Nacimos sin dudas, convencidos, dando por hecho la libertad que por derecho nos correspondía. Y nos lo creímos, ingenuos, cándidos, palurdos, y dijimos sí a todo lo que no convenía negar. Vimos la luz (década arriba, década abajo), al mismo tiempo que El fin de la historia y el último hombre de Francis Fukuyama, a la vez que la Caída del Muro y su consecuente Monsters of Rock en Moscú, al unísono del silbido de una flecha flamígera que inflamara el pebetero de Barcelona 92. Los que nos precedieron nos recriminan que lo tuvimos todo; los que nos continuaron nos reprochan que no hicimos nada.
Nacimos sin deudas, cómodos, arrogantes, encogidos de hombros ante lo que parecía una verdad incuestionable: el mundo era finalmente un lugar gobernado por los buenos de las películas que nos hicieron tragar. Vimos tele y cine en VHS y DVD por un tubo: la Segunda Guerra Mundial, el Lejano Oeste, James Bond, Indiana Jones, Rambo… todo ratificaba que los malos habían perdido y fenecido, y que nosotros, por existir, pertenecíamos a los vencedores que disfrutaban del mejor de los mundos posibles: Democracia, Estado del Bienestar, Sociedad de Consumo, Imperio de la Ley, Derechos Constitucionales… no era jauja pero casi; era lo que nos merecíamos.
Y fuimos a la escuela no tanto a aprender sino a dejarse enseñar. Nos inocularon el desprecio por la tradición, por la ciencia de los antiguos, por la curiosidad propia de los niños que aún éramos. El conocimiento no era la conquista última de un espíritu individual, sino el consenso conveniente a acatar por contrato social. Educarse no es más que repetir los errores de otro en el entorno controlado del colegio, y así empezaron a medirnos: con números, notas, notables, bienes, aprobados raspados, ochos, ceros, nueves, progresa adecuadamente o necesita mejorar. Y así también nos empezamos a medir entre nosotros: se aspiraba a ser ingeniero, abogado, médico, o a trabajar en eso de la informática, que decían que era el futuro.
¡Y vaya si lo era! Por eso fuimos a la universidad: porque no teníamos otro porvenir que el de la fatuidad. La carrera universitaria no es más que una formación profesional de cintura para arriba. Se nos adiestró para ser aceptados en un mercado laboral que aborrece nuestra esencia humana, que penaliza la creatividad. Fue necesario disfrazarse de universitario para disimular nuestra inutilidad. En eso consiste estar preparado en esta sociedad competitiva: fingir que se es imprescindible e irremplazable cuando nada ni nadie advertiría tu muerte en la empresa a la mañana siguiente. Al contrario: los que nos remplacen (¿por ventura robots?) lo harán mejor y más barato. Para eso sirvió (y sirve) la universidad: para aprender a aparentar trabajar por medio de computadoras, hasta que estas ya no necesiten nuestro paripé productivo. Para eso sirve la universidad… para eso y para disfrutar de alguna beca Erasmus, obtener descuentos de estudiante, realizar escapadas con vuelos low cost, emborracharse, juergas y tener los primeros escarceos erótico-sexuales… escarceos que, para muchos de la añada, digámoslo todo, también serían los últimos.
