Necesitamos el retorno del Padre y del Estado

Necesitamos el retorno del Padre y del Estado. Diego Fusaro

Massimo Recalcati afirma que nuestra época es presa del «complejo de Telémaco«. En el tiempo del capitalismo edípico surgido del Sesentayocho, la humanidad, cuando no se hunde en el nihilismo de la resignación inducida por la muerte de Dios, está a la espera del retorno del padre evaporado en el ínterin.

El complejo de Telémaco invierte el de Edipo. Si el acto edípico por antonomasia es el placer incestuoso derivado del parricidio, el telemaqueo es la nostalgia por la figura paterna de la ley y de la medida, la única capaz de poner fin a la larga noche de los Pretendientes, en la que placer y transgresión se erigen en única ley. En el relato homérico, Telémaco pasa gran parte de sus días a orillas del mar, absorto en sus pensamientos y oteando el horizonte, esperando que las gloriosas flotas que zarparon regresen a Ítaca. «Y si se cumpliese en los mortales todo lo que desean, lo primero que yo quisiera sería que mi padre regresase a su patria», dice Telémaco en la Odisea. En ausencia de su padre Odiseo (Ulises en versión latinizada), símbolo de la ley, en Ítaca domina incontestable la anomia del goce ilimitado, encarnada por los Pretendientes.

El complejo de Telémaco, del que estamos presos en la hodierna noche posmoderna de los Pretendientes, consiste en este desgarrador sentimiento de una ausencia o, mejor, de una presencia que se da per absentiam. A ella se acompaña la esperanza de que el padre que ha partido vuelva y restablezca la ley de la justa medida, revocando la fase edípica de la noche de los Pretendientes. A diferencia de Edipo,  Telémaco no percibe en el padre la fisonomía de un enemigo, sino la de un aliado con el que reinstaurar la ley de la comunidad disuelta por el goce cínico. Si es leído con transparencia, el complejo de Telémaco revela la presencia de una nostalgia que no cae en la apraxia resignada, sino que por el contrario se traduce en acción. El hijo de Odiseo no se limita a escrutar pasivamente el horizonte a la espera del retorno del padre, siguiendo el síndrome —en sí mismo aliado de la resignación— de quien espera inercialmente a Godot. Telémaco emprende operativamente la búsqueda activa del héroe que zarpó con destino a Ítaca, navegando hacia Pilos y hacia Esparta. El retorno del padre solamente puede verificarse si nos esforzamos a fin de que suceda, siguiendo el movimiento más típico de la herencia entendida como reconquista mediada por la acción, inmortalizada en los versos de Fausto: «Lo que has heredado de tus padres, reconquístalo si deseas poseerlo verdaderamente».

En la narración homérica, cuando el padre regresa Telémaco es incapaz de reconocerlo. Se lo imaginaba como un héroe carismático, cubierto de gloria y honores; en cambio, tiene ante sí a un mendigo irreconocible, transfigurado por la miseria. La lección que enseña la historia de Telémaco resulta adamantina: el padre no puede regresar igual que cuando zarpó, glorioso y triunfal. Por eso, cuando reaparece en Ítaca, todos lo insultan y lo vilipendian.

Hoy, el padre que regresa tras larga ausencia es el Estado nacional. Nadie es capaz de reconocerlo, porque todos atisban únicamente la figura de una fuerza ahora decadente o, alternativamente, el espectro de los horrores del pasado. Nadie alcanza a descubrir en el Estado lo que potencialmente es. Para heredarlo es necesario reconquistarlo, transformando la nostalgia en acción antiadaptativa. El Estado nacional, como decimos, puede hoy desempeñar la función de vital importancia de la reinstauración de la ley y el límite: en primer lugar, poniendo un dique a la furia de la desregulación propia del mercado transnacional y, en segundo término, constituyendo la base para instituir una eticidad comunitaria capaz de universalizarse mediante la praxis orquestada por un nuevo Príncipe que sepa capitalizar las pasiones políticas hoy dormidas.

