Aunque en la asignatura de Filosofía de Primero de Bachillerato se toquen cuestiones políticas, en realidad todo está más enfocado a la ética y la moral. Es decir, en la asignatura se tiende más a dar lecciones de ética y de moral y sólo de refilón la política (y ello es así porque ésta, al fin y al cabo, por mucho voluntarismo anarquizante o por mucho nihilismo que se quiera, es insoslayable).
Ahora bien, urge la necesidad de enseñarles también a los adolescentes filosofía política (y a día de hoy, dada la globalización positiva en la que estamos inmersos, y dado el desarrollo de los medios de comunicación y transporte parece que de manera irreversible, salvo hecatombe nuclear o de otro tipo) hablar de política es hablar de geopolítica (como tan de moda está últimamente, precisamente por ese mundo globalizado positivamente, porque esa es la realidad de nuestro mundo heredado y de nuestro presente en marcha).
De modo que los diseñadores de los planes de estudios deben plantearse muy en serio la introducción de una nueva asignatura para los alumnos de Primero y Segundo de Bachillerato: filosofía política (o, si se prefiere, que lo llamen simplemente política o geopolítica; aunque aquí el espíritu de partido filosófico, por mucha neutralidad que se quiera presentar, es insoslayable).
No obstante, la asignatura de Ética o Valores Éticos debe seguir pero habría que añadir otra asignatura en donde los muchachos complementasen sus saberes éticos con saberes políticos (y geopolíticos, aunque sea de manera introductoria y resumida, porque tampoco se trata de ofrecerles algo en demasía detallado dado que eso abrumaría a los alumnos y por ende los confundiría, puesto que se trata de materias muy complejas).
Si se dejan de lado estos saberes entonces pueden surgir la tendencia reduccionista del eticismo, y los peligros de semejante reduccionismo es lo que se pretende corregir con la nueva asignatura Filosofía Política (o simplemente Política o Geopolítica).
No se puede enseñar ética sin tener en cuenta las contradicciones que muchas veces hay entre la ética y la política.
Y por política queremos dar a entender a nuestros alumnos la realidad del Estado, esto es, de los diferentes Estados en permanente dialéctica y no en armonía pacífica, como se piensa con ingenuidad desde posiciones pacifistas y pánfilas (sobre todo cuando ponen a la «paz mundial» como escatón). Hay que espabilar a los alumnos porque van hacia un mundo muy complicado política (geopolítica) y tecnológicamente (teniendo en cuenta los peligros, y las ventajas, que va a traer la inteligencia artificial y otros refinados inventos).
Las leyes escritas por un ordenamiento jurídico sistematizan, coordinan y racionalizan los conflictos entre las normas éticas y morales, como también lo hacen con las diferentes normas morales de los diversos grupos que coexisten en un mismo Estado, que por definición es heterogéneo al estar constituido por familias, clases sociales, etnias, bandas, confesiones religiosas, etc.
Por «Estado» entendemos a una compleja organización social que dispone de un territorio y unas fronteras que delimitan con otros territorios controlados por otros Estados (aunque también pueden delimitar con fronteras naturales como el mar, aunque hay que contar con las disputas sobre la soberanía de los Estados en los mares, o como se diputa por ejemplo el Ártico, como ya vimos en Posmodernia: https://posmodernia.com/geopolitica-en-el-artico/).
El Estado ha de disponer de un ejército, un cuerpo de policía y una unidad político-jurídica soberana o que se presenta como tal (otra cosa es si esa soberanía es material aunque no absoluta o meramente formal). Asimismo ha de ser una unidad e identidad con recorrido histórico. Todo Estado se compone por las dimensiones económico-productivas, ideológico-morales y defensivo-militares.
En teoría el Estado se fundamenta o trata de fundamentarse en el bien común de su sociedad como conjunto. Lo que sea el «bien común» es algo difícil de asir con el entendimiento, porque los diferentes grupos instituciones, asociaciones y partidos políticos de una determinada sociedad política comprenden de manera diferente (e incluso opuesta) eso del «bien común».
Tal vez el bien común sea la perdurabilidad y la estabilidad del Estado, la permanencia indefinida de la sociedad política, pero a costa de un gran esfuerzo por parte de sus ciudadanos. Y si no se lleva a cabo semejante esfuerzo tal imprudencia podría suponer el colapso y por ende la destrucción del Estado, lo que implicaría la ruina de sus habitantes (ya en España estamos llegando a niveles autodestructivos que van directamente contra la lógica del funcionamiento de cualquier Estado).
Dada la escandalosa corrupción delictiva y no delictiva (en política interior) y la debilidad de la España partitocrática del coronado Régimen del 78 en el concierto internacional o dialéctica de Estados, podríamos decir que lo que se ha implantado en España durante medio siglo es una kakistocracia (gobierno de los peores o ineptos); aunque todavía podría ser peor si el Estado se colapsa y por consiguiente se arruina y finalmente se extingue (en beneficio de terceras potencias y de gigantescas multinacionales, que como buitres arramblarían con todo lo que pudiesen). Lo que está claro, en todo caso, es que no hemos sido gobernados por una aristocracia (gobierno de los mejores o más aptos).
