La raza, el retorno intempestivo de una idea maldita- (I)

La raza, el retorno intempestivo de una idea maldita- (I). Adriano Errigel

La raza es una idea maldita que goza de excelente salud. A fuer de no existir – según nos dicen – las razas y sus diferencias se perfilan como la gran obsesión del siglo. Se recurre en todo ello a una suerte de prestidigitación dialéctica: se habla de “racializados” y “racializadas” y se evita la palabra proscrita. Astuto, ¿verdad?

Llámese como se quiera, las razas están de vuelta y por la puerta grande. Como un escarnio cruel, el tribalismo racial se instala en el coro angelical de la utopía “United Colors” y, a lomos de las guerras culturales, amenaza con no dar tregua. A lo largo de las próximas líneas nos asomaremos a las derivadas metapolíticas de todo ello, en el contexto de un debate – o de una “conversación”, como dicen ahora los cursis – que es hoy omnipresente en todas las sociedades occidentales. Raza y política: un cóctel altamente explosivo, como todo el mundo sabe. ¿Qué futuro nos augura este inesperado revival de la raza?  

Las aventuras de algo que no existe

Que las razas no existen, lo saben ya hasta los recién nacidos. Se trata de una verdad científica tan incontrovertible como lo era el geocentrismo en la época de Ptomoleo. No en vano, a lo largo de décadas se ha tratado de erradicar el vocablo, de estigmatizarlo como palabra sobrante y dañina, como locución a eliminar del vocabulario de cualquier persona educada. Palabra obscena, tóxica, de efecto contaminante, quien dice “raza” debe limpiarse la boca, debe justificar su recurso a esa idea sulfurosa. Nos encontramos aquí ante un límite de lo pensable y de lo decible. Hablar de razas supone entrar de lleno en el campo semántico del Mal. 

Así era más o menos hasta ahora; pero tras décadas de exorcismos, el espectro se manifiesta de nuevo. Como un freudiano retorno de lo reprimido, las razas vuelven por sus fueros. Pero lo hacen mediante una aproximación indirecta: vuelven en primer lugar bajo la forma de antirracismo, es decir, de la lucha contra una lacra que se basa en algo que no existe (la raza) porque – según nos explican – ésta no es más que una “construcción cultural”. El antirracismo es la cobertura ideológica que permite a los “racializados” adoptar una actitud asertiva: la de su propia identidad racial. Gran hallazgo de la Nuevalengua posmodernista: el término “racializado” es el peaje pagado al marco mental que ve “constructos culturales” por doquier y trata de artificializar dimensiones enteras de la existencia humana. Se sortea así un problema semántico: ¿cómo hablar de razas si pretendemos que las razas no existen? 

Quien dice “racializado/a” dice en realidad lo siguiente: “como persona culta e ilustrada que soy, soy por supuesto consciente de que las razas no existen, pero como hay muchos paletos racistas que no se han enterado, vamos a hablar de razas usando este término. Y vamos a meterlas hasta en la sopa”. La superioridad moral de los “antirracistas” queda así a salvo y, envueltos en culteranismo posmoderno, incurren en unracismo en sentido contrario.

¿Sólo los racistas hablan de raza?

Los científicos saben que no es prudente abordar el tema de las razas, a no ser que sea para negar su existencia. Pocos campos del saber se han visto sometidos a más injerencias extra-científicas que la antropología física y cultural, la etnología, la biología o la genética de las poblaciones. Pocas carreras se han visto tan perjudicadas como las de los investigadores, universitarios o divulgadores que han traspasado los límites de los dogmas oficiales. Por eso no siempre es fácil deslindar el discurso científico de la genuflexión ideológica, ni establecer donde termina la biología y donde empiezan las ciencias sociales. Para la doxa dominante no basta con afirmar que las razas no existen, es preciso eliminar también la palabra. ¿De donde arranca esta histeria contra la idea de raza?

La primera respuesta es la más obvia, y es – hasta cierto punto– la más comprensible. Habida cuenta de que en el pasado hubo una “falsa ciencia” que dio lugar a un “racismo científico”, la “auténtica ciencia” dictamina hoy que la idea de raza carece de valor científico, lo que de forma preventiva descalifica un posible retorno del racismo. De aceptar esta amalgama, hablar de “raza” es ya ser racista.