A distancia de seguridad de las visiones estatolátricas del pasado y de las tragedias que las acompañaron, el Estado puede hoy restituir un sentido a la pregunta, actualmente sin respuesta, acerca de la supervivencia del padre en la época de su evaporación. Por esta vía, puede volver a vivir el ideal antiadaptativo hogaño sólo latente, la pasión transformadora en busca de una realidad más entusiasmante que la miseria presente. Si en la fase dialéctica el Estado nacional era vector del capitalismo (de ahí el internacionalismo propuesto por Marx como terapia), hoy el fanatismo de la economía está desterritorializado y, como hizo con la burguesía, debe liquidar a su antiguo aliado: al igual que la burguesía, también el Estado nacional es, de hecho, incompatible con el capitalismo absolutus, en el que todo se convierte en mercancía y las únicas realidades soberanas deben ser las multinacionales, los mercados financieros y los flujos transnacionales.

Abandonado a sí mismo, el Nomos de la economía somete toda realidad material y simbólica a sus gélidas leyes, desestructurando cualquier comunidad que no resulte funcional al consumo. Es un engaño prospectivo, cuando no una ideología, la creencia en la existencia de un equilibrio y de una armonía preestablecida garantizados por esa «mano invisible» de la economía que produce exclusivamente visibles tragedias en lo ético. La política misma acaba inexorablemente por ser desarticulada de su función primaria —la gestión soberana, por parte del pueblo, de su propia existencia comunitaria— y por ser reducida a un papel meramente auxiliar, como continuación de la economía por otros medios.

Este, dicho sea de paso, es el triste destino que, en tiempos recientes, se ha abatido sobre la desventurada península italiana. Junto con la entrega de su propia soberanía a los organismos financieros de Europa, Italia sufrió primero la intervención de su política económica por parte de la institución sensiblemente suprasensible del Banco Central Europeo; a continuación (el 16 de noviembre de 2011), fue objeto de la imposición, mediante procedimientos ampliamente anticonstitucionales, de un gobierno tecnocrático —una junta militar de carácter económico, con el spread en lugar de los los tanques y con la «deuda pública» en lugar de los cañones— con el único e inexorable mandato de implementar las maniobras económicas dictadas por la eurocracia y, por tanto, de imponer desde arriba, de forma tecnocrática, la «revolución liberal», o sea la privatización neoliberal de toda la sociedad.

En 1929, Stalin impuso su paradigma de comunismo sin ningún mandato democrático, en nombre de las sagradas leyes de la Historia. Análogamente, en 2011, el «gobierno técnico» de Mario Monti impuso a Italia el modelo europeo sin ningún mandato democrático, en nombre de las leyes indiscutibles de la Economía. Si Stalin había nacionalizado por superiores razones históricas, el gobierno Monti privatizó por superiores razones económicas, en nombre del capitalismus sive natura de la nueva era inaugurada en 1989.

Esta analogía, deliberadamente chocante, permite comprender por qué hemos encontrado siempre en primera fila a los arrepentidos de la izquierda a la hora de aprobar las políticas de sangre, sudor y lágrimas del gobierno Monti: la fe ciega en las leyes de la Historia se ha transformado dialécticamente en una fe igualmente ciega en las leyes de la Economía, del mismo modo que el internacionalismo comunista se transformó en el internacionalismo financiero, y el universalismo proletario filosoviético se ha convertido en el universalismo imperialista filoestadounidense. El hecho de que se haya tratado de una intervención de la política por parte de la economía explica también por qué los agentes de este nefando proceso ya no son las tradicionales clases políticas profesionales, sino los técnicos y los especialistas, cooptados en los aparatos universitarios y fieles devotos de la teología económica. Por primera vez en la historia se ha asistido a la toma del poder por parte de la casta económica y de los taumaturgos de las finanzas.

