Ni ovejas ni rebaño. La rebelión de los católicos identitarios

Ni ovejas ni rebaño. La rebelión de los católicos identitarios. Adriano Errigel

A la memoria de Jacques Hamel, sacerdote francés, degollado a los ochenta y cinco años en la Iglesia de Saint-Étienne-du- Rouvray (Normandía), el 26 de julio de 2016


Haciendo gala de un peculiar criterio para urgencias y prioridades, en julio 2021 el Papa Francisco restringió el uso del latín en las liturgias católicas. Una decisión que ciertamente no hizo que el mundo se parase. Al fin y al cabo, a quién le importa el uso de una lengua que nadie entiende en unas ceremonias que pocos atienden. Pero más allá de su relevancia práctica, el hecho tiene su importancia simbólica: el de la interrupción de una larga cadena de transmisión. Como escribía el filósofo Gabriel Albiac, éste “es el último giro de tuerca. El fin de una cultura que duró más de dos milenios. Ese crepúsculo nos afecta a todos. También a los que no somos creyentes. Porque es síntoma primordial del fin de una civilización. Que fue la nuestra. Creamos o no creamos en lo que creemos o no creemos”.[1] No faltan observadores que hablan  de un “fin de Europa”. Si así fuera, la Iglesia católica parece dispuesta a acelerar el entierro. 

¿Cómo será la Iglesia en un mundo post-europeo? Al igual que las lenguas latina y griega – esos “depósitos más trascendentes de la historia humana” (G. Albiac) que resuenan en su liturgia –, la Iglesia católica, le guste o no, es un patrimonio del viejo continente.  A partir de Europa la Iglesia definió su vocación universal; de Europa tomó su arsenal conceptual – el pensamiento griego – y su argamasa organizativa: el derecho romano; a través de Europa la Iglesia se proyectó en un impulso imparable de avance y conquista. Las raíces de la Iglesia se entrelazan y se funden con las de Europa, como la hiedra sobre las piedras de un edificio milenario. Por eso, todo lo que sucede en la Iglesia de Roma afecta a todos los europeos, ya sean creyentes o no. Dicho de otra manera: lo que con la Iglesia está en juego excede con mucho a la comunidad de los creyentes, al “rebaño” de la metáfora evangélica. Y no digamos a las ocurrencias de sus pastores.

Entre unos y otros se abre, en algunas partes de Europa, una brecha creciente de incomprensión y recelo.

Un colectivo maltratado

Un fantasma recorre Europa, el fantasma de un suicidio. El declive demográfico, la inmigración de masa y una cultura del auto-odio son las fuerzas motoras de un cambio de civilización sin precedentes cuyos efectos experimentan ya, en carne propia, millones de europeos. La inmigración se sitúa en el centro de esta ecuación. Una inmigración masiva, una inmigración de repoblación, una inmigración portadora de un cambio radical de costumbres y de formas de entender el mundo. Como en todas las grandes transformaciones sociales, aquí subyace un inmenso conflicto de intereses. Para simplificarlo mucho, podemos decir que se contraponen dos perspectivas: la de los inmigrantes – procedentes en gran parte de África y los países musulmanes – y la de los europeos autóctonos, pertenecientes – en su mayor parte – a los sectores más modestos de la población. Este es, sin duda, el tema de nuestro tiempo en la agenda europea. Por mucho que circunstancialmente la mirada se aparte de esa realidad, la realidad se encarga de recordarnos: “sigo aquí”.          

¿Qué actitud adopta la Iglesia católica ante esa contraposición de intereses? La de una preferencia sistemática por uno de los sectores en liza – los inmigrantes – y la del menosprecio e incluso la denigración hacia el sentir del otro colectivo afectado: los europeos autóctonos. 