Una segunda respuesta se sitúa en el plano metapolítico, y tiene que ver con el liberalismo como ideología hegemónica. Sabido es que el liberalismo reposa, en último término, sobre una metafísica de la subjetividad que sitúa la esencia del hombre en su poder de auto-determinarse, en el egocartesiano como fundamento de todas las cosas. No en vano, la promesa de auto-engendramiento y de construcción de sí – el shopping identitario posmoderno – es el rasgo definitorio del liberalismo en su fase terminal: el neoliberalismo. Por eso, cualquier barrera natural, cultural o religiosa que no sea producto de la libre elección debe ser eliminada. La raza – al igual que el sexo– es una de esas barreras ominosas. Del mismo modo que el sexo se deconstruye en “género”, la raza se deconstruye en “prejuicio”, en estigma impuesto sobre las minorías “racializadas”. Lo que nos lleva a una tercera respuesta, la que nos remite a un designio de ingeniería social.

La globalización reposa sobre una promesa de intercambiabilidad generalizada, sobre un laissez passer planetario de personas, mercancías y personas/mercancía. La apología del nomadismo, del “sinfronterismo” y del “mestizaje” está al servicio de esa promesa (aunque tampoco se aclara qué es lo que hay que mestizar, si las razas no existen). Sea como fuere, la deconstrucción de la idea de raza desemboca – por otra vía– en el mismo proyecto: la construcción de una sociedad “líquida” en la que las supuestas razas se diluyen en el nuevo Hombre Global. Pero con un elemento disruptivo: asistimos, en cierta manera, a la emergencia una nueva “raza” de señores, la de los detentadores del Capital. Lo cual nos sitúa ante un escenario ciertamente novedoso. 

Sobre las razas viejas y nuevas 

Aunque parezca un escenario distópico, todo apunta ya a la concurrencia de dos tipos de razas. Por un lado, las razas resultantes de filiaciones biológicas que, con el paso de los siglos, dieron lugar a comunidades establecidas en espacios étnico-culturales. Son – por así decirlo – las razas “tradicionales”. Por otro lado, una superclase global que resulta de una selección biológica muy eficiente, siendo la riqueza el principal instrumento de esa selección. Una “nueva raza” que – como señala el ensayista francés Michel Drac – está en vías de constitución. No se define como resultado de una filiación pasada sino por una filiación que mira hacia el porvenir. Nos encontramos aquí ante un escenario  inédito, que no consiste ya en saber qué raza es “superior” (vana preocupación para racistas obtusos)  sino en determinar quiénes serán los dueños del capital. “La cuestión consiste en saber quiénes serán aquellos que, al asumir el dominio de la técnica y su poder demiúrgico, controlarán la maquinaria que asistirá a los seres humanos y – posiblemente mañana – los suplantarán o modificarán”.[1]¿Ciencia ficción? 

El cibernético británico Kevin Warwick advertía hace años que habrá genes implantados, microchips subcutáneos, híbridos capaces de conectar con el mundo digital, la tecnología que dominará el mundo. Aquellos que no puedan permitírsela “no serán más útiles que lo que son hoy las vacas que guardamos en los prados.” La pregunta es ¿quiénes tendrán los medios para costearse ese salto a lo transhumano?

En la era neoliberal, sólo la riqueza puede ser el umbral de acceso a la nueva raza. Existe ya una correlación estudiada entre coeficientes intelectuales y niveles de riqueza. El acceso a una formación esmerada y a  las educaciones de elite es una  forma de afianzar – y de maximizar – las ventajas genéticas acumuladas.[2]

En las polémicas migratorias se habla a veces de la “gran sustitución”.  Tal vez la “gran sustitución” consista en un escenario algo diferente al que todavía pensamos.

¿Una palabra sobrante?

El uso criminal de la idea de raza por el Tercer Reich hizo que, a partir de entonces, la mera palabra aparezca como portadora del virus del racismo. “El concepto de raza es el resultado del racismo y no el punto de partida del mismo”, afirmaba en 2016 la Asociación Zoológica de Alemania.[3]Conclusión institucional: sólo los racistas hablan de raza. 

Eppur si muove, que diría Galileo. Lejos de desaparecer del uso cotidiano, el concepto “raza” regresa con renovada fuerza. Si bien las explicaciones – científicas, sociológicas, antropológicas – que niegan su validez son sobreabundantes, al final sólo desembocan en una confusión generalizada, porque en realidad casi nadie se aclara si las razas tienen un fundamento biológico o son meras representaciones sociales. “El problema – señala el politólogo Pierre-André Taguieff – es que, por mucho que la raza sea considerada una noción vaga o confusa, un mito o una superstición moderna, su eficacia simbólica no puede ser negada”. Al verse excluida de las categorías científicas, la idea adquiere el estatuto de creencia y pasa a ser impermeable a las críticas de los expertos. Una paradoja sobre la que ya advertía el sociólogo americano Edgar T. Thomson en 1944, cuando escribía que “la ausencia entre el pueblo de una definición claramente formulada de la raza, lejos de debilitarla, en realidad añade fuerza a la idea”.[4]La raza pasa de ser un problema – y como tal, resoluble – a ser un misterio, y por tanto irresoluble de un modo completamente racional. 

