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Contemplar desde la ética los muy polémicos entresijos de la dialéctica de Estados o simplemente las cuestiones internas de un determinado Estado (la dialéctica de clases y demás conflictos), y no digamos ya la complicada historia de los reinos, Imperios y Estados-nacionales, es propio de lo que llamamos «eticismo», un reduccionismo que no sólo es erróneo sino peligroso.
La ética exenta de política tal vez funcione en el mundo ideal, en la Ciudad de Dios, en la comunidad de los santos donde se goza no ya solamente de una paz evangélica sino de una paz eterna (metafísica), o puede que en una sociedad humana (de carne y hueso) en la que todos los ciudadanos fuesen como Sócrates (el cual, por cierto, sólo salió de Atenas en tres ocasiones precisamente para guerrear y no para dar clases de ética desde su denominado intelectualismo).
Pero en el mundo real, en el que estamos implantados desde hace siglos, la política es insoslayable y por ende es imposible la ética absoluta. Por mucho que se llenen la boca políticos y periodistas con solemnes proclamas propagandísticas o simplemente ingenuidad supina. Aunque una cosa es lo que se predica y otra lo que se practica.
Sostiene Gustavo Bueno: «Es puro idealismo dar por supuesta la posibilidad de una convivencia armoniosa que hubiera de producirse automáticamente tan pronto como todos los ciudadanos “se comportasen éticamente”, después de recibir una educación adecuada. Ni siquiera cabe decir, con sentido, que este ideal de convivencia armónica es la expresión de un deber ser, porque lo que es utópico, lejos de poder presentarse como un deber ser, siempre incumplido, habría que verlo como un simple producto de la falsa conciencia» (El sentido de la vida, Pentalfa, Oviedo 1996, pág. 87).
Es decir -como no sin gracejo decía el torero Rafael Guerra- «lo que no puede ser, no puede ser; y además es imposible». Por lo tanto no debería ser (si no es posible que sea). Muchas veces aquello que se pone en el horizonte como «deber ser» es pura impostura, y para los políticos propaganda o programas que no se cumplen porque -como dijo el viejo profesor Tierno Galván- «están hechos para incumplirlos».
En el análisis político, para alcanzar mayor rigor, es conveniente desechar las interpretaciones ideologizantes y moralizantes, a no ser que se quiera hacer propaganda. Y hay que espabilar a nuestros alumnos, así como al público en general, y no infantilizarlos con fantasías pacifistas y decirles con mucha claridad, toda la posible, para que sea inteligible para una mentalidad de 16 y 17 años (si es que la asignatura que proponemos, Filosofía Política, se empezase a dar en 1º de Bachillerato), que entre los Estados no cabe equilibrio estático ni menos aún dinámico, sino que lo realmente existente (lo contrario de la infantil fantasía) es la relación dialéctica que implica el conflicto permanente entre los Estados y la dialéctica de clases (ya sea de manera velada o diplomáticamente o de forma abierta y bélica entre las naciones o en la guerra civil).
La política (el derecho) coordina la ética con la moral, aunque también las diferentes morales de los diversos grupos, clase sociales, etc. que viven bajo un mismo Estado o sociedad política (e incluso en una organización tan compleja como un Imperio). La política consiste, pues, en procurar la convivencia entre individuos y grupos; aunque también supone conocer al enemigo y hacerlo inofensivo, y quien no sabe realizar esto no es desde luego el más preparado ni el más prudente para ejercer un cargo público.
Así pues, los conflictos o contradicciones entre ética y moral son resueltos a través del ordenamiento jurídico (el derecho), así como resuelve los conflictos morales entre diferentes grupos, resolviendo el encontronazo optando por una moral frente a otras.
Dice Bueno: «Cuando el grupo social es reducido y vive aislado, los conflictos entre ética y moral tenderán a resolverse en función de las mores. Pero cuando confluyan grupos sociales heterogéneos, según sus respectivas culturas, en una sociedad de nivel más complejo, las mores entran en conflicto, y las normas éticas se manifiestan y decantan de modos diversos» (El sentido de la vida, pág. 343).
La fuerza de obligar en la mayoría de los casos procede de la legalidad vigente (con su correspondiente poder ejecutivo, porque en caso negativo las leyes serían papel mojado), y por tanto no procede de normas éticas ni de normas morales. Es la fuerza coactiva del Estado (el poder ejecutivo –poder legislativo y poder judicial mediante- así como otros poderes: industriales, comerciales, diplomáticos y militares) la que hace posible que se imponga el derecho (que ni mucho menos se trata de un «derecho natural»).
