La sumisión de las masas

La sumisión de las masas. Santiago Mondejar Flores

No revelaremos arcano alguno apuntando que, siendo la cualidad esencial de la democracia moderna la legitimación del gobierno mediante el sufragio, el poder emana de la persuasión del votante, de manera que vence quien convence. Una vez constatada tal obviedad, nos enfrentamos, por un lado, al reto de analizar aquello que es mollar en el sistema democrático, esto es, cómo se consiguen los consensos (i.e. mayorías) que permiten convertir en ley una determinada preferencia de parte. Una vez hecha tal cosa, nos quedará aún por ver qué personas y grupos se adaptan mejor a este ecosistema político. Finalmente, y a partir de este examen, nos quedará por colegir si el diseño del sistema democrático actual incentiva, o no, que los más capaces y virtuosos ejerzan el poder, y si la afirmación de Diógenes[1]de que la mentira es la moneda de la política es correcta, 2.500 años después.

Vayamos pues por partes. Aunque a causa de nuestro retraso relativo en la adopción del modelo de democracia liberal de corte anglosajón, es fácil caer en el adanismo de pensar que nuestro sistema político presenta características propias determinantes, lo que nos puede arrastrar a la melancolía propia de la frustración. Basta con revisar los marcos teóricos desarrollados en el periodo de entreguerras del siglo XX por intelectuales  judeo-estadounidenses como Walter Lippmann[2]y Edward Bernays[3]para constatar sus obras se convirtieron en manuales de uso para alcanzar y mantener el poder a través de las urnas.

Así, conceptos como “opinión pública” y “relaciones públicas”, que fueron acuñados por estos autores, han pasado a formar parte del léxico de la política como eufemismos de “propaganda” y “manipulación de las masas”.  Bajo estas nociones subyace la admisión de que siendo las sociedades modernas son cada vez más complejas, es imprescindible la simplificación máxima del discurso político -la infantilización de las consignas- para que lo complejo pueda explicarse a la población como si fuese simple, de manera que, cuando llega el momento de depositar el voto, el elector lo haga convencido no solo de hacerlo libremente, sino con un conocimiento de causa que emana de comprender la realidad gracias a la interpretación de la misma que le ha transmitido el político al que vota en nombre de“quienes constituyen el gobierno invisible que detenta el verdadero poder”(Bernays, 1928).

El propio Lippman -autor del neologismo “estereotipo”- reconoció que la metáfora de los juegos de sombras de la caverna de Platón[4]era un fiel reflejo de este estado de cosas. Siendo esta comparación correcta per se, la representación de los gobernados como meros espectadores es insuficiente, porque deja de lado que los miembros de la sociedad también participan de manera activa, y a menudo entusiástica, en darle forma a las sombras que después confunden con la realidad.  Esto es fácilmente apreciable subiendo a bordo de cualquier medio de transporte público, y comprobando tras mirar en derredor cómo los usuarios de dispositivo móviles se han convertido en el producto que se vende, viviendo en el presente absoluto, cumpliendo así, al pie de la letra, aquel aforismo marxisano sobre el fetichismo del producto[5], según elcual, cuando los fabricantes crean un objeto para el sujeto, crean asimismo un sujeto para el objeto.

Quizás quien mejor supo alegorizar la situación de la sociedad moderna fue el dramaturgo rumano Eugène Ionesco, en su obra de 1958 “Rinoceronte”[6], en la que sus protagonistas se ven inmersos en un cambio súbito y absurdo que lleva a que la comunicación entre ellos se haga imposible, lo que postreramente deviene un acto voluntario de conformismo a través de una metamorfosis del intelecto que les empuja a repetir las ideas y los lemas que oyen, sin molestarse en reflexionar sobre su significado moral y sus consecuencias lógicas. Ionesco nos muestra lo difícil que resulta vivir fuera de un marco ideológico dado, porque salirse de él obliga a enfrentarse a la complejidad de los hechos al desnudo, sin la hoja de parra de las certezas sintéticas contenidas en la ideología. De ahí que, en el inframundo de las relaciones virtuales, los individuos tiendan a convertirse en rinocerontes, que reaccionan agresivamente ante cualquier información que no confirme o refuerce sus marcos mentales, y que por consiguiente se percibe como una amenaza. 

La paradoja es que a pesar del ilusorio individualismo del escapismo digital, como en la obra de Ionesco, las personas dejan de centrarse en sí mismas, para sumergirse en distracciones sociales que les hace perder el enfoque personal, quedando así vulnerables a ser manipulados sin tan solo ser conscientes de ello, uniéndose así a un rebaño que es fácil presa de quienes influyen en los relatos que las personas reciben acerca de lo que está sucediendo en su entorno, de tal manera que beneficie los intereses del manipulador, mediante la formación de “opinión pública” y la promoción de “relaciones públicas”, cosidas en nuestras vidas con tan pocas y transparentes costuras, que ni siquiera se notan la propaganda y la censura que hilvana sus relatos.

Nos preguntábamos al inicio de este texto si el actual sistema democrático incentiva que nos dirijan los mejores. No parece que sea el caso, antes al contrario. Vemos, frecuentemente, que a falta de propuestas motivadoras, los candidatos políticos recurren a desacreditar al adversario, con el único fin de que el oponente resulte aún menos atractivo que ellos mismos a ojos del votante, generando círculos viciosos en los que la apatía del votante incentiva a los políticos a aumentar la polaridad y la manipulación del electorado, con todos los medios que el propio sistema pone a su alcance. No parece, en consecuencia, que todo esto tenga mayor virtualidad que producir el efecto perverso de favorecer una selección natural negativa; la de aquellos aspirantes a políticos inmunes al oprobio. De esta suerte, lejos de propiciar que destaquen los mejores, nuestro sistema de manufactura del consentimiento[7] otorga una ventaja competitiva a quienes se mueven mejor en el cinismo y la mentira, siéndonos ahora tan necesaria como entonces la lámpara de Diógenes.  


[1]Diogenes: Los temas del cinismo. Juan Rivano, IberLibro, 2013.

[2]La Opinión publica, Walter Lippmann. Cuadernos de Langre, 2017.

[3]Propaganda, Edward Bernays. Editorial Melusina, 2013.

[4]El mito de la caverna. Héctor Gómez de Luis, 2016.

[5]El fetichismo de la mercancía. Karl Marx,  Anselm Jappe, Pepitas de Calabaza, 2016.

[6]Rinoceronte. Eugène Ionesco, Losada, 2009.               

[7]Manufacturing Consent. Edward S Herman, Noam Chomsky, Random House, 1995.

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