Y no se trata aquí de la consabida y picante dialéctica “conservadores” y “progresistas” en el seno de la Iglesia, que hace las delicias del circo mediático en su sección comentaristas vaticanos. No. La doctrina de la Iglesia es en este punto constante, sólida y perfectamente coherente, y tras el fin de la segunda guerra mundial así ha sido mantenida – desde Pio XII – por todos los Papas ya sean “progresistas” o “conservadores”. Dicho de forma sintética: la Iglesia defiende la migración como un bien en sí mismo, como una parte del plan de Dios, como prefiguración y partera de una nueva Humanidad. La iglesia defiende la migración como parte del “derecho natural”, como un “derecho fundamental”, con lo que bordea así la declaración solemne de la migración como un “derecho humano”: algo en lo que la Iglesia lleva desde hace tiempo la delantera a las Naciones Unidas, a las Organizaciones Internacionales y a todos los Estados del mundo, incluso a los más interesados en promover la migración.[2]

Pero para que exista un derecho, tienen que existir al menos dos partes: por un lado, la parte que ejerce el derecho; por otro lado, la que lo reconoce y garantiza. Todo derecho consiste en una mediación dirigida a resolver un (potencial) conflicto de intereses, y un hipotético derecho a la migración no sería una excepción en este sentido. La migración alberga dos componentes: en primer lugar, la movilidad, la facultad de cada cual a salir de su Estado de origen y a retornar a él. Este es un derecho básico reconocido en casi todo el mundo. En segundo lugar, la facultad de instalarse en otro Estado, sometida a las regulaciones e intereses del Estado receptor y su población autóctona. Ahora bien, la Iglesia católica parece ignorar, menospreciar y estigmatizar los intereses de los Estados receptores y de sus poblaciones autóctonas, a los que no duda en condenar moralmente como reos de cerrazón, miedo, intolerancia, prejuicios, xenofobia, racismo…

En todo lo relativo a la inmigración, los europeos autóctonos son un colectivo maltratado por las actitudes, el magisterio y las políticas de la Iglesia católica. Y así ha sido durante décadas.

Pautas viciadas

El discurso de la Iglesia en materia migratoria reposa sobre una extrapolación del mensaje evangélico al ámbito político. Se recurre para ello a un marco mental preciso: a la figura del “Buen Samaritano” como arquetipo y a la construcción del “migrante” como figura crística, portadora de un designio divino. Se trata de discurso que responde a unas pautas viciadas, que podemos sintetizar en seis: 

  1. Menosprecio de la dimensión colectiva de las migraciones. La Iglesia considera el hecho migratorio desde un enfoque exclusivamente individual, centrado en las necesidades, aspiraciones y deseos del individuo migrante, y parece ignorar que, cuando la migración es un fenómeno de masas, no nos encontramos en el ámbito de la caridad sino en el de la política. Cuestiones como la capacidad de acogida, el mantenimiento de la cohesión social, el respeto a la identidad cultural y la seguridad de las sociedades de acogida no parecen preocupar a la Iglesia católica, o lo hacen solo de forma muy secundaria.
  2. Valoración materialista del hecho migratorio. De forma un tanto paradójica, la Iglesia parece valorar el fenómeno migratorio desde un enfoque solo material, centrado en las necesidades económicas del migrante, así como en la prosperidad que se derive del ciclo migratorio. La Iglesia parece no tener en cuenta aspectos intangibles como el desarraigo, la aculturación y la ruptura del vínculo social. Las encíclicas centradas en la migración – como la Laborem exercensde 1981 – no parecen tener más horizonte que el del Homo Oeconomicus.
  3. Apuesta por la migración de repoblación. La defensa de la familia lleva a la Iglesia a preconizar la migración de unidades familiares enteras, así como a defender la reagrupación familiar como derecho fundamental de los migrantes. La migración pierde con ello cualquier atisbo de solución provisional o transitoria, y se convierte en un fenómeno estable, irreversible, en una migración de repoblación.
  4. Enfoque discriminatorio hacia las sociedades de acogida. La Iglesia asume de forma exclusiva el punto de vista de los migrantes. Cuando las autoridades eclesiásticas se refieren a las poblaciones de acogida, lo hacen normalmente con la intención de 1) instruir, para inculcar la idea de la migración como fuente de bendiciones 2) reconvenir, para afear como anticristiano el rechazo a la migración 3) denigrar, para estigmatizar a quienes rechacen la migración como insolidarios, duros de corazón, xenófobos y racistas.
  5. Erosión de la distinción entre migrantes y refugiados. Esta distinción es jurídicamente relevante, puesto que de ella emanan diferentes regímenes legales en todos los países del mundo. Pero la Iglesia parece eludir esta distinción, para contemplarlo todo desde el exclusivo ángulo de la caridad.
  6. Rechazo a la idea de asimilación. Esta es quizá la más flagrante intromisión de la Iglesia católica en cuestiones sobre las que, en principio, no debería tener demasiado que decir. Podría pensarse que, si el país de acogida recibe a los migrantes, les da trabajo, les da ayudas sociales y una nueva ciudadanía, podría pedirles al menos que interioricen su idioma, su cultura y sus formas de vida, lo que garantizaría un mínimo de cohesión social. Pero no. La Iglesia católica proclama el derecho de los migrantes a “conservar su lengua materna y su propio patrimonio espiritual” (Pastoralis migratorum cura de 1969) porque “cada familia tiene derecho a su identidad cultural específica”. Y no sólo eso, sino que el país de acogida “debe desarrollar todas las expresiones culturales auténticas, locales e inmigradas presentes en su territorio” (Juan Pablo II, 1986). La iglesia rechaza el modelo de asimilación y lo pone al mismo nivel que el apartheid (Erga migrantes caritas Christi, 2005). La Iglesia católica se abona así al comunitarismo anglosajón o al modelo multiculturalista que tan buenos resultados dio en países como Líbano, Yugoslavia, Siria, Ruanda y otros Estados africanos. 

