En este artículo proponemos aproximarnos al pensamiento del reconocido filósofo y físico Mario Bunge (1919-2020) respecto de la denominada economía neoclásica mediante un breve análisis filosófico-político que puede enmarcarse en lo que sería una «crítica de la crítica». En caso que nos ocupa tiene, además, el interés, creemos, de que nuestra posición de partida, en principio, coincidiría con la de Bunge en la visión profundamente crítica de la economía neoclásica como paradigma y como sistema. Nuestra crítica a Bunge se basa en una, si se quiere, «deconstrucción» de sus argumentos, supuestamente materialistas y antiliberales, para tratar de mostrar que en realidad son lo contrario, y lo que nos parece más problemático es que lo son en cuestiones de base o fundamento, con lo que su crítica al sistema neoliberal pierde notable fuerza desde presupuestos analíticos materialistas, ya que lo que Bunge hizo, en nuestra opinión, fue tratar de impugnar el axiomatismo neoclásico con un nuevo tipo de axiomatismo que, además, asumía muchos de los dogmas liberales que son inseparables del neoliberalismo que él pretendía combatir.
Bunge cuestionó la validez de la teoría económica neoclásica, y en particular el recurso a su análisis microeconómico, para la comprensión de los problemas reales, afirmando que dicha teoría es pseudocientífica, ya que se mantiene inalterable pese a los cambios experimentados por las demás ciencias sociales y, además, no permite la falsación científica, no obstante su apariencia de cientificidad[1], a la que en gran parte ha contribuido su formalismo matemático[2]. Esta crítica tiene fundamento y podemos encontrarla en numerosos economistas y politólogos críticos de las últimas décadas. Bunge estaba en lo cierto cuando decía que la teoría neoclásica ignora la historia y los problemas reales[3] y que no logra explicar numerosos fenómenos que son de importancia capital en la economía, como la inflación, el estancamiento o los monopolios; tampoco predice los períodos de expansión o contracción, y se muestra inútil para predecir las crisis financiero-económicas, el fenómeno recurrente de más honda repercusión en el capitalismo. Por último, y esto es esencial, ignora la realidad del Estado en la economía. Todas estas críticas cabe hacerlas al liberalismo en general. Los dogmas liberales más conocidos, como el del beneficio privado como único objeto de los agentes económicos, la capacidad de auto-regulación del mercado o el equilibrio entre oferta y demanda han sido y siguen siendo profundamente cuestionados por economistas críticos, y rebatidos por el propio funcionamiento real de la economía. La crítica general que Bunge realizó de los fundamentos individualistas de este tipo de teoría económica —paradigma aún dominante— y su falta de comprobación empírica nos parece del todo solvente y fundada.
Para realizar nuestro esbozo crítico del posicionamiento teórico de Bunge nos basaremos principalmente en un artículo suyo titulado ¿Existió el socialismo alguna vez, y tiene porvenir?[4], ya que este escrito pertenece a una época muy madura de su carrera, compendia sumariamente sus principales ideas sobre el socialismo y el neoliberalismo, y además es en su reflexión sobre el socialismo y el intento de justificar su mayor racionalidad donde consideramos que Bunge cae en el desacierto metodológico de deslizarse desde la crítica realista-materialista hacia dogmas idealistas o directamente metafísicos.
Bunge conceptualizó genéricamente el socialismo como una «familia de filosofías políticas» que «van desde un liberalismo ilustrado hasta un igualitarismo autoritario», señalando que esto último es no sólo contradictorio sino imposible. Bunge afirmaba que «en una sociedad auténticamente socialista, los bienes y las cargas, los derechos y los deberes se distribuyen equitativamente» y que este «ideal se justifica tanto ética como científicamente». Nuestro autor proponía que existen dos modos de entender la justicia o igualdad: literal y calificada, o mediocrática y meritocrática, y recordaba, con la Primera Internacional Socialista, que no hay «deberes sin derechos, ni derechos sin deberes». Estas reflexiones sobre el socialismo en relación con la igualdad y los derechos en la sociedad nos suscitan varias reservas y discrepancias de partida, entre otras: a) que sí es posible un igualitarismo autoritario y que, de hecho, igualitarismo y autoritarismo a menudo se han dado de forma conjugada en la historia política (y no sólo en el socialismo, sino también en otros regímenes políticos); b) que la distribución equitativa sea un «ideal» no parece un principio materialista, y menos si se justifica científicamente; c) parecería que Bunge equipara sin más justicia e igualdad, algo muy problemático sin una definición mínima, d) que no hay derechos sin deberes y viceversa nos parece una obviedad, y en tal sentido una afirmación discursivamente efectista, pero conceptualmente superflua. Además, abundando en la igualdad, afirmó Bunge que «el igualitarismo implica la igualdad económica y, a su vez, ésta implica la limitación drástica de la propiedad privada» y que el socialismo suponía la socialización de los medios de producción, de intercambio y financiación. Sin embargo, no queda claro qué significa realmente la «socialización»: ¿es el traspaso de la propiedad y/o la gestión de esos medios al Estado, o a empresas públicas o semipúblicas, o el reparto entre los diversos individuos, familias o grupos privados que componen la sociedad? En seguida veremos que ninguna de estas opciones parecería ser defendida por Bunge.
