Mapa mudo

Mapa mudo. Fernando Sánchez Dragó

Mis coetáneos recordarán aquellos mapas mudos que nos ponían, de niños, en el colegio cuando en los colegios aún se enseñaba geografía. En ellos figuraban, dibujados, los ríos, los montes, los golfos, los cabos, las ciudades, las provincias y cosas así, pero sin sus nombres. Los chavales teníamos que añadirlos. Una experiencia similar es la que aflige al escritor, como es mi caso, que cultiva la literatura autobiográfica.

El grueso de mi obra lo es, casi siempre de forma descarada y en ocasiones de modo solapado. Figuran en mi historial tres libros de memorias propiamente dichas: La del alba sería (Mis encuentros con lo invisible)Esos días azules (Memorias de un niño raro) Galgo corredor (Los años guerreros, 1953 a 1964). Todos ellos han sido publicados por Planeta.

El cuarto, si mi vida da aún de sí el tiempo necesario para escribirlo, la lucidez se mantiene y la voluntad no flaquea, se llamará Una flor amarilla (Los años viajeros, 1964 a 1983). O no, porque los títulos, aunque van al principio, se deciden al final.

La quinta entrega… Bueno, tengo ya ochenta y cinco años, así que Dios dirá. En Murcia dicen «Hoy semos y mañana estatuas», pero no seré yo quien de antemano ponga límites a la Divina Providencia. Confiemos en su generosidad, pero en la de la memoria, no

Yo, pese a mi condición de tenaz memorialista, cada vez me fío menos de ella. La memoria es tramposa, es engañosa, es caprichosa, sí, mas no por ello deja de ser un mundo virtual en el que vivimos todos los animales humanos, forzosos huéspedes de esa fantasmagoría psíquica . El mandato del nosce te ipsum obliga a quien lo acata a sortear esos caprichos, esos engaños, esas trampas o, por lo menos, a saltar por encima de tales embelecos. Hacer memoria es algo a mitad de camino entre emprender una carrera de vallas y someterse a un psicoanálisis implacable sin diván ni psicoanalista.

O mejor dicho: el psicoanalista es uno mismo y el diván es la parte del cerebro en la que radican los recuerdos, por falsos o no que sean. Hay neuronas para todo.

Primera evidencia que se pone de manifiesto en esa consulta sui géneris: estamos menos condicionados por lo que pasó que por lo que creemos que pasó. Lo que mueve a don Quijote son los gigantes y las tropas sarracenas, no los molinos ni los borregos.

Y primera sorpresa del escritor que escribe sus memorias: nada más enfrentarse al folio en blanco o a la pantalla de su ordenador, también vacía, empieza a recordar hechos y cosas, auténticas o no, que un minuto antes no recordaba. 

¿Acaso no sucede lo mismo en el psicoanálisis cuando éste va tirando del hilo de los traumas infantiles?

Segunda sorpresa… Al recordar o intentar recordar y enhebrar los lances de la propia vida para encontrar su sentido oculto, suponiendo que lo haya, sucede algo todavía más asombroso: uno va dándose cuenta de que más pesa en ella lo que se quiso y se pudo (o no) hacer y, por la razón que fuera no se hizo, que lo que sí sucedió. O diciéndolo de otro modo: enfrentado el hombre al famoso jardín de los senderos que se bifurcan descrito por  Borges, haga lo que haga, elija el que elija, opte por el de la derecha o tire por el de la izquierda, estará renunciando a mucho más de lo que alcanza. Así las cosas, e in dubbium, mejor la inmovilidad. Por eso se representa a Buda en posición sedente o yacente y el Tao aconseja no actuar. Nadie es más taoísta que el asno de Buridan. El koan más famoso de la filosofía zen, hija de la fusión del budismo con el taoísmo, es el que pregunta cómo suena el aplauso que se realiza con una sola mano. O sea: el que no se realiza. El sabio nunca aplaude. Aplauden los tontos. Ésos, por ejemplo, que ahora lo hacen hasta en los entierros. ¡Con razón decía Jardiel Poncela que los muertos, por muy mal que lo hagan, siempre salen a hombros!

Pero voy al grano, porque con tanta divagación me estoy metiendo en un lío que aburrirá a los lectores. Ni que yo fuese Wittgenstein. A mí ya me aburr.  «No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió», dice una canción de Joaquín Sabina. Y eso, exactamente eso, es a lo que iba, porque es lo que me está sucediendo a mí al hilo de la redacción de mis Memorias.

¿Por qué no soy zoólogo, veterinario, paleontólogo, cura o militar, que es lo que me gustaría ser? Ninguna de esas profesiones me habría impedido convertirme en escritor, que es lo que de verdad soy y mi única vocación. Pero, ¿por qué me matriculé en Letras y no en Ciencias Naturales? 

¿Por qué no me fui a un seminario?

¿Por qué no me inscribí en una academia militar?

¿Por qué no me quedé a vivir en Japón, en la India o en Bali a finales de los sesenta, la década en la que anduve por allí?

¿Por qué me he casado en tres ocasiones y he tenido otras cinco largas experiencias conyugales si nunca quise tener pareja?

¿Por qué no me acosté en aquella noche de comienzos de los noventa a la espléndida y célebre mujer, amante, incluso, del Rey, que se me ofreció en canal y subrayó la oferta con un cruce de piernas que para sí habría querido Sharon Stone? 

¿Por qué no ligué con Laura Antonelli ni con Marie Laforet cuando las tuve a tiro?

¿Por qué dije que no, echándome a reír, las tres veces en las que me ofrecieron ser ministro de Cultura? No habría durado más de unos meses en el cargo, pero me habría divertido meter un poco las narices en lo que en él se cocía.

¿Por qué, si detesto la televisión, he trabajado durante tanto tiempo en ella? 

¿Por qué dejé pasar de largo a la hermosa mujer que aparece (y desaparece) en las últimas páginas de Esos días azules?  

¡Ay, ay, ay, cuánto porqué! Parece un bolero de Nat King Cole.

 Los citados son sólo unos pocos ejemplos.

No mencionaré otros, aunque hay muchos y algunos de ellos muy significativos. Me tienta la posibilidad de escribir un último volumen de Memorias en los que reconstruya, o imagine, o invente mi vida no contando lo que en ella hice, sino lo que habría sucedido si no hubiese renunciado a todo lo que, como un idiota, renuncié.

Ahora es ya tarde para recuperar las ocasiones perdidas, pero no para rellenar literariamente los huecos que dejaron. Serían unas Memorias escritas en negativo, algo similar a un mapa mudo de mi andadura vital. Podría titularlas Vivir al revés. Tengo la impresión de que es lo que siempre he hecho.

La vida como fracaso. ¡Qué frustración!

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