A la vista de tantos desastres en rápida sucesión, (a los que se pueden aplicar con extraordinaria pertinencia las palabras de El Purgatorio de Dante (VI, 76-78): «¡Ay esclava Italia, albergue de dolores, / nave sin timonel en gran tempestad, / no dama de provincias, ¡sino burdel!«) resulta evidente que la primera tarea, con el objetivo de frenar y, a continuación, revertir las tendencias actuales, debe buscarse en la recuperación de la función del Estado como garante de la primacía de la política sobre la economía, de la eticidad sobre el mercado, de los hombres sobre las entidades financieras preñadas de caprichos teológicos.

En lugar de ser reducido a ancilla oeconomiae sierva(o) de la economía-, y por tanto a mero soporte de la soberanía de los organismos económicos transnacionales (desde la banca y el Fondo Monetario Internacional, hasta la dictadura crematística de las multinacionales y las nuevas castas plutocráticas), el Estado nacional está llamado a ponerse al servicio de la comunidad humana, considerada como fin en sí misma y, en consecuencia, a tomar posiciones contra la lógica-ilógica del monoteísmo del mercado global. Hasta que se demuestre lo contrario (o sea hasta que no se definan otras fuerzas específicamente capaces de derrocar la crematística mundial), solamente el Estado nacional, a condición de que deje de limitarse a ratificar lo decidido autónomamente por los economistas, por las multinacionales y por el mercado divinizado, puede oponerse y, por lo tanto, actuar eficazmente con vistas a la superación de la descomposición galopante, reabriendo una fase dialéctica en el sistema especulativo.

Reintroducir la soberanía política es condición indispensable para la redialectización del capitalismo especulativo. No es posible actuar políticamente si no se recrea un espacio delimitado en el que desarrollar la lucha contra el clasismo y por la democracia, en defensa de ese estrato de derechos sociales que la internacionalización de los mercados continúa erosionando. La reconquista de la soberanía nacional, por lo demás, implica también el restablecimiento del principio de independencia en el equilibrio de los poderes, sobre el cual construir un pluralismo que sea verdadero y un Derecho Internacional que no sea simplemente la ideología de los dominantes. Sin Estados soberanos el Derecho Internacional —como parece obvio en esta Cuarta Guerra Mundial— deviene mera superestructura de las relaciones de poder. Por esta razón, hoy el Derecho Penal Internacional se reduce a una titánica empresa dedicada a exterminar a los «terroristas» y a proteger esas «líneas de amistad» (Schmitt) que perimetran el espacio exclusivo de la «civilización«. Todo lo que esté más allá de la línea de amistad es tildado de terrorismo que debe ser combatido. Por esta vía, Derecho Internacional e imperialismo se revelan recíprocamente constitutivos: el Derecho Internacional acaba por ser cada vez más la cobertura superestructural para el nuevo intervencionismo imperial, ahora liberado de las restricciones del Viejo Derecho Internacional.

Que hoy el Estado nacional soberano, mucho más que la clase proletaria globalizada o que las variopintas multitudes desterritorializadas de Toni Negri, está en condiciones de poder desarrollar una función revolucionaria de oposición al fanatismo global de la economía lo prueba la constante labor de demonización con que lo hostiga el mainstream de la corriente ideológica dominante. Tanto desde el circo mediático como desde el clero intelectual, el Estado es hoy constantemente tachado de residuo incapaz de afrontar los desafíos de la vida contemporánea y, por consiguiente, digno de ser superado en coherencia con la inapelable lógica del globalitarismo. Viene siendo exorcizado persistentemente como un peligroso vehículo para el renacimiento de las peores experiencias del Siglo XX o, simplemente, como una opción inviable en la era de la «constelación posnacional» que viene «después del Leviatán».

Según un dispositivo ideológico que ya debería ser conocido, se declara superado el Estado para poderlo superar definitivamente: esto es, para desestructurar de forma integral la función social y política que, aunque sea de manera cada vez más frágil y precaria, todavía es capaz de cumplir. En la era de la economización del conflicto, de la atrofia de la conciencia infeliz y del triunfo del cretinismo económico generalizado, el Estado puede plantearse como la única concreta fuerza política de la comunidad ética como fin en sí misma y en busca de su propia independencia de la dictadura transnacional del mercado.

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