Todo deviene en mercancía, había sentenciado Baudelaire. Este es el ideario, según el poeta francés, de la sociedad burguesa de finales del siglo XIX. Tras la industrialización y el fracaso de la Comuna, en París todo es ya mercancía; todo –todo– acaba teniendo un precio. Y no podía ser otro sitio que la ciudad, la metrópoli, que a lo largo del siglo había absorbido gran cantidad de población proveniente del campo, el lugar en el que las transformaciones políticas del siglo y el producto de la Revolución Industrial se reflejasen. Con la industrialización, la vida ha cambiado por completo, aparece la prisa; aparece el vértigo de lo nuevo, de la moda, de lo novedoso. Y así, con esta prisa en el vivir de la ciudad moderna se introduce lo efímero –y hoy de lo efímero hemos pasado a la obsolescencia programada–. Se introduce, como se suele decir a grandes rasgos, la modernidad, y «la modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente»[1]. Aparecen también lugares nuevos acordes con ese nuevo modo de vida, con esa nueva sociedad burguesa que tanto critiara Marx, y no falto de razones. Aparece el bulevar.
Entre esos los bulevares se levantarán, fruto de la prosperidad –obtenida a veces a costa del producto obtenido en las colonias y/o del tráfico negrero; como sucedió también, por ejemplo, en Barcelona– zonas residenciales y comerciales que serán habitadas por burgueses. ¿Pero qué función tienen los bulevares? Desde el punto de vista urbanístico y comercial uno muy importante: estructurar el espacio del nuevo sujeto metropolitano, que pasea por la ciudad, y también la exposición de los productos comerciales. Cumplen una función de integración y estructuración social y comercial. Las tiendas de los bulevares introducen los escaparates, la mercancía es expuesta para seducir al paseante del bulevar. Lo nuevo es expuesto para seducir al paseante, en ocasiones con esos novedosos letreros luminosos que tanto disgustarán a G. K. Chesterton. La modernidad seduce y el ciudadano, sobre todo el moderno burgués, se deja seducir por la modernidad. La modernidad es por ello primordialmente visual, introduce, podríamos decir, la estetización de la vida. La metrópoli industrial es, según lo que decimos, un laboratorio en el que surgen nuevas formas de vida. Vemos aparecer así figuras nuevas como las del bohemio, las del voyeur, el curioso, el que mira. Y muy importante también es la figura del flâneur, o el dandi. En esta figura reconocemos a un Baudelaire o a un Manet, pintor de la vida moderna. Con Baudelaire la ciudad se hace por primera vez motivo de poesía; hay, según teorizaron algunos, una nueva mirada que es «la mirada del alegórico que se posa sobre la ciudad, la mirada del alienado»[2].
Y esta mirada es la mirada del flâneur. El flâneur se encuentra en tierra de nadie, porque es un mestizo, rechazado por todos y que todo rechaza: no es ni burgués ni proletario, en ninguna categoría se encuentra a gusto, de ahí su pasear sin prisa, a destiempo, y su mirada indiferente. Un sujeto flotante, en definitva. Y sin embargo el flâneur busca refugio en la multitud, el flâneur no sería nada sin la multitud. No es nada, por eso necesita de los otros para ser algo, para diferenciar su inflada individualidad –hoy tan abundantes– de la masa que desprecia. Pero, ¿dónde se acumula esa multitud? En el bulevar, en el bazar, en el escaparate, en el lugar de las mercancías. Y es que «en el flâneur la inteligencia se dirige al mercado»[3]. El flâneur es un asocial, alguien en contra de lo que ve, de lo que le rodea. Un inadaptado. Sus enemigos son aquellos que