La tercera guerra mundial ya ha tenido lugar

La tercera guerra mundial ya ha tenido lugar. Luis Durán Guerra

No pensamos la esencia metafísica de la violencia. La guerra es solo una manifestación antropológica del misterio del mal oculto en el corazón de las cosas y de los hombres. Como ciencia del ser, solo la filosofía puede dar razón de lo que de otra forma se perdería en un marasmo de verdades de hechos que no pueden alcanzar nunca la raíz de la cosa misma. Pero es la escatología la que, como ciencia de las últimas cosas, debe explicar el arcano de la iniquidad del tiempo que resta mediante una adecuada interpretación de los signos de los tiempos. Sin predicción no hay verdadera ciencia. Y en el pensamiento de Occidente está predicho el devenir de su destino, si bien no su finalidad última. Al lógos heraclíteo, “la guerra es el padre de todas las cosas” (πόλεμος πάντων μὲν πατήρ ἐστι), se opuso el lógos juánico según el cual en el principio no era la fáustica acción goetheana, pues tampoco era la Razón desencarnada de los griegos, sino la Palabra encarnada del Ágape divino.

La historia espiritual de Europa no es más que la lucha a muerte entre estos dos lógoi irreconciliables. Heráclito o Juan, tertium non datur. La victoria del lógos heraclíteo supone el eclipse del Eón cristiano anunciado por la “muerte de Dios” de Nietzsche. Pero la victoria de Heráclito es también la primicia de la aniquilación de ese lógos que los hombres no dejan hoy de obedecer ciegamente, aunque sigan sin saber escuchar. Cuando el pensador italiano Emanuele Severino se pregunta, en un debate sobre la posibilidad de una Tercera Guerra Mundial celebrado en la Universidad de Padua en el año de 2016, si no cabría invertir el dictum heraclíteo para entender nuestra situación, apunta, sin duda, en una dirección que hace de la metafísica el sentido propio de la historia, devenida universal, del Occidente. Y así, tras veinticinco siglos de Historia del Pensar, el neoparmenídeo responde oscuramente al Oscuro: La cosa é la madre di tutte le guerre.

La cosa, he ahí lo que está por pensar. Que el ser sea cosa es lo que debemos, propiamente, a los griegos. Ahora bien, la interpretación del ser como cosa es la raíz metafísica de la esencia del nihilismo y, por consiguiente, la causa de la necesidad de la violencia que determina el destino de Europa y del mundo como civilización de la técnica. Hasta aquí Severino es fiel al espíritu, pero no a la letra, de su maestro Heidegger. Desde este punto de vista, el horizonte de nihilidad del pensamiento cristiano señalado como una novedad radical por Zubiri, sería en el fondo deudor de la metafísica antigua, de la que no se habría apartado en su “creencia” de que las cosas van a la nada porque han salido asimismo de la nada. ¿Por qué la cosa es la madre de todas las guerras? Parece claro: porque al pensarla como tiempo, la cosa deja de ser “cosa” para devenir (sin poder ser) nada. La famosa lucha por los valores o la confrontación entre visiones del mundo tienen que moverse, pues, en una dimensión en la que, muy por encima de las ideologías, una interpretación acerca del ser de la cosa ya ha decidido por nosotros los términos del conflicto.

Pero lo que debemos a los griegos no es lo que Europa debe al cristianismo. Hijos intelectuales de la Hélade, los europeos somos hijos espirituales, guste o no guste, de la fe cristiana, la cual no puede confundirse con ninguna religión. De ahí que, poniendo entre paréntesis por el momento el diagnóstico ontológico, sea necesario bajar a la tierra y recuperar la novedad histórica del mensaje evangélico para dilucidar con René Girard hasta qué punto esta palabra ha revelado al mismo tiempo tanto la razón de la violencia como la solución que debería haber puesto fin a la misma. Así pues, si la Tercera Guerra Mundial no puede menos que tener lugar es porque ya ha acontecido, es decir, sus presupuestos metafísicos han sido pensados con independencia de que esta se produzca históricamente, mientras que su interpretación profética como signo apocalíptico pertenece inequívocamente a los arcanos de la economía de la salvación que solo el teólogo puede con justicia descifrar. Dos preguntas deben ser respondidas en relación con mi argumento: ¿Por qué la Tercera Mundial es inevitable, aunque de hecho no tenga por qué tener lugar? ¿Por qué, aun sabiendo que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella (Mt. 16:18), la Iglesia, pero mucho menos el Estado, no podrá detener el mysterium iniquitatis?

