto equilibrio entre libertad individual, moralidad pública y cohesión social⁸.

Sin embargo, más recientemente, ha emergido en el ámbito evangélico estadounidense un totum revolutum, plasmado una forma de sincretismo teológico-político que amalgama el dispensacionalismo escatológico, el pentecostalismo carismático y un nacionalismo cristiano militante, conformando una matriz religiosa estructuralmente análoga al ebionismo judeocristiano de los primeros siglos, todo lo cual que representa un giro en el imaginario religioso estadounidense que sustituye en buena parte el pragmatismo moral tocquevilliano por una teología de la anticipación apocalíptica⁹.

Esta convergencia produce una síntesis escatológica contemporánea que interpreta la historia como una batalla cósmica entre el Bien y el Mal, en la que ciertas naciones son concebidas como instrumentos privilegiados de la voluntad divina. Su eje central, el dispensacionalismo, fue originado en el siglo XIX con John Nelson Darby y difundido ampliamente por la Scofield Reference Bible, que presenta una lectura literal de la Biblia con interpretaciones sesgadas, que divide la historia en “dispensaciones” y otorga al Israel étnico un rol central en la consumación de los tiempos, lo cual justifica un sionismo cristiano incondicional y una visión apocalíptica de la política internacional.

Por su parte, el pentecostalismo, originalmente marginal y apolítico, ha evolucionado hacia formas de neopentecostalismo nacionalista que interpretan la política como un campo de guerra espiritual, promoviendo un literalismo bíblico radical, una moral reaccionaria⁹.

Estos elementos confluyen en el nacionalismo cristiano, una doctrina que sacraliza la identidad nacional, propugna la subordinación de la ley civil a la “ley de Dios” y postula una misión escatológica para ciertas naciones llamadas a liderar la batalla contra las fuerzas del mal, rescatando un orden moral supuestamente perdido. Esta configuración teopolítica presenta sorprendentes analogías estructurales con el ebionismo de los siglos I a IV, en aspectos como la centralidad del mesianismo literal, la normatividad de la ley religiosa, la elección de un pueblo como eje del plan divino, la fusión entre fe e identidad nacional y el rechazo al universalismo pluralista.

Así, aunque separados por siglos y contextos doctrinales distintos, el ebionismo antiguo y este sionismo cristiano contemporáneo comparten una lógica común: la integración de religión, moral y nación mediante una escatología combativa y providencialista, que redefine profundamente el papel de la fe en la esfera pública y reconfigura el sentido mismo de nación, historia y salvación⁹.

Todo esto ha insertado la espiritualidad americana en un marco teopolítico global. Si Tocqueville admiraba la capacidad de la religión para contener el materialismo, estas nuevas interpretaciones evangelistas tienden a usar la fe como lente interpretativa de la geopolítica mundial, además de dar pie a derivas religiosas como la “teología de la prosperidad” del pentecostalismo, que revierte el papel de la religión como freno al materialismo, interpretando la riqueza como signo de bendición divina¹⁰.

La espiritualidad norteamericana contemporánea ha experimentado, por lo tanto, una metamorfosis profunda, que es, en última instancia, una respuesta a la complejidad social, demográfica y cultural de la América contemporánea: urbanización, migración, globalización, secularización y polarización política. La espiritualidad ya no es simplemente un soporte moral de la democracia, sino un campo de batalla simbólico donde se disputan el sentido del bien común, la identidad nacional y el futuro político de la nación.

Tal y como estamos presenciando en el caso del conflicto Israel-Irán, ciertas lecturas y retóricas bíblicas (e.g. ver la entrevista de Tucker Carlson al senador Ted Cruz del 18 de junio de 2025) pueden actuar como fuerzas performativas en la política internacional. No se trata solo de que los creyentes esperen el cumplimiento del fin de los tiempos, sino de que pueden actuar de manera que lo provoquen o lo aceleren. El escatón, así entendido, deja de ser una advertencia profética para conviertirse en una directriz geoestratégica.

La teología dispensacionalista y sus derivadas articulan una visión escatológica en la que el conflicto entre Israel e Irán y la reconstrucción del Tercer Templo son elementos fundamentales para la consumación del plan divino. Esta cosmovisión, al convertirse en motor de política exterior y defensa, configura un escenario en el que las creencias religiosas inciden directamente en la geopolítica contemporánea, lo que no sólo tiene consecuencias de largo alcance para la estabilidad regional y global, sino que vacía al voluntarismo atlantista europeo del contenido que pudo haber tenido en otros tiempos¹¹.

 


  1. Scruton, R. (2004). England and the need for nations. London: Civitas.
  2. Brufau Prats, R. (1992). La Escuela de Salamanca y el nacimiento del derecho internacional moderno. Ediciones Rialp.
  3. Unamuno, M. de. (1995). En torno al casticismo. Madrid: Espasa-Calpe.
  4. Weber, M. (2001). The Protestant ethic and the spirit of capitalism (T. Parsons, Trans.). London: Routledge. (Original work published 1905).
  5. Höpfl, H. (1982). The Christian polity of John Calvin. Cambridge: Cambridge University Press.
  6. Fraser, A. (2007). Cromwell: Our chief of men. London: Phoenix.
  7. Bellah, R. N. (1991). The broken covenant: American civil religion in time of trial (2nd ed.). Chicago: University of Chicago Press.
  8. Tocqueville, A. de (2008). La democracia en América (trad. J. A. González). Alianza Editorial. (Obra original publicada en 1835).
  9. Sutton, M. A. (2014). American apocalypse: A history of modern evangelicalism. Cambridge, MA: Harvard University Press.
  10. Bowler, K. (2013). Blessed: A history of the American prosperity gospel. Oxford: Oxford University Press.
  11. Gooren, H. (2010). Religious Conversion and Disaffiliation: Tracing Patterns of Change in Faith Practices. Palgrave Macmillan.

 

 

 

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