Afirma José Ramón Bravo en su libro Filosofía del Imperio y la Nación del siglo XXI:
«Todos los Estados, codeterminados entre sí, son potencialmente enemigos unos de otros, ya que no se someten al derecho ajeno y al mismo tiempo éste es un límite a la expansión ajena, y por ello conviven inevitablemente en situación dialéctica. Esta circunstancia, unida al hecho de que los Estados son materialmente desiguales en su potencia, determina que cada Estado necesite afirmar su soberanía de manera efectiva y unilateral, por lo que la misma es un principio material o de hecho, no formal o de derecho (a menos que se entienda derecho como potencia real [tal y como lo entendía Espinosa]). El reconocimiento del Estado sólo puede tener efectos declarativos, nunca constitutivos; el origen del Estado es histórico y no jurídico-contractual ni plebiscitario. Cuando un Estado encuentra límites al ejercicio de su soberanía en función de la superior potencia de otro(s), aunque públicamente sea reconocido como soberano, diremos que su soberanía es más formal que material. Desde una perspectiva realista-materialista, esta distinción es esencial… El papel de una sociedad política en la historia viene determinado por la posición ontológica que adopta. Un Estado puede seguir uno u otro curso en función de necesidades o transformaciones internas, pero dado que está rodeado de enemigos (actuales o potenciales) habitualmente la forma más efectiva de asegurar su derecho de independencia -que es su propia potencia- es la expansión… El poder material de un Estado es relativo al de los demás Estados en un sistema y tiempo histórico determinados. Dado que para el Estado es una necesidad vital el afirmar su propio derecho a existir (que es su potencia), siempre se verá obligado a resistir la potencia (agresión actual o potencial) de su enemigo, bien sea mediante la contención (principio reactivo) o mediante la expansión (principio proactivo). La primera sólo es efectiva si se cuenta con una capacidad de agresión equivalente (por ejemplo, un arma con poder disuasorio); la segunda sólo asegura la victoria sobre el enemigo si se posee fuerza suficiente para reducirlo o conquistarlo, y para ello es un factor crítico la propia masa material del Estado en cuestión. La expansión del Estado no es siempre territorial, sino que puede producirse desde otras dimensiones soberanas (por ejemplo: imposición monetario-fiscal; aumento poblacional; implantación ideológico-cultural); sin embargo, el fin lógico y el último de toda expansión es el de aumentar la propia masa política del Estado, lo que generalmente implica apropiarse de recursos materiales ajenos» (Pentalfa, Oviedo 2022, pág. 179, corchetes míos).
La razón de Estado y los arcana imperii requieren muchas veces llevar a cabo el «trabajo sucio» que repugna a la sensibilidad ética o que va más allá del bien y del mal ético. La fuerza de obligar la posee el Estado a través de su ordenamiento jurídico que realiza el poder ejecutivo, y ni la ética ni siquiera la moral son coactivas.
Si la ética la entendemos como la preservación de nuestro propio cuerpo (firmeza) y del cuerpo de los demás (generosidad), es obvio que sin ética no podrían ser posibles ni la moral ni la política, pero esto no es óbice para confundir las normas éticas con las morales y políticas. Ahora bien, por muchas que sean las contradicciones entre ética y política, sin ética sería imposible la convivencia política. Las normas éticas van referidas a la prevención del propio cuerpo y del cuerpo de los demás. De modo que sin ética, en su sentido más riguroso, no serían posibles ni la moral ni la política, aunque no cabe confundir las normas éticas con las morales y políticas.
Si los ciudadanos de un Estado desatienden los deberes éticos, si no son firmes (por drogadicción, descuido de la salud, etc.) la salud pública quedaría mermada y por ende la economía y la moral harían inviable cualquier acción política.
Entre ética, moral y política hay una relación dialéctica. Las acciones éticas nunca se llevan a cabo de modo exento, sino que están conjugadas dialécticamente con la moral y con la política. Y en muchas ocasiones, no en todas, la ética y la política se contradicen.
Un buen ejemplo sería el caso de los inmigrantes ilegales, que es paradigmático. Veamos:
En tanto seres humanos, la ética prescribe dar acogida, alimentar y cuidar a los inmigrantes que, jugándose la vida, atraviesan nuestras fronteras. Ahora bien, el ejercicio de una política con un mínimo de prudencia exige que se limite el número de inmigrantes, porque una acogida masiva podría terminar con el sistema del Estado del Bienestar en un país como España, es decir, podría derrumbar su economía, y eso traería tensión social y la ruina de la sociedad política. Lo que se está viendo esto últimos años en Francia es alarmante, y es lo que se va a ver y ya se está empezando a ver en España si nada lo remedia.
Otro ejemplo: una guerra (como toda guerra) va necesariamente contra la ética, porque se mata, se mutilan y se hieren personas. No obstante, sin ánimo de caer en fantasías de ningún tipo sino Realpolitik mediante, una guerra determinada (no todas las guerras) puede resultar políticamente prudente, como puede ser el ataque preventivo que lleva a cabo un país que ataca a otro porque éste se estaba armando con intención de atacarlo, o está siendo armado por una tercera potencia o una alianza de Estados que van contra ese otro Estado que ataca con prevención.
Luego en la Realpolitik (vocablo alemán usado para definir la práctica diplomática y la disciplina de las relaciones internacionales) las consideraciones estratégicas prevalecen frente a las consideraciones morales, y más aún frente a las virtudes éticas. En las relaciones internacionales no hay moralidad, porque tales relaciones están en otro contexto, y no pueden reducirse a la moral y menos aún a la ética y los derechos humanos.