A la primera pregunta respondo con Severino: la civilización de la técnica no podrá evitar las consecuencias de la milenaria locura porque la cosa devenga nada. Pero querer que el ser sea nada es la voluntad de lo imposible que atraviesa la metafísica occidental. La guerra es solo la manifestación a escala planetaria de esa voluntad. Desde Gorgias de Leontini, el primero en afirmar que “nada es”, pasando por Fredegiso de Tours, un oscuro monje medieval para quien la nada tiene que significar necesariamente algo, y el mismo Hegel, cuya Lógica consigue conmover las bases del pensamiento europeo al decir que el ser y la nada son lo mismo, hasta Heidegger y su decisión por pensar el ser en el horizonte del tiempo, no puede evitarse la sospecha de que el nihilismo es el verdadero credo del Occidente. En su libro sobre Nietzsche publicado en Stuttgart en 1960, el gran fenomenólogo Eugen Fink escribe: “Desde su comienzo la filosofía piensa la diferencia del ser, piensa el ser de las cosas múltiples (de los polla) como un ser transido de nihilidad, al que contrapone un ser de mayor entidad, ya sea como physis, o como eon, o como apeiron, o como idea”. Ahora bien, abolida esa diferencia a partir del deicidio moderno y, por consiguiente, la idea de “un ser de mayor entidad” que se mezcla con el de menor entidad y al que le sirve de fundamento, no nos quedaría más que el ser mismo de las cosas múltiples y su nihilidad constitutiva. Desde el horizonte del pensamiento cristiano esto significa que desaparecido el ser infinito y la creatio no nos queda más que el ser finito increado, pero ahora como nada. El nihilismo no es, pues, solo una posibilidad latente del cristianismo, sino una necesidad de la filosofía cuando olvida o deja de pensar la diferencia ontológica entre el ser y la nada, la Naturaleza y las cosas.

A la segunda pregunta respondo con Girard: la Iglesia no puede detener la iniquidad por haber fracasado en su misión histórica de enseñar a la humanidad el misterio de la misma, el cual no es otro que la naturaleza mimética del proceso victimario que Cristo revela con su Pasión y muerte de Cruz. Develado el secreto de la violencia mimética, no por ello el cristianismo logró poner fin a los procesos victimarios. Pero tampoco el Estado ni cualquier otra institución parecen ya capacitadas para asumir el misterioso papel que Pablo asignaba al katechon como poder que retiene al Anticristo (2 Ts. 2, 6- 7). “El cristianismo, en palabras de Girard, es la única religión que habrá previsto su propio fracaso”. Quiero recordar aquí la escena de El Padrino III, el filme de Francis Ford Coppola estrenado en 1990. En ella, Michael Corleone conversa en el Vaticano con el todavía cardenal Lamberto: Observe esta piedra ̶ dice el futuro Juan Pablo I junto a la fuente del claustro-. Ha estado en el agua durante muchísimo tiempo. Sin embargo, el agua no la ha penetrado. Miré. Está completamente seca. Lo mismo les ha ocurrido a los hombres en Europa. Durante siglos han estado rodeados por el cristianismo, pero Cristo no les ha penetrado. Cristo no vive en ellos. En efecto, el hombre europeo ni siquiera tendría necesidad de apostatar de la fe cristiana, pues Cristo nunca penetró realmente en él. Es por ello que la “escalada a los extremos” propia de la guerra de la que hablaba Clausewitz tenga que alcanzar un punto de no retorno que vuelva inevitable el desencadenamiento universal de una crisis mimética de la humanidad. Crisis que de nuevo tendrá que valerse de un enemigo como chivo expiatorio para poder aplacar su violencia incontenible. Lo que aún no entendemos es que derramando la suya al ponerse deliberadamente en el lugar de la víctima, más que lavar el pecado del mundo, lo que hizo Cristo fue liberarnos de nuestra propia sed de sangre.