¿Es la raza una palabra sobrante? La pregunta denota un nominalismo ingenuo: se suprime la palabra y se cree con ello suprimir la cosa. Un empeño inútil, como apuntaba el antropólogo Claude Lévi-Strauss – en una célebre conferencia en la UNESCO, en marzo 1971 – cuando advertía que “nada conduce a pensar que los prejuicios raciales vayan a disminuir, todo conduce a pensar que, tras breves periodos de apaciguamiento, van a resurgir con una intensidad acrecentada”.[5]La lucidez realista de Lévi-Strauss pertenece ya al pasado. El optimismo del “Imperio del Bien” (Philippe Muray) nos ha hecho creer que las campañas orquestadas por el paternalismo de Estado, la moralina Walt Disney y la reescritura “diversitaria” de la historia nos van a conducir al mundo según Benetton. Pero expulsada por la puerta, la idea de raza entra por la ventana.  

Lo mismo que hay una corrección política, hay también una corrección biológica. Confinada en el estante polvoriento de la ciencia periclitada, la idea de raza ha sido objeto de una meticulosa deconstrucción. Un debate científico que, si bien parecía cerrado, en los últimos años se ha reactivado de forma inesperada.

Conviene tomar perspectiva. 

El origen de una deconstrucción: Franz Boas

Hace más de un siglo existía un estudio de las diferencias humanas que, surgido de la Ilustración, había tomado impulso con la revolución darwiniana. La antropología emergió en esa época como una “ciencia de las razas” que se centraba en el estudio de los datos antropométricos, los patrones de comportamiento y la inteligencia, con vistas a esclarecer la capacidad de supervivencia de los seres humanos dentro del proceso evolutivo. Pero en una época propensa a las grandes cosmovisiones – (hablamos de fines del siglo XIX) esta rama del saber se vio lastrada por agendas extra-científicas. Especialmente en Alemania, donde el darwinismo “adquirió un tono colectivista y romántico, fusionando la teoría de la selección natural con el espíritu del romanticismo”.[6]La ciencia empírica se tiñó así de ideología y de afanes de ingeniería social, entre los cuales el eugenismo –  muy aplaudido entonces a derecha e izquierda – fue uno de los productos más relevantes. La historia es de sobra conocida. La mezcla de darwinismo social, de apología de la raza nórdica y de nacionalismo dio lugar a los desvaríos ideológicos que, a su vez, condujeron a la catástrofe. A partir de 1945 el estudio científico de las razas quedaba, en Europa, teñido de sangre. En ese momento una escuela antropológica nacida en América se aprestaba a tomar el relevo. 

La deconstrucción de la idea de raza tiene origen con nombre y apellido: Franz Boas (1858-1942). Procedente de una familia judía alemana, Boas emigró a Estados Unidos y en 1899 asumió la dirección del departamento de antropología en la Universidad de Columbia. Si bien hasta Boas la antropología se ocupaba del estudio de las razas, a partir de Boas pasó a ser el estudio de la cultura. Su libro “The Mind of Primitive Man” (1911) tuvo una enorme influencia y fue calificado como la “carta magna de la igualdad de las razas”. A su muerte, su escuela – con nombres como Ruth Benedict (1887-1948), Margaret Mead (1901-1978) y Ashley Montagu (1905-1999) – dominaba los estudios de etnología en América. Así fue al menos hasta los años 1970.

Boas nunca llegó al extremo de negar las diferencias raciales. Lo que sí afirmaba es que su influjo sobre el desarrollo de las culturas y los individuos es prácticamente irrelevante. Lo que Boas defendía era la total independencia de la biología frente a la cultura y las capacidades del individuo (nada tiene que ver, concluía en un estudio, el volumen del cerebro con la inteligencia). Igualmente enfatizaba la “plasticidad” de las características físicas de los humanos, su capacidad de adaptación al entorno. Para la escuela de Boas, la cultura – entendida como acervo socialmente transmitido – es lo determinante, porque los comportamientos humanos responden a condicionamientos culturales que pueden ser alterados. 

Música para los oídos progresistas. La construcción de una sociedad libre – afirmaban los discípulos de Boas – pasaba por la liberación de las “cadenas” de la tradición y la cultura. Según el antropólogo Vincent Sarich, el legado de Boas consiste en “la desvinculación entre las ciencias del hombre y la ciencia de la vida. La perspectiva evolucionista fue abandonada y la antropología comenzó su declive en el abismo del deconstruccionismo”.[7]Quedaba abierto el camino a la proscripción de la idea de raza.

¿El mito más peligroso?