Bunge criticaba que «el socialismo economicista se limita a la justicia social» —otro concepto que tampoco aparece definido por nuestro autor—, pero el socialismo «amplio» se extiende a todas las otras esferas de la sociedad, y éste último es el tipo de socialismo que él decía defender argumentativamente. En este punto preciso es donde podemos situar el desviamiento de Bunge desde posiciones racional-objetivistas hacia un tipo de desarrollo analítico crecientemente ideológico-subjetivista y voluntarista, insostenible desde las posiciones del materialismo metodológico que el autor pretendidamente defendía. Si bien, de entrada, puede parecer muy acertado que Bunge entendiera el socialismo en sentido amplio, en la medida en que puede abarcar todo el ámbito de lo político, y ésta sería la vía para llegar a la conceptualización del Estado y la soberanía, no hizo esto en absoluto, sino que su discurso lo elaboró sobre una serie de conceptos indefinidos y de propuestas en ocasiones contradictorias.
Entre ellos, hay que resaltar la asunción de «libertad» e «igualdad» desde una perspectiva liberal —por tanto, incompatible con el socialismo que él tendría que defender—, y que, además de aparecer como perfectamente compatibles, se daban por conceptos sustanciales, evidentes de por sí; es decir, no los precisó ni analizó críticamente. Es interesante lo que afirma sobre la «democracia parcial»[5] como insostenible, porque esto puede tener cabida en una teoría política materialista si lo relacionamos con el concepto de soberanía relativa («la democracia parcial, aunque posible, no es plena, justa, ni sostenible»)[6]. Para Bunge este tipo de democracia —que podemos, salvando las distancias, hacerla análoga a «soberanía» en un sentido materialista y no idealista—, la «democracia socialista», era la única que según él es «total» y por eso es «auténtica», y en tal sentido propuso que se la diferenciase de la socialdemocracia o el socialismo débil.
Tras realizar un recorrido histórico-conceptual por las distintas etapas del socialismo, desde los precursores (socialistas utópicos), los cooperativistas, las dos internacionales socialistas y la que denomina «socialdemocracia mansa» —diríamos, dentro del sistema—, Bunge pasa a revisar de forma cada vez más crítica, pero también más ideológica y subjetivista, las razones del supuesto fracaso del socialismo. Es aquí donde se hace urgente poner de manifiesto las debilidades de la argumentación bungeana, sin que ello implique en absoluto un rechazo de las doctrinas socialistas en bloque por nuestra parte, ni tampoco una toma de posición en favor de cualesquiera sistemas doctrinales afines o contrarios. Genéricamente, podemos afirmar que Bunge acertó en muchos puntos, pero no pareció entender la naturaleza del Estado; y creemos que es ahí donde su materialismo mostraba su principal falla.