¿Es, pues, inevitable una Tercera Guerra Mundial? No parece que Severino considere su posibilidad como algo necesario partiendo de las propias premisas de su pensamiento. Antes al contrario, sugiere que una inteligencia cabal de la esencia de la civilización tecnológica tendría que llevar a las potencias mundiales a acordar entre ellas una suerte de pax technica. Es más: respecto al “conflicto primario” que en realidad está en juego ̶ y que no es otro que aquel que enfrenta a las fuerzas que se sirven de la técnica y la técnica misma ̶ , el que se puede plantear a su vez entre las propias fuerzas de la tradición por la hegemonía mundial debe ser calificado, según el pensador bresciano, como una “guerra de retaguardia” (guerra de retroguardia). Refiriéndose a Nietzsche, aunque con la vista puesta en Heráclito, el propio Heidegger ha escrito en Hacia la pregunta del ser, un ensayo publicado originalmente en 1955 en un volumen homenaje a Ernst Jünger y que hoy puede leerse en Hitos: “Él vio y entendió la lucha encendida por el dominio. No es ninguna guerra sino el Πόλεμος, que a dioses y hombres, libres y esclavos permite aparecer en su correspondiente esencia, y que lleva a una des-com- posición del Ser. Comparada con ella las guerras mundiales resultan superficiales. Cada vez son más capaces de decidir menos, por más técnicamente que se armen”. Del mismo modo, comparado con el dominio de la técnica, la cual está destinada a prevalecer por mucho que no pueda tener la última palabra, el conflicto entre las fuerzas que se sirven de ella ̶ capitalismo, democracia, religiones, comunismo, nacionalismos ̶ reviste un carácter de “guerra de retaguardia” totalmente obsoleto que ya no es capaz de comprender el “conflicto primario” que existe entre todas ellas y el significado mismo de la técnica como poder universal. ¿Sería la Tercera Guerra Mundial una “guerra de retaguardia” de esta clase? No lo parece en la medida en que la destrucción atómica del planeta a manos de Estados Unidos y Rusia es una posibilidad que no se puede descartar. Pero eso solo puede producirse, dice Severino, si se da por supuesta la ceguera de ambas potencias para reconocer la identidad de sus objetivos en el perfeccionamiento de la civilización de la técnica.

¿Puede excluirse, sin embargo, una tal ceguera? Creo que la misma ceguera que impide reconocer al hombre el mecanismo mimético de la violencia es la que, en última instancia, llevaría a las potencias mundiales a hacerse la guerra a pesar de la convergencia de su destino como civilización tecnológica. Al hablar de “ceguera” se introduce un elemento que es más antropológico que ontológico, más moral o espiritual que metafísico. De ahí que si se quiere dar un pronóstico esperanzado de nuestra situación tengamos que “corregir” el planteamiento filosófico de Severino sobre la naturaleza de la violencia con el enfoque antropológico de Girard. Pero antes de acometer tal empresa es preciso abundar con Heidegger y el propio Severino en la esencia del nihilismo para mostrar cómo, si bien es cierto que las guerras mundiales no deciden nada a nivel metafísico, no por ello dejan de ser el resultado de decisiones o, en su caso, de fatalidades que tuvieron lugar en las más altas cumbres del pensamiento metafísico de Occidente.

En La cosa, un célebre texto de 1950 incluido en el volumen Conferencias y artículos, publicado en 1954 por la editorial Verlag Günther Neske, escribe Heidegger: “El hombre tiene la mirada fija en lo que podría ocurrir si hiciera explosión la bomba atómica. El hombre no ve lo que hace tiempo está ahí, y que además ha ocurrido como algo que, como última deyección, ha arrojado fuera de sí a la bomba atómica y a la explosión de ésta, para no hablar de la bomba de hidrógeno, cuyo encendido inicial, pensado en su posibilidad extrema, bastaría para extinguir toda vida en la tierra. ¿Qué es lo que esperan este miedo y esta confusión si lo terrible ha ocurrido ya?” Pero ¿qué es lo terrible? Heidegger mismo nos lo aclara a continuación del pasaje citado: “Lo terrible (Entsetzende) es aquello que saca a todo lo que es de su esencia primitiva”. Ahora bien, lo que saca a lo que es de su esencia originaria no puede menos que presentar al mismo tiempo la cosa como cosa. Lo que ha ocurrido ya, lo terrible, es la respuesta a la pregunta ¿qué es una cosa?, y esa respuesta no es otra que la dada por los griegos. En su libro La esencia del nihilismo, publicado en 1982 por la editorial Adelphi de Milán, Severino escribe que “el tiempo no es ficción o invención, sino lo que el pensar griego una vez, y para siempre, ha pensado, y que hoy, sin réplica posible, domina sobre toda la tierra como técnica”. Desde este punto de vista, si la civilización de la técnica apenas data de comienzos del siglo XIX, esta no habría sido posible sin la voluntad, de origen griego, de que las cosas sean tiempo. “En el horizonte de la acción científico-tecnológica, una «cosa» es justamente una absoluta disponibilidad para ser producida y para ser destruida; una cosa que no sea disponible de este modo es irreal”. Tanto es así que si la deflagración del mundo ocurre efectivamente como consecuencia de una Tercera Guerra Mundial es porque la destrucción de la cosa, en cuanto tiempo, se ha presentado al pensamiento occidental con la misma radicalidad originaria que su producción.

