Maniqueísmo ideológico: a la calle, que el coche es mío

Maniqueísmo ideológico: a la calle, que el coche es mío. Jesús Cotta Lobato

No hay ideología que no sea maniquea. Pero algunas lo ocultan mejor que otras. La que mejor lo hace es la ideología del progresismo, y cuando digo progresismo no me refiero a esa nebulosa idea de progreso a la que todos los partidos se apuntan (¿quién quiere ser tachado de retrógrado?), sino a esa ideología de origen ilustrado según la cual el progreso consiste en todo aquello que nos emancipe de la religión, la tradición y, últimamente también, de la biología: lo progresista no es, por ejemplo, generar una sociedad donde un niño con síndrome de Domn pueda ser feliz y realizarse, sino generar una sociedad donde ese niño no nazca y, desde ese punto de vista, el aborto es un progreso.

Descubrí ese peligrosísimo maniqueísmo ideológico hace unos quince años. Fue para mí como caerme de un caballo a una charca. Fue un día en que un compañero nos llevaba a mí y a otros tres de vuelta a casa en su coche tras el trabajo; durante el trayecto surgió el tema de la prostitución. Por aquellos días, lo progresista no era tachar, como ahora, de prácticas machistas la pornografía y la prostitución, sino considerarlas paradigma de libertad, desinhibición y progreso. Y a mí se me ocurrió decir que había algo feo e indigno en el hecho de que la alta experiencia de la fusión erótica que humaniza y enlaza a los amantes se lograse por dinero, y no por algo más noble, como el amor o la atracción, con su chispa y su aquel, y que si salía algo bueno de ahí no era mérito del sexo pagado, sino del corazón humano, sediento de alegría y afecto, incluso en el peor de los contextos. Todos se opusieron a mí, sobre todo el conductor, apelando al mantra progresista según el cual la moral nada tiene que decir de la vida sexual ajena si esta se practica sin violencia ni engaño, y quién era yo para arrojar condenas morales a quienes, sin hacer daño a nadie, hacían uso de su libertad. A eso, oh pecado, osé replicar con algo así como que, igual que a la comida le exigimos algo más que ausencia de veneno, ¿por qué no pedirle al sexo algo más que ausencia de violencia y engaño? Me habría gustado añadir que en el sexo sin violencia ni engaño podía haber egoísmo, cosificación, adicción, puritanismo, resentimiento, automatismo, dominación, suspicacia, rutina, grosería, genitalidad, parafilias, complejos, traumas, competitividad, desconfianza y un indeseable etcétera, eso sí, sin violencia ni engaño. Pero nada de eso dije porque el conductor no hacía más que llevarse las manos a la cabeza, sin dar crédito a que una persona, como yo, que él tenía por moderna y culta, mantuviera posturas tan oscurantistas, retrógradas y puritanas. Y he aquí que, como yo me defendía de tales acusaciones, detuvo para mi estupor el coche en mitad de la nada y me dijo con toda seriedad: “O retiras todo lo que has dicho o te bajas ahora mismo de mi coche”. Y, para mi vergüenza (y sigo avergonzándome), confieso que dije algo así como que discutía solo por el gusto de discutir y que no había que tomarme en serio, y me mantuve calladito en lo que quedaba de viaje. Desde ese día, el conductor no volvió a dirigirme la palabra durante el resto del curso: yo era ya para él un enemigo de la humanidad y el progreso ¿y qué obligación tiene uno de ser amable con semejante apestado?

Yo por entonces no entendía bien qué había pasado. ¿Por qué un compañero amable que me hacía el favor de llevarme en su coche estaba de pronto dispuesto a dejarme tirado en plena carretera? ¿Por qué castigaba mis opiniones con acciones, en vez de limitarse a rebatirlas? 

He tardado años en comprenderlo: al sostener aquella opinión, yo no estaba, como creía entonces, tocando un asunto tangencial para pasar el rato, sino clavando sin saberlo un arpón en pleno lomo a la ideología de la que él era cautivo, aquella según la cual, solo si nos emancipamos de oscurantismos religiosos, tradiciones arbitrarias y tiranías biológicas, alcanzaremos el auténtico sentido de la historia y del hombre: en el ámbito privado seré dios de mí mismo, sin verdades superiores que me coarten, y en el público el Estado nos encaminará con todos sus poderes a la salud, el conocimiento y el placer. Lo que él discutía, pues, conmigo, ¡y yo sin darme cuenta!, no era si el putero se portaba bien o mal, sino quiénes son los buenos que llevan al hombre a la luz y cuáles los malos que lo aherrojan a la oscuridad, y yo de pronto, por una opinión, me encontraba entre los segundos. No es que él tuviera principios más sólidos que yo; más bien es que él se sentía más legitimado que yo a castigar a quien tuviera otros. Más aún: no solo se sentía más legitimado, sino que, inconscientemente, se sentía perteneciente a un tipo de hombres moralmente superiores, más libres y en un estadio superior de conocimiento, del cual yo, con mi pensamiento ultramontano, quedaba inmediatamente expulsado. Y el bien moral ya no era llevar a un compañero en coche, pensara lo que pensara, sino echarlo del coche si no pensaba lo correcto. Yo me las estaba viendo con un enemigo formidable: la ideología, esa estructura compacta y maniquea donde la opinión contraria es un ataque que hay que castigar con hechos.

Lo peor fue que ninguno de mis compañeros en el coche intercedió por mí: callaron ante la amenaza del dueño del coche. La ideología dominante de la que también ellos eran deudores logra que la mayoría se sienta dispensada de sentir empatía hacia la minoría disidente.

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