Suma y sigue…
Dejé mi relato en el instante, a la del alba, en el que volvimos a la carretera de asfalto para reanudar el trayecto hacia Kandahar. Era, ya dije, una soberbia autopista (sin peaje) construida a partes iguales por los rusos y los estadounidenses. Que la obras públicas y la hipocresía de las relaciones diplomáticas unan lo que las ideologías separan.
Habíamos pasado la noche en el campamento de la banda de amabilísimos saqueadores que doce horas antes nos habían capturado.
El desayuno, todavía entre las jaimas y el rescoldo de las hogueras de la noche anterior, consistió en varias tazas de té fuertemente cargado y unas bocanadas de narguile cebado con un hachís que no desmerecía de la infusión y que nos puso de excelente humor a mis dos amigos, a mi chica y yo creo que incluso a la criatura que daba pataditas en su vientre de siete meses.
El Indómito Volkswagen carraspeó, refunfuñó, amagó y, por fin, estornudó y se puso en marchahacia ese incierto punto del horizonte en el que, según Baudelaire, aguarda el fulgor de la novedad y de la sorpresa morrocotuda que nos cambiará la vida.
No llevábamos encima ni unas costrosas galletas en las que hincar el diente. Tampoco agua. Tiramos y tiramos durante varias horas, sumidos todos en las voluptuosas volutas de la nube del hachís, hasta que el cielo, repentinamente, se enfoscó, se llenó de lluvia contenida ‒lo que era rarísimo en una región tan seca como lo es el desierto afgano‒ y al cabo de unos minutos la soltó de repente.
El chaparrón fue de aúpa. Apedreados por él y casi a ciegas seguimos erre que erre en dirección a Kandahar.
La temperatura cayó en picado. Nosotros no llevábamos encima más ropa ‒un pareo, una camiseta, unas sandalias‒ de la que llevábamos en la India, país que hasta muy poco antes, y durante varios meses, habíamos recorrido desde la frontera con Nepal hasta el cabo de Comorín.
Ése fue el motivo por el que casi al término de la etapa, cuando empezaba a caer la noche y estábamos a unos quince kilómetros de Kandahar, pulsamos el botoncillo de la calefacción. Lo hice yo, que era quien en ese momento empuñaba el volante.
Nunca lo hubiese hecho. La atmósfera estaba tan cargada de humedad que inmediatamente penetró una bocanada de vapor por los conductos de la climatización y el parabrisas se empañó.
Me quedé sin visibilidad, frené en seco, las ruedas del Indómito Volkawagen, que estaban ya en los huesos de sus llantas, patinaron, perdí el control del vehículo, nos salimos del asfalto y fuimos a parar a la ensaladera de viscoso fango que se había formado en el pedregoso arcén sin pavimentar, en su precaria cuneta y en el arenal contiguo.
Inciso de carácter geoestratégico: el suelo pélvico de la estepa afgana no es poroso, sino compacto y de notable dureza, al menos en la zona que estábamos atravesando, y ésa impermeabilidad fue la razón de que se formara a gran velocidad, como en efecto sucedió, una de esas lagunas de bajo fondo a las que en las provincias del Ándalus, hoy españolas, llamaban, y siguen llamando, albuferas.
Resumiendo… Descendimos, tiritando, del Volkswagen, hicimos todo lo posible, empuja que te empuja, para sacarlo del atolladero y devolverlo a la carretera, pero todos nuestros esfuerzos, en los que Caterina, embarazadísima, no cooperaba, como era natural, fueron inútiles. Las ruedas giraban sobre sí mismas y sobre la ausencia de agarraderas del barro en el que teóricamente se apoyaban, y el coche no se movía ni hacia atrás ni hacia delante.
Se hizo ya noche cerrada. Recuperamos nuestros pasaportes, que iban en la guantera del vehículo, abandonamos éste, con cuanto en su interior llevaba, a la intemperie, y nos pusimos a hacer autoestop, empapados y con la ropa lacia, y el ánimo también,sin la menor esperanza de que alguien transitase por aquella impoluta autopista por la que rara vez transitaba nadie.
La situación era de ésas a las que llaman límite. Kandahar, como dije, estaba tan sólo a unos quince kilómetros. pero era como si estuviera en las antípodas. No podíamos ganarla a pie y poco menos que a cuerpo gentil, en sandalias, bajo la lluvia, que no cesaba, ateridos y con la rémora de una mujer encinta.
Y en eso, oh, prodigio, unas luces rasgaron el horizonte trasero, fueron aproximándose mientras parpadeaban, se oscurecían y reaparecían, y a los pocos minutos de anhelante espera un enorme camión se detuvo, chirrindo, frente a nosotros.
Enorme, en efecto, tenía que ser para que en él cupiéramos nada menos que cuatro cristianos y la no menos enorme barriga de una de ellos.
Pero cupimos y… Esto, más que un cuento de las mil y una noches, empieza a parecer el de nunca acabar.