Esta generación se inició en el amor desde esa misma manera enfermiza, cobarde y mezquina de operar: se insistió en la coordenada monogámica y en un destartalado romanticismo, no ya artístico-decimonónico, sino de bodrio de Hollywood. Nos empecinamos en tener una pareja para siempre o para siempre ninguna; y nos empeñamos, erre que erre, en un matrimonio que ya no se sostiene como institución. Y nos casamos, e hicimos bodorrio con fiesta, tras ambas despedidas de soltero, con pollas en la cabeza para ellas, y con stripper en la tarta para ellos. En relación a la sexualidad, se adoptó todo lo que tenía de cadavérico y miserable el modelo tradicional, y todo lo que tenía de torcido y fantasmagórico la revolución sexual que nos metieron entre el pollo y las patatas: se mezclaron las letras de Laura Pausini con la porno codificada de canal plus, misturamos el sota, caballo y rey de la sexualidad conyugal con la suscripción a Blazzers, combinamos corazoncitos de San Valentín con vales descuento en la compra del Satisfyer®. ¿Resultado? Pues el horror. Mujeres insatisfechas, hombres frustrados, niños que no saben qué rayos son, si género binario o helicópteros apache, divorcios, peleas por custodias mal compartidas, sufrimiento, suicidios, violencia que llaman de género, matrimonios inertes, casados célibes, parejas que no follan… y algo que sólo yo me atrevo a decir (estoy acostumbrado a quedarme solo cuando digo ciertas cosas): es muy raro encontrarse a un hombre o a una mujer nacidos entre 1975 y 1990 que tengan una vida sexual mínimamente activa, coherente y sana.
Y así, mi generación encaró el siglo XXI, sin más expectativas que la inercia derivada de la huida hacia delante de la posmodernidad. ¿Qué hacer? Pues lo que hacen los otros: fingir que se hacen cosas y que son importantes. Y no preguntes. Estudiar para trabajar; trabajar para tener dinero; tener dinero para formar una familia; formar una familia para que tus hijos sigan con este rollo. ¿Qué más le puedes pedir a la vida? Un buen trabajo, un amor para siempre, unas vacaciones pagadas, un sistema de salud como en Finlandia, una dieta equilibrada como la mediterránea, un clima suave en verano, comida con los suegros el domingo, cena de empresa en navidad, cubata con los colegas del gimnasio, una serie nueva en Netflix, el enésimo partido del siglo Barça-Madrid, fotos de tu viaje a Tailandia con las amigas, lucir escote a los cuarenta en Instagram… ¡Y es que tampoco hay más!
Entonces llegó el año 2020. Nos estábamos haciendo egoístas cábalas, trazando locos planes de realidad virtual, echando la cuenta de la lechera posmoderna; “En diez años pago el piso”, “A ver si apruebo la oposición y me dan plaza”, “El año que viene nos casamos”, “Cuando me hagan fijo me compro el BMW”, “Si pierdo cuatro kilos, los leggins me sentarán requetebién”; y en plena fantasía disparatada que identificamos como nuestra vida, se plantea una guerra que va mucho más allá de una supuesta pandemia del nuevo coronavirus: una gran guerra al modo épico y espiritual, como la de Troya o la de la Bhagavad Gita. El mismo sistema que nos ha parido, criado y cebado, ahora quiere sacrificarnos. Esto no va a parar hasta barrenos por completo y se dé a luz a un nuevo mundo cuya novedad es que nosotros ya no estaremos en él. Y en la medida en la que se crea a pies juntillas en todas esas mentiras que escuchamos desde la cuna y en todos los embustes en los que hemos participado, esta inmolación se vivirá de una forma más y más dolorosa. Si llevamos más de treinta años tragándonos todo este cuento, el sufrimiento durante esta década se hará insoportable. ¿Cómo admitir que el sistema ese al que a capa y espada hemos defendido, ahora nos quiera eliminar como ratas? ¿Cómo es posible que el Estado que creíamos que velaba por nosotros ahora nos mienta y engañe a traición? ¿En qué cabeza cabe que los poderes públicos se confabulen entre ellos para nuestra merma y aniquilamiento? ¿Qué mente retorcida puede pensar que estas instituciones tan nobles y esplendorosas (académicas, científicas, sanitarias, judiciales…) su vuelvan contra los ciudadanos? ¿Cómo creerse que alguien, de forma premeditada y controlada, nos esté matando? Pues créetelo, chaval. Eso es exactamente lo que está ocurriendo. Y si no consigues verlo, quizás sea mejor así a estas alturas: la muerte que nos reservan no resulta más miserable que la vida a la que nos han sometido.