provocan todo aquello que le rodea: la burguesía y el capitalismo industrial –aunque por entonces (hará falta que aparezca la URSS) no se hable de capitalismo tal y como lo hacemos hoy–. Por ello se sitúa del lado de aquellos que, con el Manifiesto Comunista en el puño, luchan por acabar con su paupérrima existencia social y política. Sin embargo, el flâneur no es un hombre de acción, la revolución se la deja al proletariado. Él sólo quiere contemplar la destrucción, porque la acción revolucionaria tampoco es lo suyo, lo ve algo propio de ilusos; quizá el poder contra el que hay que enfrentarse es demasiado y sólo le queda al individuo huir de él. Si esta lucha obrera le remueve algo de afecto es sólo porque es solidario en un enemigo común. Su arma es la indiferencia y una inteligencia lúcida. Y seguramente en esta mirada indiferente y lúcida la obra de Manet, al menos en la época que tratamos, apenas si tiene parangón. «¿No es acaso en esta distancia, en aquella indiferencia, donde reside el secreto de Manet? ¿No hay detrás de su pintura un cambio de sociedad, de costumbres, de juegos morales, que la burguesía de la Restauración había puesto en escena y de los que Baudelaire había sido el primer cronista?»[4]. En la pintura de Manet es perfectamente identificable «esa especie de presencia absoluta de la imagen»[5]. La imagen es una imagen del momento, no hay nada que interpretar –o al menos esa es su intención, que podemos discutir, pues la imagen tiene una acepción subjetiva y una acepción objetiva[6]–, todo está dado. La imagen es momento, casi una fotografía. Y sin embargo da la impresión de que lo representado casi carece de importancia, pareciera que es más importante la representación que lo representado.
Así, Manet aparece como el hombre que duda en un escepticismo exacerbado, el hombre que mira a su alrededor y no le gusta lo que ve, lo desprecia, aunque en su pintura, como en la que vamos a analizar, se muestre indiferente. Es uno de esos hombres del momento que quiere romper los valores y las reglas establecidas pues no se identifica con ellas, y que sabe que eso se verá acompañado de un dolor inevitable –¿una conciencia desdichada?–. Por eso a menudo se ha apuntado, seguramente con exageración, que en Manet se abre una nueva dimensión en la pintura, que comienza con él el arte moderno, la nueva mirada. Eso sí, en la pintura de Manet, sin llegar al realismo de un Courbet, vemos una pintura naturalista en la que domina la fuerza de lo evidente, «la mirada de Manet concede a las cosas otra presencia, otra vibración»[7]. Otro estilo. Porque lo característico de cada artista, y uno de los rasgos del arte que lo diferencia por ejemplo de las ciencias, es que resuelve o soluciona la obra de arte, que son todos complexos, de un modo distinto a los otros artistas –sin perjuicio de la formación de escuelas o movimientos–. Es lo que Bataille de un modo algo más simplellama la elegancia de Manet. Esa mirada de intención indiferente que, sin embargo, encierra una violencia que se muestra en la simplicidad, en la sencillez, en lo aséptico, en la representación «libre de sentimientos», una mirada que –al menos intencionalmente, volvemos a recalcar– no se posiciona, sólo muestra. Pero, al menos a nuestro juicio, ese no posicionarse es ya una toma de postura, una forma de posicionarse. ¿No es esa mirada de la que hablan muchos críticos de arte una forma de posicionarse ante el mundo, de estar en el mundo y de estar en el arte, unas coordenadas desde las que interpretarlo? ¿Qué es esa mirada sino una mirada filosófica ejecutada en el arte pictórico?