Bunge sostuvo sobre los leninistas que éstos comprendieron desde el principio que la guerra mundial era un conflicto entre superpotencias y, otorgándoles la razón, defendió que, por tanto, «los socialistas debían oponerse a ella en lugar de apoyarla». ¿Idealismo antipolítico «internacionalista» de Bunge? En cualquier caso, nos parece acertado cuando hablaba del régimen soviético-comunista del período 1917-1991 en base a sus logros como progreso material objetivo (industrialización, disminución de la desigualdad, etc.) y nos resulta especialmente relevante que destacase que en la caída de la URSS hubo causas tanto internas como externas, siendo la principal de estas últimas la propia Guerra Fría, ya que, en concordancia con Gustavo Bueno, nosotros hemos hablado extensamente en otros lugares sobre las causas externas como factor de desintegración de los imperios. No obstante, merece la pena detenerse en lo que Bunge consideró como principales causas internas, y que son de tres tipos principalmente: políticas, económicas y culturales. El problema es la ligereza con que, nos parece, introdujo sus ejemplos para ilustrar cada una de dichas causas, ya que, o bien no las definía apropiadamente, o hizo suposiciones acerca de su intrínseca falibilidad (por ejemplo, dictadura como causa política); unas veces se trata de causas que en realidad remiten a lo externo (concentración excesiva de la planificación), en otros casos suponen la asimilación acrítica de dogmas liberales o librecambistas, de nuevo como indiscutibles o cuya maldad es evidente por sí misma (aislacionismo). Una muestra clara a nuestro entender del idealismo ideologista y parcial de Bunge se encuentra en la afirmación de que «el régimen sedicente comunista falló por no ser auténticamente socialista: porque, lejos de socializar la economía, la política y la cultura, las estatalizó y, a su vez, sometió al Estado a la dictadura del partido». ¿En qué clase de «sociedad política auténticamente socialista» pensaba Bunge, donde la socialización no implicase algún tipo de «estatalización»? ¿Será que, preso de la ortodoxia marxista-internacionalista, pensó que es posible una sociedad sin Estado, o una suerte de «Estado socialista mínimo», lo cual lo acercaría a las propuestas neoliberales que supuestamente impugnaba? Por otro lado, ¿cómo habría sido posible la estabilidad interior mínima necesaria para implantar grandes planes de industrialización o efectuar las grandes reformas, que él mismo admitía como logros materiales de la URSS, sin una dirección firme y centralizada durante un largo período de tiempo, y que por tanto excluiría necesariamente la inestabilidad inherente a las disrupciones propias de un democratismo atomizador y cortoplacista, propio de las democracias liberales?[7]. En definitiva, ¿qué tipo de régimen político real o realizable nos proponía Bunge, a la luz de la realidad factual, las condiciones materiales y estructurales, y la propia experiencia histórica? Como corolario a su crítica de la concentración de poder, Bunge afirmó que «no puede haber socialismo auténtico, o sea, igualdad, allí donde el poder económico, político y cultural están concentrados en manos de una pequeña minoría». Pero en este punto habría que responder que Bunge, además de no definir claramente lo que sea la igualdad en su realización material, tampoco advirtió que la concentración de poder en manos de una exigua minoría también se ha dado y se da en el mundo liberal-occidental, sin que esto haya supuesto, por ahora, su derrumbe, y por tanto esa desigualdad no sería necesariamente causa de la caída del régimen soviético o de cualquier régimen socialista, a menos que este se entienda como ideal a alcanzar, lo que es incompatible con una visión materialista de la historia política y económica. Bunge se vio obligado a concluir negando que el socialismo hubiera fracasado, puesto que en realidad lo que habría sucedido es que «nunca se lo ensayó, ni en el imperio soviético ni en ninguna parte» y terminó criticando una vez más el autoritarismo de la URSS por su «imposible tentativa de imponer el socialismo a palos»[8].
Bunge habló también de la situación contemporánea, destacando que en el socialismo estatal, o socialismo con red de seguridad, está vigente el llamado Estado benefactor, aunque no mencionaba que éste se introdujo en «Occidente» básicamente como reacción a los programas sociales de la URSS. El sistema vigente combina, según él, capitalismo con «democracia política», concepto este último que, por su propia redundancia sintagmática, muestra hasta qué punto Bunge no parecía tener claros los conceptos políticos. Así mismo, propuso que era más apropiado el término de Estado asistencial, que combina capitalismo con beneficencia, y que «(n)o habrá socialismo mientras perduren desigualdades sociables notables». La cuestión esencial, sin embargo, aquí, es cómo se miden dichas desigualdades y cuál es el criterio para definir con un mínimo de precisión metodológica lo que constituye una «desigualdad notable». Nuestro autor, sin dejar de reconocer en este punto el éxito relativo de ciertos sistemas socialdemócratas europeos —lo que hasta cierto punto es contradictorio—, señaló que lo que se ha llamado habitualmente gobierno socialista ha sido en realidad un «socialismo estatal». Esta crítica persistente, aunque no siempre directa, a lo «estatal» apunta, de nuevo, a lo que en nuestra opinión es una incomprensión de lo político.