Todas estas pautas viciadas han sido detenidamente descritas por el periodista católico Laurent Dandrieu en una obra reveladora, en la que concluye lo siguiente: “contrariamente a lo que afirman a menudo sus turiferarios, el discurso de la Iglesia no se limita a un discurso de tipo caritativo, que invita a tratar al migrante de la forma más humana posible, sino que es, de entrada , un discurso decididamente político que opta por una apertura máxima de fronteras, y que implementa una especie de “opción preferencial por la migración” en detrimento de las naciones, cuyos derechos no son reconocidos más que secundariamente”.[3]

Un discurso político – añadiríamos nosotros –  que carece de auténtica sustancia política, puesto que está desprovisto de dimensión agonística (reconocimiento de la correlación de fuerzas) y responde a un espejismo angelical que le impide constatar una simple realidad: favorecer la expansión del Islam en Europa tal vez no sea la mejor opción para el futuro de la Iglesia.

Armonías celestiales

Es difícil sumergirse en el corpus migratorio de la Iglesia y mantenerse impasible. Si se lee con cierto espíritu crítico, la cosa tiene su lado cómico. Si se toma en serio, difícil es mantenerse despierto ante esa retórica meliflua de lugares comunes, armonías celestiales, cuadraturas del círculo y prosas sibilinas y ambiguas, plagadas de equilibrismos alambicados y frases de triple y quíntuple interpretación. Al final, el papel de las exhortaciones papales lo aguanta todo y los sapienciales textos se asemejan a recargados árboles de Navidad, en los que cada sección de la burocracia vaticana cuelga su regalo lleno de buenos deseos, para que nadie se queje y todos queden contentos. Uno podría pensar que qué más da, si casi nadie los lee. Pero, al fin y al cabo, son los únicos instrumentos que tenemos para comprender la cabeza de los sedicentes pastores del rebaño.  