A diferencia, pues, del filósofo y sociólogo francés Jean Baudrillard, quien titulara provocativamente un libro publicado por la editorial parisina Galilée en 1991 como La guerra del Golfo no ha tenido lugar, hoy estamos en condiciones de afirmar por las razones aducidas que la Tercera Guerra Mundial ya ha tenido lugar. Esto es así incluso en el plano de la historia si se valora en sus justos términos los siguientes testimonios. En el segundo volumen de su biografía de Hitler, publicada en 1973 por la editorial Propyläen de Frankfurt del Meno, Joachim Fest escribe a propósito de la Operación Barbarroja: “y por mucha que estuviese unida la campaña estratégicamente con la totalidad de la guerra, significaba sin embargo, en su forma de ser y en su moral, algo completamente nuevo: algo parecido a una tercera guerra mundial”. La segunda cita la tomo del ensayo de Ernst Jünger La tijera, publicado en 1989 por la editorial Klett- Cotta de Stuttgart: “La primera guerra mundial todavía se libró con las reglas del siglo XIX; la segunda se adelantó hasta el siglo XXI”… ¿Por qué el pasado es el secreto del presente y del porvenir? ¿Es Anaximandro el remoto responsable de la bomba atómica? ¿Lo es acaso Descartes? Recuerdo haber recibido una gran impresión cuando leí estas palabras en la biografía de Descartes publicada en 2002 por el filósofo norteamericano Richard Watson: “Sin el método analítico cartesiano, que descompone las cosas materiales en sus elementos primarios, nunca habríamos desarrollado la bomba atómica”. Pues bien, si la bomba atómica no destruyó todavía al mundo, ¿en qué sentido, sin embargo, decimos que Hiroshima fue destruida?

Severino es muy claro en La esencia del nihilismo: “La física nos dice que tras la destrucción atómica de Hiroshima, la cantidad total de energía del universo ha permanecido inalterada. Pero Hiroshima no era solamente una cantidad de energía: esta cantidad existía como una unidad específica de figuras, colores, sonidos, estados de ánimo; y es de esta unidad de la que decimos que ha devenido nada”. De producirse, pues, una Tercera Guerra Mundial, no sería de Hiroshima sino del mundo del que habría que decir que ha devenido nada. Pero la deflagración del mundo es el resultado de lo que en ese extraño e injustamente olvidado “ensayo-ficción” titulado La vuelta de los Budas y publicado por la Organización Sala Editorial de Madrid en 1973, el profesor Jesús Fueyo llamaba la “deflagración mental” del hombre europeo, auténtico “Hiroshima de Occidente”, cuya genealogía remontaba a la obra de ese “primer Buda de Europa” que responde al nombre de Arthur Schopenhauer. Quiero reproducir algunas líneas del mismo para reforzar con un último argumento extemporáneo la tesis de este artículo. En palabras de Erlöser, el estrafalario personaje creado por Fueyo: “Es, justamente, la desintegración nuclear, la volatilización explosiva del mundo humano, la angustia tecnológica, la que puede imponer a la humanidad su posibilidad límite ante la Nada. Y esto puede ocurrir. (Consultar sobre este punto Einstein, Rutherford, Heisenberg, Hahn, Schrödinger, Oppenheimer, etc.).” Y más adelante, en palabras esta vez de una cabeza que representa el espíritu de Schopenhauer: “Lo que llama usted su mundo, mi querido Erlöser, estaba ya explotando en nuestras cabezas desde la época de Descartes. […] Pero ¿le sorprende, por ventura, a usted, Erlöser, que es la mismísima razón contemporánea hecha oficio, que esa razón pueda hacer otra cosa que destruir su mundo?”

