Hace unos días tuve la dudosa estrella de conversar con una activista institucional sobre un programa de ayuda a familias necesitadas en Tenerife. La señora utilizaba obstinadamente, yo diría que con perseverancia militante, el denominado idioma inclusivo, el famoso “todos y todas” que todos y todas estamos acostumbrados y acostumbradas a leer en documentos administrativos y a escuchar en la mayoría de discursos políticos, usos lexicales que vistos así, en los anteriores contextos, han dejado de llamarnos la atención, pero que introducidos en una conversación normal, entre dos particulares sin nada que demostrarse uno al otro, dan una grima especial, como de gato arañando latas de comida que nunca conseguirá abrir. Cada vez que la buena mujer colocaba en la charla un giro sintáctico propio de su manual, como por ejemplo, “los beneficiarios y beneficiarias de las prestaciones”, yo me sentía puerilizado, estupidizado, culpable de insensibilidad, un tipo asocial que en vez de emocionarse y empatizar —otro best–seller, “empatizar”— con la causa subyacente al redicho lenguaje, se removía incómodo, como catecúmeno ingrato que rechaza la fe revelada y el beneficio de estupendos consejos espirituales.
Ese es el problema del supuesto inclusivismo del idioma, que no aporta nada a la comprensión de la realidad, se habla al buen tuntún y, encima, sólo dice y aclara circunstancias de la persona que lo utiliza, sin ningún otro aporte válido ni utilidad conocida. Cuando alguien coloca un todosytodas en una conversación privada, en puridad lo único que hace es identificarse y hablar de sí mismo (de sí misma por lo general). Pura retórica.
Para retórica en ese espectro comunicacional, el idioma español y el antiguo castellano ya han generado modelos desde hace mil años, desde los famosos “vezinos e vezinas” que en el Cantar de Mío Cid salían a contemplar la marcha al destierro del héroe, pasando por los “hombres, mujeres, ancianos y niños” conocidos en los medios informativos cada vez que se pretende recalcar la magnitud de un suceso que afecta a muchas personas, a los “hombres y mujeres de España” convocados a la lucha por los dirigentes de la sublevación austracista de Barcelona, en 1714. Retórica. El lenguaje llamado inclusivo es un ejercicio permanente de retórica, un subrayado innecesario para el destinatario del mensaje; el cual, como no es memo del todo, entiende a la primera y no tiene ninguna necesidad de que le recalquen la doctrina cada diez segundos.
La obsesión por resaltarse a sí mismos de los acérrimos en esta manera de hablar, con todo, no es lo más siniestro del invento. Hablar por hablar y la retórica vacía nunca fueron nada bueno pero tampoco entrañan ninguna catástrofe. Su único peligro es poner en ridículo a quien se manifiesta con exceso de prosopopeya.
Lo malo de este asunto no consiste en la persistencia en el error sino en la interiorización del desatino como forma de pensar, no sólo de hablar. Parece evidente que, en lo íntimo de su conciencia, los asiduos del inclusivismo idiomático consideran que su forma de decir es reflejo fiel de su manera de pensar, la única forma aceptable y legítima de entender y representar el mundo. Esto ya es mucho más grave y más serio. Quienes inculcan a la población, desde la infancia, en la escuela, el absurdo del todosytodas, lo que están haciendo es enseñar a pensar ideológicamente, imponiendo el filtro de la doctrina a la expresión humana.
Me da igual que la causa se llame feminismo como si se llama veganismo: imponer el pensamiento ideologizado es, con todas las letras, un crimen contra el espíritu humano y la libertad de los individuos. Somos legatarios históricos y dueños contemporáneos de una gramática, una sintaxis y una semántica que nos facilitan el uso del idioma desde una única perspectiva: la libertad. La normalización/reglamentación del lenguaje conforme a las anteriores disciplinas, desde las primeras gramáticas, tuvo como objetivo la consolidación de idiomas “del común” en los que todos pudieran entenderse, liberando a los habitantes de una región, un país o un entorno cultural determinado de la sumisión a las formas idiomáticas privadas y localistas, a los usos particulares interesados, los fárragos legales y académicos, los galimatías conceptuales de los poderosos, los sofismas torticeros de los violentos y la letra pequeña de los contratos.
El idioma normativizado es un logro de la modernidad, la equidad y la justicia. Y no se conoce una sola revisión/resignificación lingüística artificial —ni una— que no haya sido instrumento ideológico de tiranías, dictaduras y regímenes deleznables. Desde la iniquidad estalinista a la depravación nazi, de Cuba a Corea del Norte pasando por todas las “democracias populares” habidas y por haber, la imposición de giros y usos idiomáticos vinculados a los intereses ideológicos del poder ha sido práctica común a todos los regímenes liberticidas. Lo que diferencia a esta nueva ola revisionista del lenguaje es que está promovida por las élites culturales apalancadas en el sistema, en connivencia con el poder político sedicentemente progresista; se trata de una sibilina “readaptación mental” y una descarada maniobra encaminada al control de la expresión de las ideas; una estrategia de manipulación doctrinaria dirigida por los opulentos para afianzar su privilegio sobre los desposeídos. Naturalmente, como en todos los casos conocidos hasta hoy, la coartada teórica de la que se parte es “la igualdad”, “la justicia” y, en trazo mayor, la “bondad” ilustrada de los que mandan y controlan los mecanismos ideológicos del Estado, los cuales dirigen sin contemplaciones contra el pueblo, al que consideran ignorante y necesitado de redención.
Si el pensamiento es el diálogo entre el ser y la conciencia, y el lenguaje es expresión pública del pensamiento, ideologizar el lenguaje artificialmente y a beneficio de causa concreta significa, nada menos, desvirtuar con intención predefinida la naturalidad y la libertad de aquel diálogo entre el yo profundo de los individuos con la inasible realidad de su ser. Las personas que no pueden expresarse padecen tiranía, aunque esa situación es susceptible de empeorar, pues quienes no pueden pensar por sí mismos sufren la más cruel esclavitud: la del espíritu alienado, una castración intelectual y moral de la que, desgraciadamente, buena parte de nuestra juventud ya está siendo víctima.
Esa es la realidad última, emboscada como aliento de pantanal, de la retórica inclusivista: sustituir el lenguaje como herramienta de libertad por el idioma como maquinaria de domesticación. Lo demás es dar vueltas en torno a la noria sin sacar más que arena. Podemos —con perdón— ridiculizar todo lo que queramos esta manera de hablar, y podemos señalar mil veces dónde está el error y dónde la estupidez de los fanáticos; pero la lucha verdadera no es por la gramática correcta sino por el derecho a ser nosotros sin que un moscorrofio histérico alegue de inmediato: “y nosotras”. La pelea es por nuestro derecho a pensar el mundo en términos universales, representándolo con el lenguaje que la historia y la tradición nos han legado, no ceñidos a la agenda doctrinal de colectivos hiperventilados, los roñosos intereses de las élites culturales abrevadas al poder y el proyecto histórico deshumanizador de las oligarquías globalistas. Se trata, en suma, de algo tan obvio y tan complicado hoy en día como pensar y expresar nuestras ideas sin que nadie nos diga cómo tenemos que hacerlo, sin que nadie nos imponga qué debemos pensar y qué conviene que digamos. Esa pelea va para largo, me temo.