La conversión de la “raza” en un tabú fue la misión que se impuso el antropólogo Ashley Montagu, discípulo de Boas. En 1942 Montagu publicó su libro “El mito más peligroso: la falacia de la raza”, en el que argumentaba que la raza es un concepto arbitrario y tendenciosamente racista. En 1950 Montagu fue designado por la UNESCO como presidente de un comité de académicos encargados de elaborar una declaración contra el racismo. En su primera versión (1951) el texto no negaba la existencia de las razas biológicas, pero sí afirmaba que “a los efectos sociales prácticos la raza no es tanto un fenómeno biológico como un mito social”. Siguiendo la propuesta de Montagu el comité recomendaba la sustitución de la palabra raza por la de “grupo étnico”. Las protestas de un número de antropólogos físicos forzaron una versión revisada (1952), en la que se señalaba que la palabra raza – reservada al dominio antropológico – designa a los grupos humanos que posean, ante todo, diferencias físicas bien desarrolladas con respecto a otros grupos. Pero en lo relativo a las posibles diferencias psíquicas entre unos grupos y otros, el comité de redacción se mostraba evasivo. 

En el debate en la UNESCO subyacía un problema que pocos podían ignorar: ¿cómo conciliar el criterio científico – que extrae sus conclusiones de la biología – y el criterio ideológico-moral que proclama la igualdad de todos los seres humanos? Ambos paradigmas – la inteligibilidad científica del mundo y el ideal de igualdad universal – hunden sus raíces en el Siglo de las Luces. Una contradicción interna de la Ilustración que se saldó con lo que el historiador Andreas Vonderach llama “el establecimiento de una religión civil”. Al apostar por la escuela de Boas, la izquierda eligió el ideal de la igualdad frente al de la ciencia. Desde ese momento “todos los conocimientos científicos que apuntasen a la realidad de la diferencia entre razas, pueblos y sexos serían denunciados y reprimidos como racistas, biologizantes y sexistas”.[8]Las diferencias entre las colectividades humanas pasaron a ser explicadas en función de la educación y el entorno, mientras que los argumentos de tipo biológico-genético serían estigmatizados como “racistas”. La antropología cultural sustituyó a la antropología física, y en las universidades americanas (dentro de las llamadas “liberal arts”) se convirtió en el predio académico de la izquierda, un signo inconfundible de pedigrí progresista. El nuevo humanismo antropológico pasó a centrarse en el estudio de las “minorías” y culturas no europeas, así como en la denuncia del etnocentrismo y del racismo inherente a los pueblos blancos: dos leitmotiv que confluyeron con la ideología de 1968. Las semillas de la corrección política quedaban plantadas

Pero en el terreno científico las espadas seguían en alto. 

Una ciencia ética y socialmente responsable

En los años 1940 la escuela de Boas se vio reforzada por la genética de las poblaciones, una rama de la genética que se centra en describir la variación y distribución de la frecuencia alélica para explicar los fenómenos evolutivos.[9]Como resultado de su influencia, el uso del término “población” terminó desplazando al de “raza” entre los investigadores. ¿Adquiría la escuela de Boas un respaldo científico?

Los principales impulsores de la genética de las poblaciones – Julian Huxley (hermano del novelista), Theodosius Dobzhansky y Ernst Mayr, entre otros – impulsaron una “nueva síntesis” que combinaba la teoría de la evolución de Darwin con las leyes de la herencia de Mendel. Esta “nueva síntesis” favorecía el concepto de “grupos de población” identificados por genotipos frente a los estudios morfológicos basados en fenotipos.[10]Es decir, se primaba la investigación de variantes genéticas aisladas (tales como el tipo de sangre) frente a las características físicas externas que justifican la división entre razas. La investigación sobre las frecuencias y distancias entre pools genéticos permitió constatar que éstos no sólo no coincidían con las razas tradicionales, sino que las variaciones dentro de las razas eran cuantitativamente más importantes que las variaciones entre las razas. Lo cual abrió la puerta al descrédito científico de la idea de raza. Habida cuenta de que entre las razas no hay fronteras bien definidas, se concluyó entonces que la especie humana se configura como una progresión continua de poblaciones, y no como una serie de razas con desarrollo genético separado. Las tipologías raciales tradicionales fueron así desechadas como constructos platónicos, proyecciones ideales de la mente humana. 

Ocioso es decirlo, este debate tenía lugar en un clima de admoniciones morales sobre la “responsabilidad social de la ciencia” y la necesidad de evitar conceptos políticamente peligrosos, enfoques que sirvieron para descalificar como “anticuados” y “racistas” a reputados antropólogos que – como en el caso del americano Carleton S. Coon– seguían recurriendo a los criterios morfológicos en el estudio de las razas. 