Mucho me temo que, lejos de resultar superficial, una Tercera Guerra Mundial tendría que llevar necesariamente a una descomposición del ser, si bien no en el sentido (Aus- einander-setzung) del ensayo citado en el que Heidegger tacha la palabra fundamental de su pensamiento. El lógos polemológico de Heráclito no haría aparecer ya en su “correspondiente esencia” a dioses y hombres, libres y esclavos, pues el mundo o la humanidad en su defecto habría devenido finalmente nada. Pero si lo terrible ya ha acontecido para el pensamiento no habrá manera de impedir que también ocurra en la realidad. Lo que puede ocurrir ocurrirá. Del mismo modo, no podrá evitarse la escalada a los extremos que abra las puertas del infierno apocalíptico que se profetiza en las Escrituras. La “paradoja evangélica” saldrá entonces a la luz en los tiempos de la Gran Tribulación, pues Cristo no solo habría enseñado el Sermón de la Montaña que nos exhorta a no resistir al mal, sino que él mismo se presenta como la espada que trae piedra de tropezadero y locura para los hombres. En efecto, Oísteis que fue dicho: Ojo por ojo, y diente por diente. Pero yo os digo: No resistáis al que es malo; antes, al que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra… Y, Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos (Mt. 5, 38-45). Sin embargo, No penséis que he venido a traer la paz a la tierra; no he venido a traer paz, sino espada. Porque he venido a poner en disensión al hombre contra su padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra (Mt. 10, 34-35). Como es sabido, son los ritos y las instituciones las únicas formas de detener, según Girard, la violencia contagiosa que se propaga con cada crisis mimética vivida desde que el hombre es hombre. Pero los ritos están desapareciendo y las instituciones, encarnadas en esas fuerzas seculares de la tradición a las que se refiere Severino, se hallan en franca contradicción con el espíritu de la técnica, el cual es el único destinado a ser verdaderamente hegemónico. Y es que las esclusas del katechon no pueden seguir permaneciendo cerradas por más tiempo. El “regalo envenenado” no era el de Pandora, sino el del fuego prometeico que desencadena a los titanes del mundo moderno.

Pero si el lógos polemológico de Heráclito ha de llevar necesariamente como “lucha encendida por el dominio” (entbrennenden Kampf um die Herrschaft) a la destrucción del ser en un mundo sin Dios, solo el lógos agápico de Juan podrá evitar que el poder de la técnica, enseñoreándose sobre el hombre, reduzca a las cosas a las tinieblas de la nada. Al hacer depender lo que es de lo que ya ha sido y no de lo que será, Severino y Heidegger no conceden ninguna posibilidad a la libertad humana. La ceguera del hombre es una ceguera ontológica que le impide ver la locura en que consiste su propia interpretación del ser como cosa. La catástrofe de Occidente, su hundimiento, están, pues, asegurados. Ese hundimiento sería en sí mismo terrible si no fuera porque, a diferencia de la filosofía, la cual nació ya grande según Severino, se halla en realidad privado de toda grandeza. Ahora bien, frente a la fatalidad de esa historia del ser, deudora aquí del necesitarismo griego, lo que anuncia la fe cristiana, heredera en este punto de la desmitificación de la naturaleza operada por la Revelación del Sinaí, es que el hombre es libre para salvarse si renuncia a su propia violencia. El problema es que esta renuncia exige una conversión. Anima naturaliter christiana, el alma es naturalmente cristiana, decía el apologista latino Tertuliano. La verdad es más bien lo contrario: anima naturaliter pagana… De ahí que el hombre, en su ceguera espiritual, para evitar su autodestrucción, no solo precise, como cree Girard, de una conversión, sino de una verdadera ayuda “de lo alto”. Si “solo un dios puede salvarnos”, como confesaba Heidegger, ese dios no será ningún dios venidero, ni siquiera el último dios, sino el Dios desconocido del Areópago, pues como está escrito: En el mundo estaba, y el mundo por él fue hecho; pero el mundo no lo conoció (Jn. 1:10).

Top