De repente, el capital se ha vuelto bondadoso. No sólo bondadoso: ejemplarizante. De pronto han comprendido que las masas consumidoras de lo que sea que vendan necesitan empatía, fraternidad y una poquita de condescendencia, aparte de dinero, para disfrutar de la vida sana y feliz que suelen poner en el mercado a precios bastante razonables. Ya no se conforman con decirnos lo que debemos comprar sino cómo debemos vivir y pensar para ser merecedores de los bienes materiales y espirituales esenciados en su mercancía.
De repente, la burguesía emprendedora ya no es aquella gente despiadada, obsesionada con el beneficio, que ofrecía el paraíso a los ricos, sucedáneos cutres a los mediopensionistas y exclusión sin recurso a los insolventes. De repente, vaya usted a saber porqué, los grandes oligopolios de la industria, la comunicación, la banca y los servicios se han convertido en entidades benéficas identificadas por un discurso de extrema virtud cívica y valores humanos superiores. De repente, la publicidad —aliados estratégicos de poco confianza, como todo el mundo sabe—, ha devenido en doctrina inapelable de solidaridad, apoyo mutuo y progreso “sostenible”; o sea: más mermelada en la tostada. Todo es arcoíris, mullido y manso, hogareño y clemente en el mundo imaginario de la sociedad posconsumista. Ikea nos daba pistas con la invención de “La República Independiente de Mi Casa”. Después, como dijo el otro: “Anda que no se han vendido perros”. Y ese camino amable entre unifamiliares adosados y pisos de protección oficial en barrios multiculti nos ha llevado, al fin, a los fértiles pastizales donde la clase media se extingue entre amor y alegría e inunda el ambiente con el perfecto aroma doméstico de la sopa de sobre.
Sí, sin duda: ellos van a desaparecer, mas sus valores perdurarán intactos, cuidados con el esmero y gratitud que merecen los grandes logros de la civilización y, para qué negarlo, los mitos que alimentarán el corazón de muchas generaciones destinadas al “quédate en casa”, vivir con lo justo y andar en pantuflas desde la cuna a la sepultura. Al capital no hay quien le gane cuando se reinventa. A las masas no hay quien las engañe cuando los jueves caen en martes.
De repente, el enemigo de la izquierda ya no es el capital. Será porque a alguien hay que sacarle impuestos, digo yo. Pero nada, tan amigos. Entre que los megamillonarios del planeta se han vuelto progres de manual urgente y que la izquierda está muy ocupada en otros combates más filosóficos —desenterrar a Franco, la eutanasia, en fin, sus cosas—, el paradigma de la justicia y la igualdad cambia velozmente de atrezo. La lucha de clases, de repente, ya no es el motor de la historia; supongo que debido a que la parte menesterosa de la contienda está muy ocupada horneando pan casero, plantando huertos en descampados urbanos, aplaudiendo en las ventanas y llorando con las canciones de Rozalén. Pero es tal cual, oigan: de repente el capitalista no es obstáculo para el socialismo sino un maestro en el arte de juntar moneda y más luego cederla generosamente en bien de la comunidad. De pronto los aparatos ideológicos de Estado, los medios informativos, las televisiones y sobre todo la educación, ya no sirven al sistema sino a la causa de la Felicidad Universal. Prodigio tan grande nunca se vio, ni siquiera cuando el joven rico del evangelio hizo caso al exhorto de Jesús, vendió todo lo que tenía, lo repartió entre los pobres y lo siguió allá donde fuese. (Mateo, 19-21).
De repente, sólo hay un enemigo: el que cuestiona el elitismo ecológico derivado del gran dogma del calentamiento global, el que se atreve a hablar de denuncias falsas por supuesta “violencia de género”, el “negacionista” de la realidad “plurinacional” de España, el “fascista” que cree en la independencia del poder judicial, el díscolo que está en contra de un estado de excepción alargado seis meses para combatir una pandemia que a nuestros poderes públicos les parecía cosa de risa cuando les llegaban noticias de los primeros cadáveres. Y sobre todo, el enemigo es el “xenófobo” que se opone a la suplantación de las clases medias occidentales por masas desarraigadas del tercer mundo, animosas gentes que “huyen” de la miseria y la explotación en sus países de origen y vienen al núcleo inventor de la plusvalía para ser exprimidos con ternura de anuncio navideño. Y con clase, desde luego.
Decía Pablo Iglesias —el del moño, no el tipógrafo—, hace dos o tres años, que “el miedo va a cambiar de bando”. Mentía, como acostumbra. El miedo no ha cambiado de bando. El que ha cambiado de bando es él. Ahora, él y los suyos, coaligados, socios y demás gente de gaita, como todos los grandes canallas de la historia se dedican a sobar las partes amables del poder económico, a saturarnos con propaganda de su empalagosa utopía y a meter miedo a los de siempre: “o nosotros o la extrema derecha”. Y la extrema derecha tan en su sitio y los de siempre, como casi siempre: con la cabeza metida en la despensa, en busca de levadura para el bizcocho de las five o clock, y el culo puesto a los azotes. Y de repente, así va la cosa.