¿Consiguió esta ofensiva “matar” científicamente la idea de raza? Si bien para el mainstream académico la senda estaba ya marcada, quedaban aún demasiados cabos sueltos. En primer lugar, era evidente que, al descalificar como “racista” a la antropología tradicional, la escuela de Boas atacaba a un “hombre de paja” hecho a su medida. Ningún antropólogo serio había defendido nunca que las razas fueran compartimentos estancos, o entes homogéneos e inmutables. Tampoco se había negado que existan corrientes genéticas entre las razas. Más allá de los delirios ideológicos de algunos, la idea de “raza pura” era ajena a los planteamientos científicos. Pero que la idea de “raza pura” no sea defendible no descalifica per sela idea de raza, de la misma forma que la inexistencia de un “verde puro” o de un “azul puro” no desmiente la existencia de los colores, de la misma forma que cualquier estadio intermedio – entre grande y pequeño, entre niños y jóvenes, entre frío y calor– no desmiente las nociones de tamaño, edad y temperatura.[11]No en vano, los  principales investigadores genéticos seguían utilizando el concepto de raza; Theodosius Dobzhansky entre ellos, quien definía las razas como “grupos de población diferenciados por la frecuencia de determinados marcadores genéticos”. 

En realidad, la posición de la ciencia seguía sin ser unánime. Todo dependía del enfoque desde el que se partiera. Mientras que la genética de las poblaciones se centra en los caracteres hereditarios indiscutibles (los pools genéticos), la bio-antropología se centra en el análisis de los fenotipos compartidos en las poblaciones. En otros términos, los bio-antropólogos parten de la “percepción común”, mientras que los genetistas “construyen” poblaciones en base a modelos simplificados, los cuales no siempre se corresponden con esa percepción común. ¿Posiciones incompatibles? 

La respuesta se encuentra seguramente en un término intermedio. El enfoque estrictamente tipológico puede ser demasiado estrecho, y el enfoque de genética de las poblaciones puede ser demasiado amplio. A lo que hay que añadir que, según cierto número de estudios, los resultados obtenidos por la genética de las poblaciones no sólo no contradicen los del enfoque bio-antropológico, sino que correctamente interpretados los refuerzan… 

A partir de los años 1970 el negacionismo de la raza entraba en una nueva fase. Esta vez de la mano de científicos ideológicamente comprometidos.  

La imposición de una verdad científica

El argumento más común contra el valor taxonómico de las razas consiste en subrayar que la variación genética dentro de ellas es superior a la variación entre ellas. La versión más conocida de este argumento fue formulada en 1972 por el biólogo americano Richard Lewontin.[12]

La tesis de Lewontin se basa en el cálculo de la heterocigosidad, es decir, la medida de la variación genética de la población respecto a locusgenéticos particulares.[13]Comparando datos de 17 proteínas entre personas de diferentes “razas”, Lewontin llegó a la conclusión de que sólo un 6,3% de las variaciones correspondían a individuos de distintas razas, a lo que había que añadir un 8,3% de variaciones entre individuos de distintas etnias. El 85% de las variaciones genéticas restantes tenían lugar entre los individuos aislados, independientemente de su (supuesta) raza. La conclusión estaba clara: la categoría “raza” carece de valor genético o taxonómico alguno. Un argumento que se pretendía moral a la par que científico, y que adquirió muy pronto un rango canónico.[14]

Conviene tener presente que Lewontin formaba parte de un colectivo de científicos bautizado como “Ciencia para el Pueblo”, que partía de una concepción de la actividad científica como “contribución a la construcción de una sociedad justa y socialista”.[15]Provisto de fuerte anclaje mediático, el grupo ejerció durante años una labor de bullying frente a las opiniones discrepantes que se formularan desde la genética o la teoría de la evolución.[16]En 1999 el investigador genético Alan R. Templeton reforzó la tesis de Lewontin. Centrando su estudio a las especies no humanas, Templeton afirmaba que sólo los grupos de población con un índice de variación 25%-30% (valor Fst) pueden calificarse de subespecies. La analogía con la especie humana le llevaba a concluir que, al no reunir ese 25%, las razas humanas no existen.