La constitución apostólica Exul Familia (1952), pionera en el género, nos da (señala comedido Laurent Dandrieu) “el tono de lo que vendrá después”.  Dice el texto: “la Familia de Nazareth, – Jesús, María y José en el exilio – emigrantes en Egipto, donde se refugian para escapar al furor de un rey impío: ésa es la imagen, el modelo y el sostén de todos los emigrantes y peregrinos de todos los tiempos y lugares”. Se abre así la espita a todo tipo de comparaciones peregrinas (nunca mejor dicho) practicadas por los sucesivos Papas, tales como la evocación del exilio judío en Babilonia – un clásico – o el audaz paralelismo entre la inmigración y las peregrinaciones de la Virgen María, enunciada por Juan Pablo II en 1988, en el que el Papa polaco afirmaba que “Dios ha escogido la experiencia de la migración para significar su plan de redención del hombre”. Similitudes y metáforas todas ellas que abundan en una visión mesiánico-escatológica: la migración como parte del plan divino para una humanidad renovada (la evocación de la Pentecostés multilingüe viene aquí al pelo). Habida cuenta de que tales visiones beatíficas no distinguen entre migrantes y refugiados, entre legales e ilegales, entre pacíficos o violentos, entre los que recurren a mafias o los que vienen por su cuenta, sería aconsejable iluminar a los guardias de frontera para que no dejen de reconocer, en quienes fuerzan las fronteras y eluden las órdenes de expulsión, a los judíos en Babilonia, a José, a María y al mismísimo Jesucristo si hubiere menester. Sin olvidar a las redes de tráfico de personas que, si bien están movidas por motivos reprensibles, coadyuvan al fin y al cabo en la obra del Señor.

¿A qué dinámica responde esta deriva de la Iglesia? Parece que la Iglesia cede aquí a una de sus viejas tentaciones: la de una concepción mesiánica dirigida a establecer el Reino de Dios en este mundo. Una visión providencialista que, en el contexto de las oleadas migratorias, desemboca en una “idolatría de la acogida” (L. Dandrieu).  ¿Cómo interpretar si no la idea de la migración como “vía necesaria para la edificación de un mundo reconciliado”? ¿O la de la migración como “prefiguración anticipada de la Ciudad sin fronteras de Dios” (Caritas in veritate, de Benedicto XVI)? ¿O la de la migración como “avanzada del Misterio Pascual, una humanidad para la que toda tierra extranjera es una patria y para la que toda patria es una tierra extranjera” (Francisco, 2014)? ¿Qué quiere decir el Papa Francisco cuando sueña con una Europa “en la que ser migrante no sea un delito” (recepción Premio Carlomagno 2016)? ¿Es una llamada a la abolición de las fronteras? ¿A eliminar la diferencia entre ciudadanía y extranjería? ¿A que toda África desembarque en Europa? Parece que sí, puesto que “el cristiano deja venir a todo el mundo” (Francisco, 22 de junio 2016). La Iglesia se sitúa aquí en un registro emotivista que neutraliza a la razón y bloquea cualquier análisis crítico, algo en lo que se revela sorprendentemente posmoderna. ¿Hay algo acaso más posmoderno que ese narcisismo de la Virtud (virtue signalling) instalado en el éter de la esperanza profética? Una postura moralmente confortable, porque la Iglesia se sabe exenta de la responsabilidad de la auténtica política: la que, más allá de la caridad, trata de aportar respuestas concretas a problemas urgentes. La Iglesia tiene un problema con la realidad, a la que confunde con sus buenos deseos. Por ejemplo, cuando el Papa nos informa de que “el temor a la destrucción de la identidad local no tiene fundamento”. Pero ¿qué pasa si ese temor tiene buenas razones para existir? O cuando el Papa clama por una “convivialidad de las diferencias” y por la “creación de nuevas síntesis culturales”. Pero ¿qué pasa si la síntesis entre el cristianismo y el Islam es sencillamente imposible? ¿Se cree de verdad todo lo que dice? 

El problema aquí – escribe Laurent Dandrieu – es que la Iglesia  “no examina la realidad en su complejidad, sino que la pliega a priorial deseo que se tiene”. Algo que resulta curioso en una organización que se dice guiada “por el esplendor de la Verdad” (Juan Pablo II). Pues parece que cuando la verdad no le gusta, la Iglesia tiene una de recambio.[4]

Las raíces multiculturales de Europa

Si la Iglesia es alérgica a la realidad, en ningún ámbito lo demuestra mejor como en sus relaciones con el Islam. La Iglesia está por el diálogo interreligioso y pretende no ver que el Islam no está por el diálogo interreligioso sino por la sustitución.