Por otra parte, el pintor podrá intentar ser todo lo objetivo, neutral y asubjetivo –si se nos permite la palabra– que quiera, pero está ahí, pues su participación en la obra, en la composición, en la elección de colores y temática, etc., está ahí. Por eso es un artista, un pintor en éste caso. Como sujeto operatorio el artista Manet no tiene más remedio que recoger la tradición pictórica y todas las instituciones artísticas que este arte involucra, aunque sea para recomponerlas, criticarlas con mayor o menor acierto –como su crítica al clasicismo–, o lo que sea. Pero su «proceso creativo» no puede venir de la nada, su inspiración no es una revelación divina, sino producto de los cursos marcados por la tradición, las técnicas y demás instituciones artísticas que el pintor, necesariamente, ha de asimilar y ejercitar. La originalidad estará, por tanto, en la capacidad de desarrollo o reelaboración de todos o algunos de esos aspectos de su arte. En su estilo (su racionalidad noetológica). Por otro lado, como sujeto operatorio artístico, además, el artista, por más indiferente que busque ser su mirada no puede huir de su obra, está en ella aunque la obra, eso sí, pueda una vez construida independizarse de él, al menos hasta cierto grado, al alcanzar un cierre fenoménico, dando lugar así a una obra de arte sustantivo susceptible de múltiples interpretaciones coincidentes o no con la intención del artista. Por ello tampoco podemos defender que haya una finalidad (finis operis) de la obra de arte, porque, entre otras razones, cabe atribuirle una multiplicidad de ellas. Y también pero no menos importante porque, de nuevo al margen de las intenciones del artista, no podemos presuponer teleológicamente la finalidad de la obra de arte[8].
Lo que quizá sí se pueda defender es que en la pintura de Manet no hay ya alegoría al modo clasicista, ya no encontramos esa representación clásica, lo que ves es lo que hay. No hay referencias clásicas que buscar, hay que ver en el cuadro, sólo en el cuadro. Porque en ese mundo reducido a mercancía la imagen resulta fundamental. ¿Y no podemos encontrar hoy de alguna manera un reduccionismo parecido, si no en mayor medida, en la era del capitalismo financiero más salvaje y en la era de las redes sociales (Facebook, Instagram, YouTube…) donde la imagen es tan importante, central, y capaz de lobotomizar tantos cerebros? Y quizá la imagen, el cuadro que mejor nos indique hacia dónde condujeron esos ideales, tan denostados por Marx, que tras la Revolución Industrial se habían introducido en la vida moderna, y que la misma Revolución había producido, sea Un bar del Folies Bregére, de 1882.
El cuadro, siguiendo lo dicho, puede entenderse como una «glorificación» de la mercancíay, a la vez, una muestra de ésta como simple apariencia –como un no ser, como algo que no es real; podemos ver ya sólo con este planteamiento que la postura de Manet, aunque se busque la indiferencia, es de lo más metafísica y recorriendo nada más y nada menos que una oposición ontológica de la tradición metafísica que es la oposición entre el ser y la nada–.
Lo primero que se nos muestra es una joven de rubio flequillo que, con sus brazos apoyados en el mostrador, muestra un aire de total indiferencia. Es una mirada indiferente, casi vacua, pero también triste. Parece estar diciendo al espectador que todo lo que ve ante sí (y en el espejo) carece de valor alguno, ella está abstraída de todo eso, casi en otro mundo –¿en lo real, por encima de las apariencias?–. Delante de ella hay botellas de champán, de cerveza rubia y de licor de menta. Entre las botellas lucen brillantes mandarinas, que tanto gustaban a Manet, y unas rosas pálidas en un jarrón. Sobre su ancho escote se ha puesto un ramillete de flores, quizá como un gesto de rebeldía, quizá no quiera ser otro producto más que se pueda comprar.
El espejo que hay detrás de esta muchacha, de nombre Suzon, nos muestra dónde se desarrolla la escena. También nos muestra un hombre, que bien podríamos ser nosotros mismos, que se inclina sobre la barra y mira intensamente a Suzon a los ojos, con claras intenciones.
Finalmente, en el espejo podemos ver la habitación llena de gente, de brillo y movimiento, de espectáculo. Una vorágine de diversión. No es este lugar otro que las Folies Bregére, uno de los locales más importantes y más lujosos –sólo hay que mirar la decoración o la iluminación del lugar para darse cuenta– de París[9] en ese momento, cerca del bulevar de Montmartre. Es un lugar con el techo bastante alto, como lo muestran las lámparas y los pies de una trapecista que aparecen a la izquierda del cuadro.