Las tesis de Lewontin y Templeton suelen divulgarse todavía como la última palabra en materia de raza, cosa que está muy lejos de ser cierta. El argumento choca de entrada con una objeción importante: ¿quién determina que una variación de un 15% entre poblaciones sea algo insignificante? De hecho, el creador del porcentaje Fst (el investigador genético Sewall Wright) había estimado que, en el mundo animal, las diferencias entre 10-15% ya eran suficientes para hablar de “subespecies” (de hecho, muchas subespecies reconocidas tienen porcentajes de variación muy inferiores). El problema de fondo es el criterio de variabilidad “Fst” usado por Lewontin y Templeton, un método que se presta a grandes equívocos. Varios estudios realizados en 2003 incluyeron en el cálculo a seres humanos y chimpancés, con el resultado de una variación del 16% entre unos y otros (una diferencia insignificante según el criterio de Lewontin).[17]Pero la refutación de más calado fue la argumentada en 2003 por el genetista A. W. F. Edwards.[18]

La llamada “falacia de Lewontin”, expuesta por A. W. F. Edwards, venía a decir que lo determinante no era el aspecto cuantitativo de las diferencias (el famoso 15%) sino el cualitativo: cómo esas diferencias están genéticamente estructuradas entre los individuos de distintas poblaciones. Es lo que suele llamarse “estructura de correlación de los datos”, que se refiere a la forma que los alelos tienen de correlacionarse en los diferenteslocus. Ese análisis estructural llegó a la conclusión de que las diferencias, por muy pequeñas que sean cuantitativamente, son altamente significativas e incluso determinantes. A lo que hay que añadir que las conclusiones de Lewontin podían ser válidas para los 17 marcadores genéticos por él estudiados, pero ya no lo son tanto al incluir un número creciente de variaciones de la secuencia ADN.[19]

Las conclusiones de Lewontin tampoco resisten un análisis morfológico entre poblaciones. La estadística de variantes físicas hereditarias – tales como la capacidad craneal o los rasgos faciales – permiten establecer categorías con hasta 92% de características en común, muy superior al 75% supuestamente exigido en zoología y mucho más que suficiente para cualificarse como “razas”.[20]

Conviene entonces reformular la pregunta ¿de qué hablamos cuando hablamos de “razas”?

La raza, concepto movedizo

A partir de los años 1990 la investigación genética adoptó el enfoque de “clusters” (que se traduce como “conjunto”, “racimo”, “mata” o “conglomerado”) para estudiar las variaciones entre las poblaciones humanas. Su objetivo era identificar patrones de similitud genética entre individuos y poblaciones, valiéndose para ello de los apropiados instrumentos estadísticos. De forma sorprendente, los clusters geográficos que resultaron de los principales estudios se asemejaban a las tradicionales divisiones entre razas humanas, lo que venía a reabrir un debate que se había dado por cerrado. ¿Son los clusters “razas”? 

Comentando estos estudios, el periodista científico Nicholas Wade escribe lo siguiente: “las variaciones raciales no se refieren a diferencias absolutas, sino a la forma en la que los genomas de los individuos de todo el mundo se arraciman (“cluster”) atendiendo a su similitud genética. El resultado es que cada individuo termina dentro del grupo con el que comparte mayores variaciones”.[21]Entre los años 1990 y 2000 el “Human Genome Diversity Project” de la Universidad de Standford impulsó una serie de estudios genéticos (“cluster analysis”) de gran envergadura. ¿Qué dicen sus resultados?

El primero de ellos – dirigido en 1994 por el genetista Cavalli-Sforza – confirmó la tesis de Lewontin: la mayor parte de las variaciones genéticas tienen lugar dentro de las propias poblaciones. No obstante, los “clusters” resultantes venían a coincidir con el origen geográfico continental de los sujetos. Estos resultados fueron confirmados en otro estudio dirigido en 2004 por Noah Rosenberg, que identificó 5 clusters correspondientes a África, Europa, Extremo Oriente, América y Oceanía.[22]Posteriormente se confirmó que, si se añaden nuevos marcadores DNA, las poblaciones del subcontinente indio y del oriente medio se desgajan de las caucásicas, conformando un total de siete grandes grupos.[23] Todo lo cual viene a corroborar, a grandes rasgos, las percepciones populares más extendidas sobre las diferencias raciales, que se refieren casi siempre a la división por continentes. ¿Podemos hablar con solidez científica, de un número determinado de “razas”?

No exactamente. La categoría “raza” no puede ser un esquema rígido, como la tabla periódica de elementos en química. Se trata más bien de un criterio de clasificación, de un concepto “movedizo” que varía según se quiera afinar el análisis. “Las razas – escribe Nicholas Wade – no son entidades diferentes sino más bien aglomeraciones (clusters) de individuos con variaciones genéticas similares. ¿Cuántas colinas hay en New Hampshire? Dependerá de la altura que seleccionemos como criterio para definir una colina. El número de razas dependerá del nivel de aglomeración que seleccionemos: tres, cinco o siete son respuestas razonables, si queremos enumerar las variaciones mayores de la especie humana”.[24]Para rebatir este enfoque, los adversarios del concepto de raza suelen denunciar el afán humano por establecer categorías y clasificar la realidad, como si esto fuera algo esencialmente dañino, como si esto impidiera reconocer los elementos de continuidad que subyacen en todo lo existente.[25]Sin embargo, parece difícil avanzar en cualquier rama del saber sin establecer clasificaciones ni acordar algún sistema de categorías. No por tratarse de “constructos culturales” esas referencias dejan de ser útiles o de estar fundadas en una observación de lo real.