Bunge denunció el hecho de que los partidos socialistas en los países capitalistas no hubieran modificado la titularidad privada de los medios de producción — ¿cómo casar esto con la crítica a la «estatización» del socialismo «real»?— y que en ocasiones se hubieran aliado con el «enemigo del progreso social» como cuando un laborista como Tony Blair se puso al lado de Estados Unidos para conducir a Gran Bretaña a una «guerra ilegal», cuestión esta última que lleva a preguntarse qué era una guerra legal para Bunge y por qué ésta sería moralmente menos reprobable. Tenemos una muestra más aquí de la escasa solidez conceptual de todo lo político en este autor, que entendió enemigo de forma partidista y apolítica, ignorando la dialéctica de Estados, un principio fundamental en la ontología política del materialismo pluralista de Gustavo Bueno. El voluntarismo moralista —por tanto, anti-materialista— de Bunge se hace evidente por su propio lenguaje «Es hora de que los partidos socialistas […] repiensen el ideario socialista»[9]. Bunge, nos parece, estaba preso, en fin, en los dogmas liberal-democratistas que le impedían hacer un análisis racional-materialista «fuerte» y realista, de ahí que sus argumentos pierdan solidez a medida que los desarrolla o amplía, y en ellos proliferan los conceptos de alto contenido político, pero utilizados con indefinición y desde posturas ideologistas. Por ejemplo, si Bunge atacaba tanto la «estatización» de la propiedad como la propiedad privada del capitalismo, y al mismo tiempo ignoraba al Estado como sujeto de la historia política y social, entonces, no queda más remedio que concluir que el único sujeto que en su modelo ideal de socialismo podría ser titular de la propiedad es una metafísica sociedad sin referencia a institucionalidad política alguna. Pero ni siquiera en este caso queda explicado si la propiedad sería colectiva o individual. Supuestamente para clarificar este último extremo, Bunge planteó en la última parte de su artículo, titulada significativamente Mañana, que era preciso distinguir entre la esfera pública y la privada, si bien esto lo predicaba de «una sociedad cualquiera»[10]. ¿Qué significa esto, que estamos fuera del Estado, o hablamos de cualquier tipo de Estado? Si es así, ¿por qué no utilizó de modo expreso y preciso los términos políticos? La definición que Bunge hizo de lo privado y lo público nos parece más que insuficiente; por ejemplo, entendía por privado «aquello que sólo atañe al individuo y su familia» y por público «aquello que es compartible con otros»[11]. Pero estos términos son en muchos casos solapables o intercambiables, o bien dependen de cómo estén definidos por el derecho público de cada sociedad política en un momento concreto de su historia.
Partiendo de aquí, Bunge se deslizó hacia lo que nos parece la contradicción insalvable de su argumentación, y que no era otra que una concepción profundamente liberal, por tanto, incompatible con el socialismo que decía defender. Así, tras criticar por igual tanto a los «totalitarios», de derecha o izquierda, que sólo quieren una esfera (la pública), como a los socialdemócratas, que defienden la propiedad privada tanto como los liberales, Bunge sostuvo que cuando la dictadura se volvió permanente la población «perdió los ideales» y a los dirigentes «se les acabó la capacidad de pensar ideas nuevas»: en este extremo apuntaba a la ideología, pero, de nuevo, de forma vaga y sin ponerla en perspectiva política y en relación con la dimensión del Estado, con lo que olvidaba el peso de las instituciones y toda la argumentación parece apoyarse en un voluntarismo individualista o de grupo más propio de liberales que de un filósofo realmente materialista. Considérese, por ejemplo, su afirmación de que «se podrá evitar la colusión deshonesta, el dumping y la explotación si el Estado y la comunidad internacional se rigen por normas honestas»: una vez más, nos presenta una visión a priori negativa del Estado, cuya intrínseca maldad se da por evidente, y obliga a plantearse qué naturaleza política tiene dicha «comunidad» internacional, por no hablar del idealismo moralista implícito en el concepto de «honestidad» referido al Estado.
En conclusión, pese a tratar de cuestiones de sumo interés para la teoría político-materialista y a algunas acertadas aseveraciones —por ejemplo: «Tenemos que preguntarnos … qué promete más beneficios con menos sacrificios»[12]—, su discurso era, en lo fundamental, ético-moralizante y subjetivista, con profusión de términos metafísicos o indefinidos: «honesto», «ideales», «noble», «libre», «equilibrio entre deberes y derechos», «reaccionario» (como «fallo»), «malos hábitos» (como el «autoritarismo», cuya maldad se da por evidente), «nuevos hábitos» (como intrínsecamente buenos por ser nuevos). El abstraccionismo idealista finalmente se refleja en las propias propuestas: «la democratizacion va de abajo hacia arriba»[13]. Por ello, aunque Bunge sostuvo que hay «motivos prácticos y morales» para preferir el socialismo «auténtico» al capitalismo, lo hizo sin definirlo con una mínima precisión objetiva, sino más bien como una suerte de sociedad ideal incorrupta, visión del todo ajena al materialismo, y lo que nos ofreció, en suma, fue un discurso más bien ético-subjetivo, de rasgos teologizantes antes que morales en sentido propiamente político; recordemos, por ejemplo, que, en muchos contextos, ciertos autoritarismos pueden resultar perfectamente «morales», y a la inversa.
