A vueltas con la evidencia de siempre, señalada por el filósofo (concretamente Nietzsche) hace siglo y medio: “Las naturalezas agotadas necesitan continuos estímulos para sobrevivir”. Es el mal del pensamiento contemporáneo en estas latitudes y longitudes de la civilización humana: no hay, sensu estricto, pensamiento. El diálogo entre el ser y la conciencia expresado a través del lenguaje rehúye su posibilidad transcendente (o al menos relevante), para reproducir contenidos en bucle, banalidades archisabidas y lugares comunes que de puro vistos han dejado de tener significado real desde hace mucho. De su consecuencia, el peso del mensaje decae; y para más o menos sostenerlo no queda otra opción que reproducirlo a través de medios masivos, cuanto más populares más irrelevantes. No hay pensamiento sino publicidad. De tal forma, y con toda razón, se lamenta un conocido comentarista cultural, caballero de fino criterio y agudo verbo: “Estamos defendiendo la libertad de expresión a través de un rapero botarate; estamos defendiendo el feminismo a través de concursantes de Gran Hermano; la lucha contra la homofobia a través de cantantes de karaoke; estamos defendiendo la identidad creativa con letras de Mecano; el debate intelectual, con tuiteros Y a lo mejor el problema es que hay demasiados influencers y muy pocos referentes ”.
La cuestión, para la izquierda, muy bien expresada por el tertuliano (aclaro que se cita de memoria), es decidirse entre extensión y profundidad. O combinar ambas dimensiones, dando la batalla a todas horas y en todos los medios bajo riesgo de hacerse pesados. Para quien firma estas líneas, el núcleo de la materia no son los medios y maneras de propagar mensajes, sino la inanidad de los mismos mensajes. Los discursos agotados necesitan el estímulo de las masas para alcanzar cierto sentido (con perdón por el parafraseo nietzschiano); con el resultado paradójico de que el supuesto sentido constituye en sí un sinsentido: ¿Qué eficiencia práctica, qué importancia, qué desarrollo real pueden tener las nonadas sugeridas por gandules de sofá televisados las 24 horas del día, o la opinión de unos chicos/as rendidos a la histérica ñoñez de un concurso de cánticos, o la impudicia egolátrica de quien va a un programa de televisión para buscar pareja? ¿Necesitan semejantes aliados los discursos feministas, antihomofóbicos, contra la violencia machista,? La respuesta, bien triste, es afirmativa. A fuerza de construir progresismo ético con ideologías desteorizadas, de suplantar la reflexión por la propaganda, de enredar y confundir “democracia” con “libertades políticas”, de buscar obsesivamente la identidad del “bien” en la negación y prohibición del “mal”, la izquierda, poco a poco aunque inexorablemente, se va quedando sin discurso. Su único y último argumento: el poder. La actual presidencia del gobierno en España es buena prueba de ello. Aunque a los efectos prácticos, ni sirve para nada ni nada ha cambiado (ni mejorado, salvo las encuestas del CIS para su partido), desde la llegada de Pedro Sánchez al poder. Ni cambiará. El único y suficiente beneficio es que “los otros” no estén en el poder. Con eso basta.
Porque estamos llegando a esa situación, ya conocida en la historia de España, en que lo importante no es crear e implantar el propio paraíso, sino destruir, aniquilar el paraíso del “otro”.
Y en esas estamos. Las naturalezas agotadas, en este caso, precisan el poder como último recurso para así declarar aún más agotada la naturaleza de su rival. Para sentir los estímulos que mantengan, a duras penas, sus constantes vitales.