Y -siguiendo a Benedictus de Espinosa- un Estado tiene tanto derecho como tantas fuerzas tenga, porque el derecho es poder y el poder es libertad, y sólo en tales condiciones es posible una soberanía material (esto es, realmente existente, efectiva, no meramente formal y de iure pero no de facto).
Y un Estado soberano es aquél que domina frente a los demás o que al menos no es dominado y conserva su independencia, y puede llevar a cabo -a través de sus sucesivos gobiernos- planes y programas que a su población haga prosperar, es decir, que aumente su bienestar y su calidad de vida. Porque la vida en un país decadente y por ende sin soberanía, que tiende a la miseria, en última instancia también crea una sociedad con individuos sin escrúpulos y con grupos o bandas organizadas dedicadas cuasi profesionalmente (es decir, a tiempo completo) a la delincuencia que atentan contra la moral de los diferentes grupos y contra la ética de los individuos particulares.
Esto es lo mismo que hablar del conflicto entre lo individual y lo colectivo (entre individuo y sociedad política o Estado), que en última instancia se resuelven por la fuerza, cuyo monopolio legítimo es del Estado (el cual, naturalmente, no sólo se define por eso).
En muchas ocasiones la racionalidad individual se opone a la grupal, pero el bien del grupo es superior al bien del individuo. Pero, ¿qué pasaría si se tratase de elegir entre un grupo de imbéciles morales y un sujeto con firmeza y generosidad? Mejor uno bueno que muchos malos, eso sin duda. Pero la sociedad es sólo posible desde la pluralidad y no desde la soledad. Y además un individuo sin la sociedad jamás podrá ejercer la firmeza y la generosidad, porque la ética siempre está enmarcada en un contexto moral y también político. Por tanto las normas éticas sólo pueden realizarse a través de las normas morales, es decir, el individuo sólo es confortable en el seno de la familia, el clan, la nación, etc.
Las posiciones idealistas en el fondo son anti-políticas. Y no es que tratemos de hacer a nuestros alumnos militantes de tal o cual partido o de tal o cual tendencia ideológica; pero sí de que vayan empezando, aunque sea de modo muy embrionario, a tener conciencia política, porque con algo de dicha conciencia podrán evitar tanto el nihilismo (el pasotismo de no querer saber nada de política, ni nada de nada) como el totalitarismo (el fanatismo o el radicalismo irracional). Ni pasotas ni fanáticos, aquí el término medio sería la virtud, que decía Aristóteles. Y esto, entre otras muchas cosas, es lo que hace falta en el Congreso de los Diputados y en los parlamentos autonómicos.
El problema de implantar una asignatura dedicada a la política estaría en que el gobierno de turno, en este caso el de Sánchez y Yolanda Díaz, Usurla von der Leyen mediante (elite globalista financinera detrás), impondría su ideología en dicha asignatura (todo sería muy 2030: «ecosostenible» y «de género»). La LOMLOE cumple estrictamente con este objetivo, que, entre otras cosas, es implantar el pensamiento Alicia propio de la viscosa ideología de la socialdemocracia y crear ciudadanos fundamentalistas democráticos votantes del PSOE, lo cual no lo hace estrictamente democrático porque todo lo que no sea el PSOE o «la izquierda» es «fascismo» o «extrema derecha». La mayoría de votantes lo hacen movidos por un impulso primitivo o inercia hereditaria familiar (aunque, contradictoriamente, está en contra de la tradición y de la familia) que nada tiene que ver con el progreso.
Parece que, a día de hoy, implantar en las aulas el realismo político es utópico. Al igual que es imposible contar la historia al margen de ideologías, con la política pasa exactamente lo mismo. No son ciencias cerradas, positivas, y por tanto la ideología (y más aún como conciencia falsa) estará acechando a la enseñanza. El preservativo contra este error (que también puede ser mala fe) sería un sistema filosófico con la suficiente potencia para triturar todo lo triturable, lo cual es algo que queda muy lejos del alcance de los alumnos aunque también del profesorado, muy involucrado -por cierto- en buena medida en la citado viscosa ideología. A mi juicio, y por vía apagótica y no sectaria o dogmática, dicho sistema es el materialismo filosófico de Don Gustavo Bueno.