La Iglesia contempla al Islam bajo un prisma que podemos denominar “cristianocéntrico”, en cuanto lo reduce a sus aspectos espirituales y a sus supuestas coincidencias con el cristianismo. El Islam de la Iglesia es un Islam idealizado, del que se evacúan los aspectos más problemáticos o desagradables porque “no pertenecen al verdadero Islam”. Eso permite mantener la ilusión del “diálogo” según la ideología dialoguista y dialogante, a mayor gloria de la burocracia eclesiástica y sus juegos florales. Una deriva que arranca de la declaración Nostra Aetate (28 octubre 1965) y que en la actualidad adquiere un tono algo siniestro, en cuanto impide que la Iglesia aborde de manera franca el problema de la violencia islamista, exija de forma contundente el respeto a las minorías cristianas y reivindique las raíces cristianas de Europa. Un tema este último – el de las raíces de Europa – que el actual Papa evita asociar con el cristianismo, porque eso tendría según él “un aire triunfalista o vengativo que se convierte en colonialismo” (?).[5]“La identidad de Europa siempre ha sido dinámica y multicultural”, afirma Bergoglio con lenguaje de preboste bruselense. Frente al terrorismo islámico, el Papa minimiza la responsabilidad del Islam y juega la carta de la equidistancia. A veces – como escribe Laurent Dandrieu – con una notable ausencia de tacto, como cuando tras la degollación en su Iglesia del sacerdote francés Jacques Hamel (el 16 de julio 2016) el Papa se refirió a la “violencia católica”, dado que también existen católicos que matan a sus novias o a sus suegras. “Esto es como una ensalada de frutas – señaló el Santo Padre –  hay de todo, hay personas violentas que existen en ambas religiones” (declaraciones de 31 de julio 2016). Condena por tanto a la violencia “venga de donde venga”, y frente a la barbarie, melodías de John Lennon, montañas de peluches y pompas de agua bendita. 

De forma muy simbólica, el primer viaje de Francisco fue en 2013 a la isla de Lampedusa, principal puerta de entrada de inmigrantes musulmanes, donde entre las buendioserías de rigor se dirigió a los “queridos inmigrantes musulmanes” para invocar los “abundantes frutos espirituales” del Ramadán. Curiosamente, el Papa no duda en referirse ocasionalmente a una “invasión árabe” (sic) pero parece que en tono positivo. El Papa evoca la llegada de “los nómadas, los normandos” (?), se congratula de la “capacidad de integración” del viejo continente y asegura que “la llegada de gentes nuevas puede suscitar un rejuvenecimiento de nuestro viejo continente y constituir una oportunidad”. Es decir, según Bergoglio, si invasión hay lo mejor será “dejarse hacer”. No se trata de una anécdota sino de una categoría. Hay un catolicismo cool que contempla el catolicismo cultural de los europeos autóctonos – el enraizado en las parroquias rurales, las devociones y las viejas tradiciones populares – con un punto de condescendencia, como un tosco reflejo de bajos instintos identitarios. Hay mucho clasismo en todo eso.   

No nos agrada hacerlo, pero tenemos que formular la pregunta ¿Quién es en realidad el Papa Francisco? 

Un Papa-sociedad

Hubo al menos un Papa que intentó pensar seriamente el Islam. El 12 de septiembre 2006 Benedicto XVI pronunció en la Universidad de Ratisbona un discurso que levantó ampollas. Ante un público académico, el Papa reflexionaba sobre la articulación entre la fe y la razón, y se refería – apoyándose en los textos – a la relación antinómica que al respecto mantienen el cristianismo y el Islam. Una afirmación que venía a pinchar la burbuja del diálogo interreligioso, y que – como era de prever – desató una oleada de indignación contra el panzer-cardenal, el príncipe de la Iglesia intransigente y retrogrado. Pero lo peor del discurso eran sus derivadas políticas, que venían a atizar el escepticismo frente a la inmigración como cornucopia de bendiciones. No, definitivamente ya no se podía confiar en un Papa-intelectual que pensaba por su cuenta y sin consultar con los spin-doctors. Se imponía un cambio de rumbo. Se imponía un Papa más en sintonía, más sincronizado a la mentalidad de los tiempos. La próxima vez no habría equivocaciones.

