Lo peor de cada uno (II)

Lo peor de cada uno (II). José Vicente Pascual

Dos individuos se cruzan por la calle. Uno lleva mascarilla, el otro no. “Mira el gilipollas, sin mascarilla”, piensa el que va. “Mira el gilipollas, con mascarilla”, piensa el que vuelve. Esa escena se repite cada día miles de veces. Observamos al prójimo en busca de algo que detestar, lo juzgamos y, naturalmente, lo responsabilizamos del malestar general asumido como propio. La policía de los balcones ha contagiado su miedo y mala uva a la población, por ósmosis espontánea. Ya lo decía el filósofo: todo lo malo se pega.

Si hubiera que destacar algún rasgo etno-cultural interesante sobre la pandemia vírica que sufrimos desde hace dos años, sería justo la capacidad que han mostrado las élites mundialistas para revertir el peso del delito. Aquí, a nadie le interesa ya el origen de la catástrofe, cómo se produjo, quién la causó —si es que fue intencionada—, quién se descuidó si es que no fue intencionada, y a quién se le fue el asunto de las manos. Ese debate ya no tiene recorrido porque la autoridad moral de occidente, tan activa y beligerante en otras cuestiones, bajó los brazos ante China y su virus desde el principio. A fin de cuentas, el enemigo de mi enemigo es mi amigo; a fin de cuentas, lo que favorece mis intereses siempre es bueno para mí, aunque la piedra que descalabra al vecino la haya lanzado el peor criminal del planeta. Vamos a lo práctico. Y lo práctico para ellos, para ese consorcio intocable de megamillonarios progres y políticos woke que mandan en el mundo, es convertir a sus súbditos —perdón, sus ciudadanos—, en masas atemorizadas y autoculpabilizadas que ejercen el oficio inquisidor sobre sí mismas con admirable esmero.

El negocio y el método vienen de muy largo. Uno, que ya es viejo, soporta desde joven la machaca mediática sobre los males del planeta y de la humanidad. Al principio fue la superpoblación, recuerdo. El panorama que mostraban los propagandistas de la planificación natalicia era apocalíptico —será por apocalipsis…—; en pocos décadas íbamos a superar el límite demográfico razonable y la Tierra sería incapaz de procurar sustento a tantísimo mortal sobre su superficie. Por supuesto, obedientes como siempre fuimos, en occidente empezamos con la historia de la anticoncepción y la reducción drástica de  nacimientos… Todo esfuerzo era poco para evitar el colapso demográfico. El resultado ya lo conocemos: tenemos una población hiperenvejecida y no hay suficientes jóvenes que trabajen y coticen para asegurar las pensiones. Y ese fue el primer paso, pero no el último ni el único, faltaría más. Un servidor y los de su quinta llevamos toda la vida sufriendo la presión reprobatoria de los biempensantes; somos una generación condenada a ser culpable desde que aprendimos a leer y escribir, más o menos. La eclosión informática, menos mal, ha atemperado el latazo sobre la deforestación causada por la industria de la celulosa, pero en fin, causas y morros nunca han de faltar: que si la capa de ozono, que si las masas de refugiados por causa de guerras inconvenientes, que si el plástico en los océanos, que si los pedos de las vacas que estropean la atmósfera … Hace treinta años no íbamos a tener comida para todos, ahora sobran vacas, leche, lácteos y carne, y a mayor desdicha sobran los culos contaminadores de las vacas; en fin, es el destino de la humanidad conforme al discurso redentorista: lo que no daña al planeta, daña nuestra salud. No importa, por supuesto, que esa presión relojera en el cuido de nuestro entorno sólo se ejerza sobre la atribulada población de occidente, Europa, EEUU y pocos sitios más; no importa que dos ciudades como, pongamos por caso, Sanghai y Bombay, contaminen en una semana lo mismo que un país europeo en un año, que los vertidos en las zonas superindustrializadas del Índico se basten para taponar el cabo de Buenas Esperanza y hayan transformado a aquel océano en fábrica universal de microplásticos. Todo eso tiene una importancia relativa. Lo que en verdad persiguen los nuevos amos del nuevo mundo es que la gente de Zaragoza, de Roma, de Dublín y de Brest se enteren de que son culpables, aunque entre Zaragoza, Roma, Dublín y Brest aporten menos al cambio climático que un complejo industrial en Nueva Delhi; lo interesante es que el vecino nos mire con odio porque no reciclamos la basura correctamente. 

Al discurso persistente sobre el inevitable colapso mundial sólo le faltaba, para ser perfecto, un hecho planetario definitivo, por así decirlo. La pandemia ha sido, por fin, el grial. Y lo está siendo, sin duda. Vacunados y revacunados, atemorizados, sensibilizados contra el vicio de vivir como damas del Ejército de Salvación contra el alcohol y el juego de naipes, puerilizados al extremo de medir la distancia con los abuelos en la cena de nochebuena, idiotizados a niveles ministeriales —ese Ministerio de la Idiocia, para cuándo—, aterrorizados como crías de salmonete en la pecera de los tiburones, en histérica alerta contra las debilidades del prójimo —las propias son siempre comprensibles, nadie es perfecto—, somos el producto impecable de, en cierto sentido, la peor tiranía triunfante en los últimos dos siglos: aquella en la que sus víctimas son incapaces de percibir y mucho menos distinguir dónde se encuentra el origen de su malestar y su desilusión del mundo, y pierden la energía y la dignidad arremetiendo contra el de al lado y el de abajo, porque ni siquiera recuerdan cómo se mira hacia arriba y cómo se maldice hacia arriba. Y los de arriba, qué quieren que les diga, tan contentos: esta tragedia no tiene que ver con ellos, ni en sus causas y comienzos, ni en su gestión —para eso están las comunidades autónomas—, ni en sus resultados, porque la culpa es de la gente irresponsable, los que no se quieren vacunar y los que salen de fiesta. Los de arriba ya no tienen la culpa de nada, ni de la pandemia ni de la debacle económica, el desempleo, el aniquilamiento del tejido industrial, el empobrecimiento del mundo rural, la quiebra de los autónomos, el desplome del turismo y la hostelería, la inflación galopante —galopante—, el reflotar de la burbuja inmobiliaria… Para nada, los de arriba bastante ocupados están en velar por nuestra salud, aconsejarnos la mascarilla y el lavado de manos, en cobrarnos impuestos para reforzar el —perdonen la broma— “escudo social” ante la pandemia y sus consecuencias. Bastante tienen con lo suyo.

Los culpables de todo lo demás somos nosotros, los que nunca hemos decidido nada y hemos sufrido y resistido en este mundo como mejor hemos podido. A lo mejor esa es nuestra gran y terminante culpa: habernos resistido. Quizás, si hubiésemos aflojado antes y nos hubiéramos conformado con los dogmas de la superpoblación, del agujero en la capa de ozono, del cambio climático, nos habríamos ahorrado el efecto final de la pandemia. Quizás. 

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