En el espejo también podemos ver el balcón del local, que estaba reservado para las personalidades más importantes. Los personajes que vemos son de clase más bien alta. Los hombres van vestidos de oscuro, y las damas con largos y voluminosos vestidos, guantes y anchos sombreros. Sin embargo, todos parecen más interesados en sí mismosque en los espectáculos, como el de la trapecista, que se les ofrecen. El hecho de que aparezcan reflejados en el espejo es muestra de la intención de Manet de mostrar que sólo estamos viendo apariencias. Lo que se acentúa en la actitud de la gente centrada en sí misma –el individualismo propio de la sociedad burguesa, tan presente en nuestra narcisista sociedad occidental de mercados pletóricos–. De hecho, en aquel tiempo era de rigor que los invitados al llegar recorrieran el local. Empezaban en el jardín de palmeras del entresuelo, paseaban luego lentamente, subiendo la ancha y curvada escalera, para terminar dándose una vuelta o dos por el paseo circular. Manet nos muestra así lo que desde su mirada de flâneur entiende como la falsedad y la apariencia de una sociedad nacida en la vacuidad del reflejo.
Como ya se habrá adivinado, Suzon trabaja como camarera en el bar, de ahí la indumentaria que lleva, un negro y largo corpiño de terciopelo sobre una falda gris: el uniforme común del personal femenino. Seguramente se trate de una chica procedente de uno de los suburbios rurales de París, y seguramente fueran su juventud y frescura las que le dieron el trabajo en las Folie Bergère. Trabaja, pues, vendiendo mercancía.
Muchísimas chicas como Suzon trabajaban en los bares y cafés de París vendiendo lujosos productos tras los mostradores. Como ya hemos dicho es la era del nacimiento del escaparate, es la era de la seducción de la mirada. Así pues, Suzon está vendiendo las mercancías delante de ella. Pero, ¿es ella también una mercancía? La respuesta seguramente es sí. La misma Suzon se ha convertido en mercancía. Este hecho se hace perfectamente evidente si observamos al hombre que «pretende» a nuestra camarera. En aquellos momentos, como ya hemos dicho, había miles de chicas como Suzon en París. Su modesta elegancia, su coquetería y sus agudas réplicas aumentaron formidablemente el atractivo que la metrópolis ejercía en sus habitantes, y en los que no eran sus habitantes. Pero estas chicas, cajeras, camareras, vendedoras, cobraban unos sueldos bajísimos, por lo que decidían a menudo usar sus «talentos» más provechosamente. Sin embargo, la mirada indiferente y distanciada de Suzon, que pretende no hacer caso a su pretendiente, parece que nos dice que ella no es así, que no está dispuesta a convertirse en mercancía. Aunque eso el hombre no lo sabe, por eso no dejará de insistir, quizá, por ser quien es y de la clase social que es, sabe que podrá conseguir lo que quiere por más que se le resista.
Y estos tres aspectos que hemos destacado: Suzon, las mercancías y las escenas del espejo y el burgués pretendiendo a Suzon, a nuestro juicio, no son casuales. Pues aunque sólo lo vamos a esbozar, y siempre admitiendo que puede haber otras interpretaciones más atinadas –como es propio de las obras de arte de carácter sustantivo–, si siguiendo el esquema de proposición, contraposición y resolución realizáramos un análisis noetológico –hay quien dirá hermenéutico– de la escena que nos presenta el cuadro, seguramente podríamos decir que Manet –intencionalmente o no– nos presenta, en primer lugar, posicionándola en primera plana, a Suzon, a la realidad, al ser –ya hemos visto, por ejemplo en Courbet, que representar a la realidad mediante una mujer no es algo atípico–. En segundo lugar, en contraposición al ser, es decir, a Suzon, encontramos todas las mercancías y la vana diversión individualista y burguesa del espejo; a la apariencia, a la nada, en definitiva[10]. Y por último, en resolución de esta oposición ontológica entre la realidad/verdad y la apariencia, entre el ser y la nada, encontramos al hombre que trata de poseer a la mujer, esto es, encontramos al torrente de apariencias de esa sociedad en la que todo termina siendo mercancía tratando de tragarse a la realidad, y quizá consiguiéndolo aunque esta se resista. Es el triunfo de la vanidad, de la felicidad canalla, de la apariencia que impone la razón económica de esa sociedad burguesa sobre la realidad –tal y como entendería el artista–, el triunfo del escaparate sobre el hombre real, que queda seducido por la vorágine de la lógica industrial y mercantil. El triunfo de la sociedad burguesa sobre los desposeídos –triunfo al que el inadaptado flâneur trata de escapar con su (intencional) indiferencia mientras se pasea por los bulevares–.