En junio de 2015 el Presidente Barack Obama se refería al Papa Francisco – que entonces acababa de publicar su encíclica sobre el cambio climático – como un “líder mundial (World Leader) al que el mundo debía escuchar”. Y eso es lo que es Jorge Bergoglio. Más que un sucesor de San Pedro, más que un Obispo de Roma, más que un Vicario de Cristo, más, mucho más que un Sumo Pontífice. ¡Francisco es un World Leader, sí! La ONU, las GAFAM y el Foro de Davos le escuchan complacidos. Ya que no tenemos la fe tengamos al menos el aplauso. Hablemos del cambio climático, de cooperación y desarrollo, de sostenibilidad y resiliencia, de corresponsabilidad e interdependencia. Hablemos de paradigmas económicos (la “economía de Francisco”), de diversidad y de multiculturalismo, de globalización y de objetivos del milenio, de reciclaje de residuos y de eficiencia energética. Hablemos de lo que haya que hablar, pidamos perdón a quien se lo haya que pedir, pensemos al orden del día, al gusto del día, a la salsa del día. Francisco es un crooner de la orquesta globalista, un animador cultural de la conciencia planetaria, al lado de Bill Gates, de Greta Thunberg, de Bono y de Angelina Jolie. 

¿Quién es Francisco? En un texto premonitorio escrito en 2005 el gran Philippe Muray ya lo había retratado, y poco se puede añadir:    

“Necesitamos un Papa que vaya suave y que respete los nuevos reglamentos. Un Papa que sustituya sus beaterías por nuestra agua bendita y sus padrenuestros por nuestras homilías multiculturales. Un Papa en patinete y pantalones cortos. Un Papa-ciudadano (…) Un Papa que aligere la doctrina y desempolve el Vaticano. Un Papa vigilante sobre el respeto al laicismo, un Papa que milite por los carriles de autobús (y si de paso puede dar un empujoncito a la aprobación de la Constitución europea, mejor que mejor).[6]Un Papa de esta época, un Papa como la época, un Papa-época, un Papa-sociedad. Un Papa que se preocupe por la calidad del aire, que sea conciliador y no conciliar. Queremos un Papa que sea como nosotros, no un Papa papista o papófilo; queremos un papa papófobo, no papólatra o papócrata. Un Papa moderno. Un Papa como la sociedad moderna, que se le parezca tanto en sus metamorfosis que sea indistinguible de ella. ¿Y si lo elegimos nosotros mismos?”.[7]

Mientras llega ese momento Bergoglio hace los honores.

Un problema de credibilidad

Los seminarios de Europa y América están hoy vacíos. Las iglesias van también camino de hacerlo. Por todo occidente se extiende una apostasía silenciosa. El cristianismo ha sido rebasado por la modernidad, pero cabe preguntarse si hay algo más. En su afán por adaptarse y salvar los muebles, la Iglesia católica está haciendo implosión. Para salvar al cristianismo (y eso es algo común a todas las confesiones cristianas) sus pastores lo han transformado en una rama más – cuando no en la matriz – del humanismo occidental. En conclusión, la moral de ese cristianismo – escribe el filósofo Laurent Fourquet – “no es más que la duplicación exacta de la moral común de las sociedades occidentales contemporáneas”.[8]El cristianismo camina hacia un moralismo meloso, evacuado del sentido de lo sagrado (como lo atestigua la vulgarización de su liturgia). El Dios del cristianismo se presenta como lo menos “divino” posible, para no hacer sombra al Hombre de la religión secular: la ideología de los derechos humanos. No en vano, el cristianismo tiene un problema de credibilidad entre quienes no encuentran en él ni lo divino ni lo sagrado. El cristianismo aparece como un vector del globalismo, como una moral moralizadora, desarraigada y abstracta, indiferente al futuro de los pueblos a los que el cristianismo debe su expansión: los pueblos de Europa.

