Hay un combate primitivo entre los niños y el mar, más antiguo que la revolución francesa y más pugnado que la lucha de clases, más dramático que la toma del palacio de invierno y más divertido que mayo del 68. Es una pelea sin descanso, mantenida en desigualdad de condiciones cada verano, renovada en cuanto el sol aprieta en los lomos y acudir a la costa se instituye en devoción impostergable durante los siguientes meses, aplacada en septiembre y con tregua pactada en cuanto la campana del colegio retira las tropas de chiquillería de marina y el arenal playero queda desierto, con las olas repitiéndose en inútil espuma y bramando en vano mientras el enemigo recupera fuerzas tierra adentro. Hasta el verano que viene.
Lo primero que debe hacer un general antes de la batalla es reconocer el terreno. Por eso los niños en la orilla, faltos de experiencia y ayunos de conocimientos técnicos, suelen fracasar en sus intentos de meter el mar en un cubo, de recoger las arenas en sus manos, de levantar murallas de barro inexpugnables entre los océanos y el mundo seco. Pero no importa porque si el mar es tozudo la infancia lo es aún más; no importa cuántas olas caigan sobre el mundo a lo largo del año y en el transcurso de los siglos, siempre habrá niños en la orilla dispuestos contestar su monotonía con el ingenio espontáneo de los inocentes, los que no conocen el mar pero saben concebir el secreto impenetrable de lo eterno. Por eso contaban de aquel padre de la Iglesia que, paseando por una playa mientras discernía en su fuero interno sobre el misterio del ser y la eternidad, encontró a un niño que jugaba, portando agua en una concha para verterla en el hoyo que había provisto en la arena; el santo varón le preguntó a qué se dedicaba y el niño respondió: “Voy a meter el mar en este agujero”; y el pater fidelium: “Pero eso es imposible”; y el niño: “Más imposible es que tú comprendas la eternidad, pues llevas toda la vida estudiando y reflexionando y al final sólo te ha servido para llegar hasta aquí y hablar conmigo”. Por eso los niños jugando a la orilla del mar, rebozados en arena, revolcados por las olas, titánicos en el esfuerzo de sacar agua del mar con un cubito de plástico y construir fortalezas con una pala diminuta, son sagrados.
Álvaro Cunqueiro, el mayor genio literario español del siglo XX —y lo que llevamos del XXI—, en Las mocedades de Ulises propone el enunciado más audaz de nuestra narrativa: “Saca la lengua, Ulises, y pruébala. ¡Es amarga! ¡Es agua del mar!”. Nadie ha escrito nunca algo tan osado: descubrir súbito, por revelación prodigiosa y amarga surgida del mar, lo infinito de la vida y lo infinito de la libertad. Cierto: no entendemos el universo pero nos cabe en la cabeza; no sabemos nada del mundo pero somos libres para enfrentarlo y recorrerlo y conquistarlo si hace falta. Así los niños demiurgos a la orilla del mar, libres como almas fugaces, discuten ante lo inmenso con un único argumento: la humana perseverancia. Puede que el misterio y la potestad de lo incierto consuman nuestras vidas igual que la infancia a orillas del mar se consume en la tarea inútil de transportar las aguas infinitas hasta la playa, pero hay algo más enorme y desde luego más misterioso aún que los océanos: el espíritu humano que nunca ceja, nunca acepta la derrota y está convencido, en su virtud pueril incontaminada, de que tarde o temprano el Mediterráneo cabrá en un cubo y todos los océanos en un hoyo cavado en la arena.
Tal cual, dicen que los niños no mienten porque no saben mentir, más bien no saben disimular. Su brega inagotable ante las olas es signo bendito de que ese espíritu, en su expresión más depurada y flamante, renovada cada verano, seguirá empeñado en saber todos los misterios y dominar todos los infinitos: la revolución imposible del conocimiento, la emoción y la experiencia. Total, somos humanos y no tenemos nada que perder. Por mi parte no veo más que ventajas en el enfrentamiento perpetuo de los niños sagrados a la orilla del mar, en su lucha eterna contra lo eterno hasta alzar la mano armada de pala de plástico y proclamar alguna vez nuestra victoria. Puestos a ser locos, que la causa merezca la pena.