¿Será posible recorrer circularmente este proceso noetológico y volver a la proposición, a la realidad, a lo verdadero, aunque sea de otra manera? Quizá, por lo que observamos en el propio cuadro, no sea tan fácil. Quizá sea el conocimiento que tiene Suzon de que todo aquello que la rodea, el espectáculo, los hombres y mujeres, las bebidas del mostrador, todo, es falso, irreal, una mera apariencia, quizá sea eso lo que haga que tenga esa tristeza indiferente en la mirada. Un sentimiento de superioridad que sabe que todo eso es la nada, que ella no pertenece a toda esa farsa aunque se vea obligada a participar dada su triste condición en el injusto orden burgués. O quizá la razón de esa tristeza sea saber que todo lo que la rodea tiene un precio, incluso ella, y que, tarde o temprano, a pesar de su resistencia, quizá también ella acabe sucumbiendo, vendiéndose al mejor postor. De hecho, como se puede ver en lado derecho el cuadro, en el reflejo del espejo, Suzon aparece inclinada hacia el hombre que la pretende. ¿Está ya cayendo en la seducción, en la tentación? Todo en la escena se desarrolla, en fin, como un mar de apariencias capaz de tragarse cualquier realidad. En ese mundo al que ha dado lugar la revolución industrial todo termina deviniendo en mercancía.
[1]Charles Baudelaire, El pintor de la vida moderna, Colección de Arquitectura, Murcia, 2005, pág. 92.
[2]Walter Benjamin, Poesía y capitalismo, Taurus, Madrid, 1988, pág. 184.
[3]Ibíd.
[4]Georges Bataille, Manet, Murcia, 2003, pág. 19.
[5]Ibíd., pág. 13.
[6]A este respecto recomendamos consultar el trabajo de Gustavo Bueno Imagen, Símbolo y Realidad en El Basilisco, 1ª época, nº 9, 1980, páginas 57-7. También disponible en formato digital en: https://filosofia.org/rev/bas/bas10908.htm
[7]Georges Bataille, Manet, Murcia, 2003, pág. 16.
[8]A este respecto recomendamos consultar las páginas dedicadas por Gustavo Bueno al arte y la religión en el ensayo La fe del ateo.
[9]Como apunte podemos indicar que hacia mediados del siglo XIX la capital francesa –cuya población se cuadruplicó entre los años 1800 y 1900 a pesar de los diversos sucesos revolucionarios– llegó a ser un símbolo de las artes, de la industria, del progreso de la ciencia y del buen vivir. Por eso lo hemos tomado como ejemplo en esta ocasión y a Manet como al artista de referencia.
[10]Esto lo decimos desde la perspectiva del propio artista, literatos y críticos de arte tal y como hemos expuesto. A nuestro juicio es necesario un análisis más detallado, esto es, morfológico, acerca de las Ideas de apariencia, verdad y de realidad capaz de desbordar esa dicotomía metafísica entre ser y nada, como el realizado por Gustavo Bueno en el ensayo Televisión: Apariencia y Verdad.