Pocas veces una religión se ha correspondido tanto con una civilización como el catolicismo con la civilización europea. No en vano, el catolicismo echó sus raíces sobre formas culturales previas. Decía el Cardenal Jean Daniélou que en el fondo nunca ha habido cristianos en estado puro, sino únicamente paganos en diversos grados de conversión. Ese fue el gran éxito del cristianismo en Europa: la expansión de un cristianismo enraizado, de un cristianismo del mundo rural, de un “cristianismo de las tradiciones y de la religiosidad popular, que ritmaba la alternancia de las estaciones y las generaciones”.[9]Evidentemente, ese mundo rural ya no existe y esa civilización católica no volverá jamás. Pero los pueblos que le dieron forma – y que fueron a su vez conformados por ella – todavía existen. Y a esos pueblos vienen ahora los pastores de la Iglesia a decirles que se disuelvan, que se “enriquezcan culturalmente” cambiando de civilización, que si hay una invasión “se dejen hacer”. 

Aquí es donde surge la rebelión de los católicos identitarios.

Sobre hombros de gigantes

Lo que aquí se encuentra en juego no atañe únicamente a los católicos, y eso es algo que conviene tener muy presente. Diríase que lo que está en juego – la civilización católica europea – es demasiado serio como para dejarlo únicamente en manos de los católicos (y no digamos de los Papas, obispos y cardenales). Por eso su defensa es asumida también por muchos que, aun siendo ateos, reivindican el catolicismo como factor identitario, como universo cultural plasmado en un arte, en unas costumbres, en unas tradiciones, en una forma de entender la vida. Michel Onfray es hoy en Francia un ejemplo de esta tendencia, como en España lo fue el filósofo Gustavo Bueno, hasta época reciente. 

La reivindicación de un catolicismo identitario es una tarea que implica, de forma especial, a los católicos de base. A ellos corresponde empoderarse frente al discurso oficialista, a ellos corresponde reivindicar su agencia frente a una Iglesia institucional que no cesa de pontificar sobre materias que no son de fe. El libro “Católicos e identitarios”, del escritor y activista francés Julien Langella, responde a ese propósito. Desde la perspectiva de un católico practicante, Langella realiza un pormenorizado repaso de los fundamentos doctrinales, históricos y culturales del catolicismo europeo, los pone en el contexto de los actuales debates sobre la migración, el multiculturalismo y la política europea, y concluye que de ninguna manera las autoridades eclesiásticas están legitimadas, desde el punto de vista doctrinal, moral y político, para conducir a los europeos como un rebaño hacia la extinción. El libro de Langella es una especie de “hasta aquí hemos llegado”, una sacudida contra la docilidad intelectual de los católicos, un aldabonazo para que éstos abandonen su respeto reverencial ante las simplezas de sus supuestos pastores. 

¿Qué es lo que mejor hacen dichos pastores? 

Lo que mejor hacen, seguramente, es pedir perdón. Poseídos por un narcisismo del arrepentimiento, los voceros de la Iglesia no cesan de lamentarse. Por las cruzadas, por la inquisición, por el trato a los pueblos indígenas, por la conquista y evangelización de América, por toda la historia de la Iglesia, prácticamente. Pero los Pontífices y mitrados saben que, cuando inflan el pecho y piden perdón, una audiencia planetaria les escucha. Y también saben que eso es posible, en gran medida, gracias a todos esos episodios de los que tanto se arrepienten.

En octubre de 2021 el Papa pidió perdón a México por los pecados cometidos durante la conquista. Pero el Obispo de Roma no ignora que, si el cristianismo se implantó en Europa, lo hizo también – aunque no sólo – por el fuego y por la sangre. El Papa conoce sin duda las persecuciones del Emperador Teodosio contra los paganos, y los métodos dialogantes con los que se trataban las herejías. