El chiste es muy antiguo. Un dominico y un jesuita regresan de Roma, donde se han entrevistado con el Papa. El dominico se queja: “Le he pedido permiso para fumar mientras rezo y me ha dicho que no”. El jesuita también comenta su audiencia con el santo padre: “Pues yo le he preguntado si puedo rezar mientras fumo y me ha dicho que sí”. Las palabras preconfiguran la realidad abstracta, un territorio en el que vivimos los humanos la mayoría del tiempo, y por eso mismo son capaces de condicionarla. Nuestro sistema de referencias exactas sobre lo real es muy limitado: lo que vemos y percibimos a través de los demás sentidos. Sin embargo, ese mundo de lo percibido inmediato se amplía hasta lo infinito cuando ponemos a funcionar nuestras capacidades de abstracción; las emociones y los sentimientos, la convicción y los principios éticos se desarrollan sin límite gracias al lenguaje y demás sistemas de comunicación operantes en nuestro ámbito humano de interacciones intelectivas. Podemos sentir compasión por un mendigo encontrado en un pasillo del metro y mostrar la misma empatía ante la miseria de un adolescente enflaquecido que mata el hambre masticando basura en cualquier rincón del tercer mundo. Los conjuntos simples de intervención comunicacional hacen muy cierta la frase de Novalis: “El hombre lo ignora todo sobre la creación porque en su cabeza cabe el infinito”.
Es por esta razón y por ninguna otra que la potencia generadora del lenguaje respecto a las ideas sobre el mundo es del todo decisiva, y por tanto resulta relativamente fácil manipular esas mismas ideas mediante la construcción de un discurso en el que las palabras operen como conceptos establecidos e irrefutables. Si digo “llueve” y está lloviendo, quien ponga en duda esta aseveración será tenido de inmediato por un trastornado o un memo; pero si digo “está lloviendo en Zaragoza”, la mayoría pensará de inmediato que mis buenas razones tengo para afirmar tal cosa, sin necesidad de aportar más evidencias; y si alguno lo pusiera en duda pero yo rebato: “negacionista”, entonces el debate oscila hacia la posibilidad real que tienen las palabras de revertir los hechos específicos y transformarlos en controversia moral. Ese es el método que llevan aplicando durante décadas los propagandistas del Nuevo Orden Moral para imponer su visión única y excluyente del mundo: primero, dotar a las palabras de un sentido preciso, unilateral, ideológicamente activo y éticamente calificado; después, estructurar su discurso sólidamente anclado a esos conceptos indiscutidos, de manera que los discordantes siempre serán sujeto de sospecha en el mejor de los casos y, en el peor, merecedores de execración, cancelación civil e incluso reproche legal.
El pensamiento llamado “progresista” —que tiene de progresista lo que de avispado tiene el cura dominico de nuestro chiste—, se configura siempre como una organización coherente y cerrada de conceptos que no pueden cuestionarse ni mucho menos impugnarse. Conceptos como el ya aludido de “negacionista” así como otros muchos del mismo alcance —“democracia”, “feminismo”, “igualdad”, “libertad”, “derechos”… así como enunciados más extensos como, por ejemplo, “políticas de género”, “acción positiva” o “cambio climático”—, invaden de tal manera la facultad individual de percepción de lo real, su análisis y dotación de sentido, que en la práctica —si el ideal “progresista” se desarrollase hasta sus últimas consecuencias—, pensar sería un imposible, una transgresión contra la norma ético-política que calificaría de inmediato al transgresor como elemento antisocial, psicopático y, más o menos, criminal. Sobre esto último tenemos referencia muy antigua en los “pecados de pensamiento” contemplados en el credo bíblico, o los “delitos de pensamiento” que Orwell intuyó en su 1984 y el stalinismo soviético implementó durante las décadas más obscenas de la historia humana.
Ante esta situación ya dada, plenamente operativa, el único recurso y la única opción consecuente es reivindicar sin reservas ni complejos el derecho al lenguaje y el pensamiento, algo que pareciera una obviedad a estas alturas de la historia pero que el dogma neoprogre ha convertido en objeto de demanda. El lenguaje pre-meditado no es lenguaje sino doctrina; el pensamiento único no es pensamiento sino propaganda; la libertad de expresión condicionada al adecuado uso de palabras y conceptos no es libertad sino tiranía. Que el Gran Hermano resulte electo mediante trapicheos parlamentarios acogidos al concepto indiscutible de “democracia” no cambia en absoluto su naturaleza dictatorial, porque la democracia no consiste en votar —en tiempos de Franco se votaba bastante—, sino en que el voto y la voz de los ciudadanos tengan sentido y sirvan a la libertad en progreso, no al despotismo en efervescencia de los nuevos ingenieros del lenguaje.
Si votar es democrático, hablar sin temor es subversivo y pensar sin censura es revolucionario. En este caso y en estas condiciones actuales que todos conocemos y padecemos, ¡viva la revolución!