Marx se exilia en París

Marx se exilia en París. Daniel López

Tras el cierre de la Gaceta Renana Marx se encierra en su «gabinete de hombre de estudios» y escribe su Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel. «Su crítica de la filosofía del Derecho de Hegel en gran medida no es otra cosa que la aplicación de la crítica feuerbachiana de la religión a un campo en el que apenas Feuerbach se había asomado, el Estado, el dominio político» (Jean Guichard, El marxismo. Teoría y práctica de la revolución, Traducción de José María Llanos, Editorial Española Desclée de Brouwer, Bilbao 1975, pág.89).

Después Marx y su esposa se trasladaron desde la ciudad balneario de Kreuznach, al noreste de Tréveris (donde se casaron), hasta París entre el 11 y el 12 de octubre de 1843, siendo recibidos por Georg Herwegh (el poeta social más insigne de la Alemania prerrevolucionaria) y su esposa, y empezaron a vivir en la Rue Vaneau número 38, junto a la orilla del Sena, con uno de los dirigentes de la Liga de los Justos llamado Germán Mäurer.

Allí se reunió con el periodista sajón y profesor de pedagogía por la Universidad de Halle Arnold Ruge (16 años mayor que él), el cual también vivía en el mismo edificio. Ruge era concejal del ayuntamiento de Dresde y así se inscribió en la embajada sajona de París. Ruge era un filósofo muy conocido en los ambientes intelectuales y poseía un patrimonio considerable, y era director de un periódico para el que Marx firmó algunos artículos (los Anales de Halle), además de ser otro de los izquierdistas hegelianos salido del «Club de los doctores».

Al no poder publicar su periódico en Alemania por culpa de la censura y la policía sajona, Ruge decidió trasladarse a Francia e invitó a Marx para que participase en los Anales franco-alemanes. Decía Ruge: «La atmósfera es aquí realmente demasiado intolerable y asfixiante. No es fácil adular, aun cuando ello sea causa de la libertad, cuando uno está armado con alfileres en lugar de una espada. Estoy harto de esta hipocresía y estupidez, de la grosería de los funcionarios; estoy harto de tener que inclinarme, arrastrarme e inventar frases no comprometedoras e inofensivas. No hay nada que pueda yo hacer en Alemania… En Alemania, uno sólo puede ser falso consigo mismo» (citado por Isaiah Berlin, Karl Marx: su vida y su entorno, Alianza Editorial, Traducción de Roberto Bixio, Madrid 2009, pág.86).

«Debemos buscar la vida pública auténtica y libre allí donde se pueda encontrar, y dado que Alemania es demasiado obtusa para reclamar en voz alta y con gritos enérgicos la libertad de prensa, tenemos, por lo tanto que escribir y publicar en el exterior, tal y como se vieron obligados a hacer los franceses antes de la Revolución» (Arnold Ruge, «Plan de los anales franco-alemanes», en los Anales franco-alemanes, Traducción de J. M. Bravo, Ediciones Martínez Roca, S.A., Barcelona 1970, pág.41). Y por tanto decidieron trasladarse a París, ciudad que se jactaba de ir a la cabeza de la civilización burguesa.                                        

Las autoridades prusianas se quejaron a las francesas de que dar cobijo a un individuo como Marx era un gesto poco amistoso. Para Marx el pueblo alemán era el más atrasado de Occidente y el francés el más revolucionario. De hecho fue en Francia donde Marx descubrió a la clase obrera organizada: «En Francia todas las clases están coloreadas de idealismo político -escribió en 1843-, y cada una de ellas se siente representante de las necesidades sociales generales… Al paso que en Alemania, donde la vida práctica es ininteligente y la inteligencia no es práctica, los hombres se sienten llevados a protestar sólo por la necesidad material, por las mismas cadenas… pero la energía revolucionaria y la confianza en sí misma no son suficientes para habilitar a una clase y erigirse en liberadora de la sociedad, sino que debe identificar a otra clase con el principio de opresión… tal como en Francia fueron identificadas con él la nobleza y el clero. Esta tensión dramática está ausente en la sociedad alemana… hay sólo una clase cuyos males no son específicos, sino que son los del conjunto de la sociedad: el proletariado» (citado por Berlin, pág. 91).

Así, en 1843, a la edad de 25 años, Marx ya era comunista (tal y como se entendía el comunismo por entonces, es decir, todavía no era «marxista», ni obviamente podía serlo).

Así comentaba el 15 de junio de 1843 el poeta Heinrich Heine la situación del movimiento obrero en Francia: «Los comunistas son el único partido de Francia que merece ser tomado en consideración sin reservas. La misma atención aclamaría yo para las ruinas del saint-simonismo, cuyos partidarios viven todavía, escudados bajo los más extraños nombres, y para los fourieristas, que siguen actuando y agitándose afanosamente. Pero a estos hombres honorables no les mueven más que el nombre, la cuestión social como tal cuestión, el concepto tradicional; no les impulsa la necesidad demoníaca, no son los siervos predestinados de que se vale la suprema voluntad para realizar sus inmensos designios. Más tarde o más temprano, la familia dispersa de Saint-Simon y todo el estado mayor de los fourieristas se pasarán a las filas cada vez más nutridas de los ejércitos comunistas y, siguiendo el mandato de la áspera necesidad, asumirán el papel de los padres de la Iglesia» (citado por Franz Mehring, Carlos Marx, Traducción de Wenceslao Roces, Ediciones Grijalbo, Barcelona 1967, págs. 87-88).