El consenso del cementerio

Las experiencias de la esclavitud, el apartheid y el nazismo hacen humanamente comprensible la aversión al concepto de raza, pero no la hacen científicamente justificable. Todo lo contrario, si la ilegitimidad del racismo se hace depender de los resultados científicos ¿qué pasará cuando la ciencia ofrezca resultados distintos a los deseados? La ciencia es siempre revisable y parece que eso se olvida. También se olvida que la ciencia tiene un carácter predominantemente descriptivo y – como decía Nietzsche – no es en sí misma “creadora de valor”. Por eso resulta curioso ver las piruetas semánticas a las que muchos se entregan para evitar la palabra raza – “categorías raciales”, “poblaciones”, “pools genéticos”, “personas racializadas”, “redes de emparejamiento”, “fenotipos”–, como si eso pudiera corregir la realidad, como si eso sirviera para conjurar el racismo. Esfuerzo inútil, la gente no ve por la calle pools genéticos ni fenotipos. 

A partir de los años 1990 el concepto de raza fue sistemáticamente retirado de los manuales y los libros de texto en Europa y América. En una encuesta realizada en 1999, el 69% de los antropólogos físicos americanos se declaraban contrarios a la noción de raza (el 50% rehusó contestar). El clima de opinión reinante hace imposible la discrepancia. Para ahuyentar sospechas y curarse en salud, los investigadores que se adentran en terrenos “peligrosos” suelen empezar por un vade retro a la palabra “raza” a la manera de exorcismo ritual u operación de magia preventiva). Cuando los datos de la genética de poblaciones o la biología contradicen la versión oficial, los investigadores se refugian en profesiones de fe políticamente correcta o – lo que es peor – intentan desviar la atención a través de la denuncia o descalificación de otros colegas. Sólo los más osados están dispuestos a afrontar la acusación de racismo. El proverbial conformismo del mundo académico –pensamiento grupal, escrutinio corporativo, intimidación en los campus, dependencia de los poderes públicos, autocensura – hace el resto. En materia de razas, el consenso académico-mediático se asemeja a una paz del cementerio.

O así había sido al menos hasta ahora.

(Continúa….)


[1]Michel Drac en La Question Raciale, Essais.Le Retour Aux Sources 2013, p. 327. 

[2]Richard J. Herrnstein, The Bell Curve: Intelligence and Class Structure in American Life. Simon and Schuster 1996. Citado por Michel Drac en La Question Raciale, Essais.Le Retour aux Sources 2013, pp. 332-333. 

[3]Andreas Vonderach, Die Dekonstruktion der Rasse. Sozialwissenschaften gegen die Biologie.Ares Verlag 2020, pp. 20-21.

[4]Pierre-André Taguieff, “Race”: un mot de trop? Science, politique et morale. CNRS Editions 2018, p. 23.

[5]Claude Lévi-Strauss, Race et Histoire, Race et Culture. Albin Michel/Editions Unesco 2001, p. 164.

[6]Vincent Sarich-Frank Miele, Race, the Reality of Human Difference. Westview Press 2004, p.84. 

[7]Vincent Sarich-Frank Miele, Race, the Reality of Human Difference. Westview Press 2004, p.91. 

[8]Andreas Vonderach, Die Dekonstruktion der Rasse. Sozialwissenschaften gegen die Biologie.Ares Verlag 2020, pp. 20-21.

[9]Un “alelo” es la palabra utilizada para describir las formas alternativas o versiones de un mismo gen. Cada persona hereda dos alelos de cada gen, uno del padre y otro de la madre. De forma muy simplificada se puede distinguir entre los alelos “normales” y los “mutantes” (aquellos que han sufrido una alteración en su secuencia). Esas variaciones se pueden manifestar en modificaciones concretas de la función de ese gen: características como el color de los ojos o el grupo sanguíneo. 

https://www.genome.gov/

[10]El genotipo es el conjunto de los genes y la información genética que conforma a un individuo de cualquier especie y se transmite de generación en generación. El fenotipo es la expresión en forma física de las características de un individuo de cualquier especie.

[11]Alain de Benoist, Racisme, remarques autor d´une définition. En Racismes, Antiracismes, volumen colectivo dirigido por André Béjin y Julien Freund. Meridianes Klincksieck 1986, pp. 232-233. 

[12]Richard Lewontin, “The Apportionment of Human Diversity”,artículo aparecido enEvolutionary Biology vo. 6 (1972) pp. 391-398. 

[13]Un loci es el conjunto de posiciones (locus) fijas sobre un cromosoma. Por ejemplo, la posición de un determinado gen.