No podemos acabar este breve ejercicio crítico de este tipo de pensamiento —que representa cierta línea crítica del liberal-capitalismo pero a nuestro juicio acaba atrapada en los propios axiomas liberales— sin mencionar varios otros aspectos relevantes de la visión bungeana: a) su búsqueda de un prurito de cientificidad que puede deslizarse hacia un fundamentalismo cientificista (la economía como «pseudociencia»); b) la utilización de conceptos metafísicos como realidades evidentes de la realidad material, al margen del Estado (libertad, paz); c) la rudimentaria equiparación de términos que son en puridad bien diferentes: «derecha», «liberal», «conservador», «reaccionario», como si fueran lo mismo, lo que muestra la confusión conceptual de Bunge[14]; d) la idealización eurocentrista, ó e) la parcialidad continua, como cuando calificó las consecuencias sociales derivadas de las políticas subsiguientes a la crisis de 2008 como inspiradas en «filosofías económicas y políticas equivocadas», sin advertir que desde el punto de vista del imperio anglosajón, no eran equivocadas, sino favorables a sus intereses y, en tal sentido, acertadas para ellos. Por último, cabe señalar la indefinición geopolítica y proléptica de Bunge cuando en otro artículo[15] propuso la formación de un «frente único sudamericano» —¿por qué sudamericano y no hispanoamericano o iberoamericano?— y la construcción de «una filosofía cientifista, y por tanto realista, materialista, sistemista y humanista». Propuesta sugerente, pero sobre la que nos permitimos sugerir que o no podría reunir todos estos atributos a la vez, o en especial lo humanista precisaría ser definido en términos materialistas.
[1] Consúltese a este respecto el ensayo de Mario Bunge Las pseudociencias ¡vaya timo!, Laetoli, Pamplona, 2010.
[2] Véase nuestro ensayo Filosofía del Imperio y la Nación del siglo XXI, Pentalfa, Oviedo, 2022, pág. 472. Así mismo, véase Gary King et al., El diseño de la investigación social. La inferencia científica en los estudios cualitativos, Alianza, Madrid, 2000.
[3] Sobre los límites del individualismo metodológico en sus efectos reales y los fallos del modelo neoclásico en la época de la globalización, véase Guido Tortorella Esposito y Juan Hernández Andreu, Realismo crítico y economía civil en España e Italia. Una perspectiva histórica, Paraninfo, Madrid, 2019, págs. 106-107 y 122-130.
[4] Mario Bunge, «¿Existió el socialismo alguna vez, y tiene porvenir?», Lecciones y Ensayos, núm. 88, 2010, págs. 17-41.
[5] Mario Bunge, «¿Existió el socialismo…?», ob. cit., pág. 20.
[6] En nuestro ensayo antes citado, Filosofía del Imperio…, oponemos la soberanía material (efectiva) a la soberanía formal (la de un Estado con autonomía, pero no plenamente soberano frente a un imperio o potencia extranjera). La soberanía relativa puede asimilarse a esta última.
[7] El supuesto democratismo de las democracias anglosajonas esconde en realidad un monopartidismo de facto y una política de Estado unificada y largoplacista, a diferencia de las «democracias fraccionarias» de los Estados dominados en el sistema anglosajón, como el español: por ello estos últimos carecen de verdadera soberanía material.
[8] Mario Bunge, «¿Existió el socialismo…?», ob. cit., pág. 30. Lo de que la URSS tratara de imponer el socialismo a la fuerza («a palos») es también rebatible en base a las tesis de autores tan dispares como Aleksander Zinóviev o Emmanuel Todd. El primero opinaba que el pueblo ruso sólo pudo conservar su identidad histórica como pueblo comunista (La caída del imperio del mal, Bellaterra, Barcelona, 1999, pág. 40), mientras que Todd (véase su obra L’Origine des systèmes familiaux, tomo 1: L’Eurasie) ha defendido que el tipo de estructura familiar patrilineal comunitaria e igualitaria históricamente prevalente en Rusia propició la implantación del comunismo.
[9] Mario Bunge, «¿Existió el socialismo…?», ob. cit., pág. 32.
[10] Mario Bunge, «¿Existió el socialismo…?», ob. cit., pág. 33.
[11] Ibíd.
[12] Ibíd., pág. 37.
[13] Ibíd., pág. 38.
[14] Véase a este respecto el artículo de Bunge: «la relación entre pseudociencia y política», El País, 24 de octubre de 2015.
[15] «Bunge: el kirchnerismo “pasará a la historia por sus méritos reales y la oposición por su estupidez política» (entrevista), en Telam Digital, 01/04/2015.