Marx no sólo descubrió en París el socialismo y el comunismo, con los que ya coqueteaba desde las páginas de la Gaceta Renana, sino también el materialismo, y se inspiró en figuras como Helvetius y Holbach que trasladaron el materialismo a la vida social. Por entonces Marx denominaba su posición como «humanismo real».

Como hemos dicho, también en aquel edificio de la Rue Vaneau vivía el comunista alemán Hermann Mäurer, el cual trabajaba con los obreros parisinos, y gracias a él Marx pudo ponerse en contacto con éstos. También se puso en contacto con trabajadores alemanes que huían del Káiser, los cuales se organizaban en forma de sociedades secretas como la Liga de los Justos (primera organización política de los proletarios alemanes, cuyos centros eran París y Londres además de poseer «comunidades» en Suiza y muchas ciudades alemanas, aunque funcionaban con ideas utópicas, influenciada por las doctrinas de Babeuf, Blanqui y Cabet).

Francia no era Prusia, es decir, Francia desde finales del XVIII no era feudal sino plenamente capitalista (como Inglaterra, mutatis mutandis, aunque menos desarrollada). En ese sentido -desde la filosofía de la historia de Marx- Francia estaba en una época más adelante que Prusia y toda Alemania, y era así, junto a Inglaterra, la vanguardia de la burguesía pero también del proletariado, siendo un lugar de reunión de demócratas de diversas naciones.

Mientras en Alemania todavía la burguesía disputaba contra el feudalismo por el «tercer Estado», Francia era una nación plenamente burguesa y capitalista, pero con un preocupante proletariado creciente, tan creciente como miserable, donde los trabajadores con sus mujeres y sus hijos trabajaban hasta 15 horas diarias e incluso más, siendo -en palabras de Marx- criaturas rebajadas, esclavizadas, olvidadas y despreciadas, porque la vida en la sociedad capitalista -por decirlo con palabras de Hobbes- era pobre, desagradable, brutal y a veces corta. A esto llegó la Gran Revolución de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad.

Y, efectivamente, aquellos proletarios que engendró la Gran Revolución eran «libres»para vender su fuerza de trabajo o morirse de hambre, «iguales»en la miseria y cuya «fraternidad» (hijastra de la caridad cristiana que se transformaría en solidaridad para ir contraterceros), a decir de Marx, vendría a derrocar, en el futuro, a la clase que los liberó del feudalismo para esclavizarlos de modo encubierto en el capitalismo. Ya en 1831 y 1834 hubo levantamientos proletarios pero fueron fulminados, anunciando futuras revoluciones más sofisticadas.

Como se ha dicho, «La Gran Revolución desmontó el orden feudal, pero dio paso a un orden social y económico todavía más injusto y cruel, el orden burgués, el de la explotación capitalista sin límites, el orden que Marx analizó en su inmensa obra. La Gran Revolución dio la Libertada millones de campesinos y artesanos, pero esa libertad era la libertad para suscribir contratos, de hecho, con los explotadores, libertad para vender a la baja su fuerza de trabajo, libertad “para morirse de hambre”. La Gran Revolución dio la Igualdad, pero una igualdad abstracta que abrió la puerta a las más agudas desigualdades entre las clases, favoreciendo la consolidación de una “clase de proletarios” que parecía que tenía que enfrentarse a muerte con la clase de los explotadores. ¿Dónde poner, por tanto, el principio revolucionario de la Fraternidad? Habrá que reducirlo al principio de la solidaridad contra terceros, a la solidaridad de los obreros contra los patronos, pero también a la solidaridad de los patronos contra los obreros» (Gustavo Bueno, El mito de la izquierda, Byblos, Edición de bolsillo, Barcelona 2004, págs.161-162).

Tras la Gran Revolución no llegó ni mucho menos la paz perpetua que se prometía. «No habían ido mejor las cosas en la sociedad de la Razón. La contraposición entre pobre y rico, en vez de disolverse en el bienestar general, se había agudizado por la eliminación de los privilegios, gremiales y de otro tipo, que solían tender un puente por encima de ella, así como por la desaparición de las instituciones benéficas eclesiásticas que la suavizaban. El desarrollo de la industria sobre bases capitalistas hizo de la pobreza y la miseria de las masas trabajadoras una condición general de existencia de toda sociedad. De año en año aumentó el número de delitos. Mientras que los vicios feudales antes abiertamente manifiestos a la luz del día pasaban a segundo término, aunque sin ser ciertamente suprimidos, los vicios burgueses hasta entonces cultivados en el secreto florecieron tanto más exuberantemente. La “fraternidad” de la divisa revolucionaria se realizó en los pinchazos y en la envidia de la lucha de la competencia. En el lugar de la opresión violenta apareció la corrupción, y en el del puñal como primera palanca social del poder se impuso el dinero. El derecho de pernada, ius primae noctis, pasó de los señores feudales a los fabricantes burgueses. El matrimonio mismo siguió siendo, como hasta entonces, la forma legalmente reconocida y la capa encubridora de la prostitución, pero ahora se completó con un abundante florecimiento del adulterio. En resolución: comparadas con la magníficas promesas de los ilustrados, las instituciones sociales y políticas establecidas por la “victoria de la Razón” resultaron desgarradas imágenes que suscitaron una amarga decepción» (Friedrich Engels,Anti-Dühring. La subversión de la ciencia por el señor Eugen Dühring, Traducción de Manuel Sacristán Luzón, Editorial Grijalbo, México D. F. 1968, págs.253-254).

Como señalaba Engels, el triunfo del Tercer Estado no fue más que el triunfo de la burguesía poseyente que era sólo una pequeña parte privilegiada.

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