El cálculo de la variación genética se hace sobre el llamado “índice de fijación” (F-Statisticso “Fst”, en inglés). El valor Fst mide cuánto se incrementan las posibilidades de encontrar variantes genéticas diferentes cuando las variantes se toman de forma aleatoria entre todos los humanos, en vez de dentro de una población o “raza” determinada.Ryan Faulk, “Variation Within and Between Races”.

http://thealternativehypothesis.org/index.php/2016/04/15/variation-within-and-between-races/

[14]Nicholas Wade, A Troublesome Inheritance. Genes, Race and Human History. Penguin 2015, pp. 118-119. Según Lewontin: “las clasificaciones raciales de los hombres no tienen valor social y son positivamente destructivas de las relaciones sociales humanas. Desde el momento en que está demostrado que dicha clasificación racial no tiene ningún valor genético o taxonómico, no existe justificación alguna para su mantenimiento”. (Richard Lewontin, The Apportionment of Human Diversity).

[15]  R.C. Lewontin, Steven Rose, Leon J. Kamin, Not in our Genes. Biology, Ideology and Human Nature.Haymarket Books 2017.  

El grupo “Ciencia para el Pueblo” fue creado en los años 1960 por Richard Lewontin, el psicólogo Leon J. Kamin (1927-2017), el paleoantropólogo Stephen Jay Gould (1041-2002) y el biólogo Steven P. Rose (1938). El grupo se distinguió por su oposición a la guerra del Vietnam y por sus debates con la corriente de la sociobiología (Edward O. Wilson, Richard Dawkins). El grupo publicó regularmente una revista hasta finales de los 1980.

[16]Andreas Vonderach, Die Dekonstruktion der Rasse. Sozialwissenschaften gegen die Biologie.Ares Verlag 2020, p. 31.

[17]Ryan Faulk, “Variation Within and Between Races”.

http://thealternativehypothesis.org/index.php/2016/04/15/variation-within-and-between-races/

Un enfoque centrado únicamente sobre ciertas frecuencias genéticas permite demostrar que, en algunas de ellas, hay más proximidad entre un hombre y un chimpancé que entre un chimpancé y un gorila, o incluso entre algunos hombres entre sí. Marie Claire King y A.C. Wilson estiman en 0,62% la distancia genética entre el hombre y el chimpancé (revista Science nº 188, 1975, citado por Alain de Benoist en Racismes, Antiracismes, p. 250).

[18]A.W.F. Edwards, Human genetics diversity: Lewontin´s fallacy, publicado en agosto 2003 en el volumen 25 de la revista Bioessays.

[19]En cuanto al estudio de Templeton, éste ha sido criticado por asumir abusivamente que el valor Fst de 25% es el estándar en la literatura para especies no humanas, cosa que no parece establecida como tal. También se le critica por haberse basado en una comparación inapropiada: el ADN mitocondrial (en el caso de los animales) con el ADN autosomal (en el caso de los humanos). Ryan Faulk, Andreas Vonderach, Obras citadas.

[20]  William W. Howels: Cranial Variation in Man. A Study by Multivariate Analysis of Patterns of Difference Among Recent Human Populations. Cambridge 1973. Virenda P. Chopra e Ilse Aschwidetzky, Quantitative Rassen Systematik,en Homo 21, 1970. Citado por Andreas Vonderach, Die Dekonstruktion der Rasse. Sozialwissenschaften gegen die Biologie.Ares Verlag 2020, pp. 32-22. 

[21]La unidad de medida aquí es la variación de la secuencia ADN que se conoce como SNP (Polimorfismo de Nucleótido Único) cuando afecta al menos a un 1% de la población. Los SNPs indican una localización cromosómica que tal vez esté asociada con un fenotipo determinado, y son una fuente mayor de variaciones entre los individuos.

[22]Charles Murray, Human Diversity. The Biology of Gender, Race and Class. Twelve 2020 p. 150. 

[23]Nicholas Wade, A Troublesome Inheritance. Genes, Race and Human History. Penguin 2015, pp. 96-102. 

[23]Nicholas Wade, A Troublesome Inheritance. Genes, Race and Human History. Penguin 2015, p.96.

[24]Nicholas Wade, A Troublesome Inheritance. Genes, Race and Human History. Penguin 2015, p.100.

[25]Por ejemplo, esta objeción es aducida por el genetista y divulgador científico Adam Rutherford en subestseller“Como rebatir a un racista”. En reacción al estudio de Noah Rosenberg, Rutherford critica el “ansia por categorizar las cosas e ignorar los elementos de continuidad”. (Adam Rutherford, How to Argue with a Racist. History, Science and Reality,Weidenfeld &Nicholson). 

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