Tras el golpe de estado de Pinochet y la muerte de Salvador Allende (1973) la interpretación de los hechos y la literatura panfletaria del izquierdismo en Europa fue unánime: la pretensión reformista como vía “democrática” para la revolución y avance hacia el socialismo, respetando la legalidad burguesa —burguesa de burguesía, la clase dominante, ya saben—, había fracasado estrepitosamente, llevando de cabeza al pueblo chileno hasta el abismo de la dictadura militar.
En aquellos tiempos, lo que no era insurreccional era contrarrevolucionario y, a resultas, fatal para los intereses estratégicos de los oprimidos. Recuerdo que asistí a una reunión en los locales de las Hermandades Obreras de Acción Católica, en Granada, a los pocos días del golpe —aquel trauma, aquella locura—, en la que varios dirigentes experimentados de la izquierda radical, entonces muy clandestina, analizaron lo sucedido, el proceso y sus consecuencias. Lo más presentable que se dijo de Salvador Allende fue “cabrón”.
Lo siento, pero así fue. Sé que está —estuvo— muy mal llamar “cabrón” al presidente que murió con gallardía y armas en mano, defendiendo La Moneda y dando ejemplo de entereza a los suyos en momentos tan terribles. Estuvo mal, pero se lo llamaron y no pocas veces sino muchas veces. Luego, pasado un tiempo, vinieron la poesía y las canciones, la propaganda y el relato épico sobre los acontecimientos; entonces Salvador Allende dejó de ser un “cabrón” reformista que había llevado al desastre a la clase obrera chilena para convertirse en héroe legendario, un icono incontestable del bien pensar para las masas democráticas del planeta. Más luego llegó aquella película documental en tres entregas, coral, dramática, asfixiada en la impotencia ante lo fatídico, que se titula “La batalla de Chile” (1975/76/79), firmada por Patricio Guzmán. “Armas, armas”, gritaba el pueblo pocos días antes del golpe. “Pueblo, conciencia, fusil”, gritaban las multitudes movilizadas por el MIR chileno. Pero Allende, impasible, se aferraba a la ley y el orden y confiaba en la tradición constitucionalista del ejército chileno, jamás alzado en golpe de estado; además confiaba en su principal activo y su mejor amigo entre las filas uniformadas para llevar adelante su proyecto de reformas progresivas, camino de la justicia y la igualdad: Augusto Pinochet. Ni pueblo ni conciencia ni armas: leyes; y si el empecinamiento conducía a la tragedia, más mártires para la causa y en cien años todos calvos. Entonces sí… Entonces se escuchaba el bisbiseo protegido bajo las sombras del cine, por lo bajini y casi con vergüenza: cabrón. Eso se oía a poca agudeza de tímpanos que uno tuviese.
El desastre de Chile fue un trauma para la izquierda europea de la época, no digamos para la española. Y aún más calamitoso se puso el asunto cuando la mayoría mayoritaria de aquella izquierda empezó a cantar canciones en vez de sacar conclusiones. Como si el desaforado proceso de lucha contra los enemigos de clase, rebelión, armas, sangre y muerte hubiese servido únicamente como decorado y argumentario para que la posteridad poética se luciese, el imaginario colectivo del progrerío asumió aquel aluvión de folclore popular tal que fuese única enseñanza y fruto más sustancioso, importante, de la experiencia chilena. Lo demás había sido excusa y nada más, la circunstancia histórica que dispone el escenario perfecto: un pueblo combativo con su heroico presidente a la cabeza que se ofrece víctima para que los malos triunfen y los buenos, aparte de reafirmase en lo buenos que son, tengan materia sentimental a la que acogerse durante generaciones.
Fue entonces (1979) cuando apareció la famosa balada de Pablo Milanés, Yo pisaré las calles nuevamente. Funesto azar, pensaban —pensábamos— muchos: hasta la oficialidad cultural de la Cuba castrista se ceñía a aquellos ditirambos líricos sobre la desdicha chilena y la figura de Allende. De otros ámbitos se podía esperar cualquier cosa, flores, velitas, trovas, poemas… Pero de la Cuba prosoviética, nacida en el fragor de la lucha armada contra Batista y su ejército, sujeta a los férreos principios de la dictadura del proletariado… Quién lo imaginaría. En resumen y por no alargar lo que ya no tiene recorrido: Allende, su estrategia y convicciones arrasadas por la realidad, habían quedado para eso, para canciones y nada más. Aunque, claro, todo el mundo sabe cómo son los artistas, los intelectuales, la gente de pensar mucho y hacer lo justo, quienes a cada etapa de la historia le ponen una cara y conforme avanza el argumento van perfilando los matices del discurso y el retrato. Después de Yo pisaré las calles nuevamente, de años de éxito y reconocimiento junto al pertinaz y desde cierto punto de vista inevitable Silvio Rodríguez, Milanés se vino para España e inició su trayectoria como antagonista más o menos sentimental del atroz régimen cubano. Sentimental solamente, y ya es decir mucho. Por supuesto, no se le ocurrió ningún himno opositor a la dictadura que devoraba y sigue devorando su país, ni levantó miles de mecheros en masivos conciertos en favor de la libertad de su pueblo, pero —algo es algo—, repetía mil veces su alegato musical contra el golpe de estado de Pinochet. Se conoce que en su casa había poca mugre que barrer, se nota y se notaba que en su entorno de referencias ideológicas, teóricas y estéticas poco había que revisar y muy poco que arreglar. Todo en orden, tan en orden y tan de ley y orden como siempre se mantuvieron sus grandes amistades en el círculo cultural al que pertenecía por naturaleza; como Allende: ante todo, ley y orden.
Todo esto ha venido a cuento, creo, de la triste noticia del fallecimiento del cantor, la semana pasada; y del nuevo arreón mediático-funerario de su loa a Allende, el tan repetido Yo pisaré… Vaya al fin con Dios el buenazo Pablo Milanés, o adonde vayan —vayamos— los que intentan arreglarse sin vida eterna tras lo efímero del tránsito mundano. Vaya donde vaya, tanto sosiego lleve como descanso anhelamos quienes al oír su voz escuchamos la voz rota del pasado hecho añicos, de las mentiras de entonces y la lírica de hoy tan vacía como embustera, tan lacrimosa como ostentosa. Tan grimosa. Allá donde esté, en paz y para siempre descanse el cantor.