Escaso de lustre en sus medios de vida, privado de opinión y prácticamente ayuno de filosofía, el individuo contemporáneo encuentra bizarro consuelo en una ganga del sistema por la parte ideológica: las posibilidades del yo para camuflarse en lo selvático social y reinterpretarse ante él mismo, acogiéndose como excepción en un mundo de iguales aunque todos rasados por el afán de originalidad. Hay dos maneras de alcanzar este propósito: el tuneo corporal y la invención de una alteridad identitaria asentada en los ámbitos de la rareza; o sea y en breve: las gente de tatuajes y piercings y los frikis. Sobre los primeros, qué decir… Esas pieles entintadas con dibujos de brocha gorda, símbolos pandilleros y depurados lemas de la sabiduría choni exponen con abrumadora candidez lo muy desesperado que está el personal por ser alguien aparte del rebaño, saberse diferentes y con subrayado propio aunque sea a costa de estamparse dislates vitalicios en la superficie de su cuerpo serrano; allá cada uno. Lo del frikismo es asunto más de tener en cuenta porque nadie acude a la rareza —supuesta, en el fondo todos los chalados son muy parecidos— por espontánea pulsión y feliz revelación sobre las verdaderas esencias del sujeto; no es así, más bien cada friki es producto de la presión social, combinada —no lo niego— con algunas carencias ambientales y psicológicas que suelen marcar las existencias complicadas. Donde hay un “raro” antes había una persona algo perdida y por tanto necesitada de orientación, y como no encontrase guía y las ideas razonables no dieran con su pista, al final acabó intentando hackear silos nucleares desde su ordenador, hablando con Ganímedes o aportando datos históricos relevantes en torno a la sospecha de que Franco se suicidó por remordimientos dictatoriales y lo demás fue montaje.
Lo llamativo de la rareza como alternativa al adocenamiento, sin embargo, es tan común como respirar, y particularmente lo llamo pretensión de inambigüedad. Según ese discurso y ese método reflexivo —por decir algo y llamarlo de alguna manera—, la realidad sólo admite un análisis desde único punto de vista y las conclusiones son inamovibles por certeras y necesarias. Por tanto: dogmas. No hay friki humano que no esté convencido de que las cosas se ordenan de una manera exclusiva y son como son y no pueden ser en diferente orden. Lo malo es que esa pretensión de inambigüedad de lo real es característica persistente en los alienados, o sea y dicho en paladín: cosa de locos. Esto no quiere decir que todos los empecinados en ideas propias sean majaras, pero, a la inversa, todos los majarones sostienen con tenacidad prusiana el delirio de una facticidad unívoca, fatal, impresa en el destino de la vida como marca a fuego. El demente alega siempre que sus desgracias suceden como suceden porque el mundo es como es y no queda remedio. Primer problema.
El segundo obstáculo es peor aún. Cual si frikis por naturaleza fuesen, como personajes de una comedia al estilo Resacón en las vegas o parecida, nuestra clase política dirigente se ha instalado en la presunción de inambigüedad con una determinación aterradora: todo es como ellos digan y quien manifieste o piense lo contrario, una de dos, o es un enfermo —sociópata— o una mala persona inclinada al ultraderechismo. El discurso único propio del pensamiento único se va salvando de momento porque —a la recentísima historia me remito— va mudando conforme se afinan o descomponen los intereses inmediatos del gran hermano gobernante; de tal manera, como hay que convencer a la plebe de que lo dicho ayer ya no sirve y lo inventado esta noche es lo que cuenta para mañana, se producen ciertos períodos de adaptación teórica por así decirlo, lo que da algo de tregua a quienes huimos de esa manía trastornada de presentar la verdad y la realidad como un monolito indiscutible. Pero también es cierto —y lamentablemente en vigencia— que el núcleo fundante y rocoso de esa ofuscación se mantiene erguido como una jirafa ante el cauce de un río seco. Quien no esté atento y no diga amén inmediatamente, fascista perdido. Las transiciones entre lo dicho para una breve temporada y el previsible “donde dije digo, digo Diego” descolocan también a los opinadores profesionales a sueldo del poder, quienes se las ven y se las desean para exponer sus alegatos acordes con lo que piensan los mandantes, más que nada porque ni los propios mandantes saben con certeza lo que toca defender cada nuevo día. La solución a la que recurren con tanto ridículo como éxito es repetir los argumentos escuchados media hora antes a todo el que tenga cargo de dirección general para arriba. Con eso salvan los muebles aunque no la vergüenza. En suma, contemplamos el prodigio de un gobierno contagiado de frikismo y desquiciado de luces que ha conseguido transmitir a sus medios de comunicación —o sea, a casi todos los medios— su perspectiva locaria de la vida y la política; y esos medios, a su vez, repercuten la majadería hacia la base popular con el desenfado de quien cree dirigirse a niños de escuela en una fiesta de fin de curso. Ese es el fondo pueril de toda esta historia, aunque, sospecho, no nos tratan exactamente como a niños sino como a adultos de poco seso. Y si el pueblo calla, otorga. Y si les vuelven a votar cada tres o cuatro años, mejor para el manicomio y para el doctor loco que lo dirige.