Ni Dios lee libros

Ni Dios lee libros. Lomas Cendón

La tradición islámica atribuye el analfabetismo a Muhammad (Mahoma, en español) con apoyo en la Sura de la Araña (surah al-´ankabut, 29:48). Con un profeta que no supiera leer ni escribir, el Islam se aseguró disipar dudas sobre un supuesto plagio del Corán o sobre un fraude de revelación, fruto de las elucubraciones de algún erudito. ¿Qué mejor manera de demostrar la autenticidad del origen divino de un libro, que responsabilizar de su recepción a alguien que jamás había leído un libro en su vida? Sólo Dios (Allah,en este caso) es capaz de transformar un iletrado, a través de la Revelación, en el autor más importante de una civilización y en el primer gran escritor que nunca escribió nada.  

Aunque de forma diferente, en otras religiones también se encuentra ese orgullo de analfabetismo como signo de genuinidad, en algunos santos cristianos, en los sadhus hindúes, en algunas corrientes del budismo zen… parece que el no saber leer ni escribir otorga más mérito a la santidad o a la sabiduría. Ya en el contexto moderno, los médiums espírita se vanaglorian de no saber la lengua en la que psicografían los libros inspirados por entidades que incorporan. En efecto, en la humanidad hay una especie de corriente contracultural que ensalza al analfabeto y que juzga leer libros como una forma de hacer trampas en la obtención del conocimiento. Fuera del contexto religioso, en la música tradicional, también existe una mitomanía del genio musical que no sabe leer partituras. Por ejemplo, en el flamenco o en la música hindustani, hasta hace poco tiempo, los músicos despreciaban el estudio de la notación musical; y todavía pervive la leyenda de que el tenor Luciano Pavarotti cantaba de oído sin saber leer solfeo. Este mito (real o no) sólo hizo aumentar la grandeza del canto del italiano, de la misma manera, adecuada a su contexto, que el Profeta iletrado aumentó la legitimidad de la revelación coránica.

Quizás estas reflexiones sobre el valor del analfabetismo en el mundo religioso y tradicional, sirvan de algo para entender este desconcertante 2021 supersticioso: desde hace veinte años el número de libros leídos al año por habitante, está en regular descenso, inversamente proporcional a la proliferación del Smartphone. Lo peor de esta estadística es que se trata sólo de eso mismo, un dato estadístico del reino de la cantidad. De calidad, mejor ni hablemos: Dan Brown, autoayuda, las tropecientas sombras de Grey, psicología de almacén, manuales de cómo hacerse millonario, biografías de deportistas y celebridades que no tienen ni cuarenta años, libros de youtubers enseñando a hacerse youtuber, libros de tuiteros recopilando sus tuits… ¡Asumámoslo, lectores! ¡Escritores también! Si dejamos de considerar a estos libelos como libros, podemos asegurar que hoy en día, año 0 de este Bizarro Nuevo Mundo, en 2021, ni Dios lee libros.

Entre pitos y flautas estuvimos confinados durante más de siete meses. Conozco gente que aprovechó la prisión domiciliaria de 2020 para aprender a cocinar platos de Masterchef, practicar yoga con foto posterior en Instagram, cantar en el karaoke del Resistiré, recibir aulas online de bricolaje, de decoración, de programación java, de seducción, de maquillaje, de inversión en bolsa, de identificación de fake news, de virología para dummies… ¿Conocéis a alguien que haya dedicado la cuarentena a leer la obra de Alejandro Dumas o Los Episodios Nacionales completos? ¡Vamos, ni de coña! 

La paradoja diabólica que fortalece nuestra ignorancia es que, sin leer apenas libros, nuestra mente jamás ha estado más contaminada de lecturas prescindibles que ahora. Estamos constantemente leyendo whatsapps, notificaciones de Facebook, mensajes de anuncios comerciales, subtítulos del Netflix, perfiles de match del Tinder, promociones del UberEats, textos de iconos, banners de internet, emails, spams… Nunca hemos leído más que ahora, hasta el punto de que la vida humana en esta era, consiste en una constante lectura de la telepantalla, irreflexiva, corta, automática, de pensamientos parásitos que ni tan si quiera son nuestros. Los psicólogos y pedagogos llevan años hablando de analfabetismo funcional cuando en verdad es mucho más preocupante la funcionalidad analfabeta de la que nadie habla y todos padecemos: hoy en día ser analfabeto resulta práctico. Por puro pragmatismo se recomienda no excederse en ideas que sobrepasen los doscientos caracteres. Compensa no saber leer.  Alguno de mis haters me diría: ¡pues para las tonterías que escribes, casi mejor no saber leer!

Y sin embargo, yo habría tenido éxito con cualquier lector crítico, al haber captado su atención con un artículo como este. Con un título corto, provocativo, casi blasfemo (Ni Dios lee libros) incito a la elección de este texto sobre otros con título riguroso y detallado. Si el título fuera “La valencia religiosa del analfabetismo en las tradiciones espirituales y su extrapolación invertida en la sociedad posmoderna”, sólo lo leerían cuatro gatos teólogos que pincharían en hueso. De la misma forma, desde la neurolingüística se sabe que en los tiempos actuales de redes sociales, más de la mitad de la población es incapaz de leer cuatro párrafos seguidos sin que se estimule su emotividad en cada uno de ellos, con técnicas más propias de la publicidad que de la literatura. Es necesario apelar cada tres líneas a una identificación afectiva con el lector. Por eso estás leyendo estas palabras aunque no te interese el tema. Asimismo un cuidado estudio de la prosodia consigue que sigas leyendo aunque no entiendas lo que lees, aplicando las mismas técnicas de rítmica y métrica con las que un rapero americano consigue que escuches hip-hop sin que sepas inglés. Aun con todo, me las veo negras para competir con el marketing del entretenimiento, y hacer que un puñado de lectores lea este texto con placer, sin renunciar al contenido. ¡No está el horno literario ni para bollos ni para tochos! 

El buen escritor ya no es el que transmite ideas y expresa sentimientos por escrito de forma bella y correcta. Eso era antes, en la época de las plumas y las máquinas Olivetti. Ahora el buen escritor es un equilibrista de cuerda floja que armoniza sus limitaciones para escribir, con las limitaciones de los lectores para entender lo que leen. En 2021 el escritor está obligado a optimizar la transmisión de su mensaje aceptando que ni él puede escribir como Cervantes ni los lectores van a disponer de concentración suficiente para entenderle. Esa es mi tarea como escritor: incitarte a la reflexión asumiéndote distraído; invitarte a que leas sabiendo que no quieres. En el inmediato mundo transhumanista esta labor la realizará un algoritmo. Pero mientras la Inteligencia Artificial no escriba mejor que yo, aquí me tendrás.     

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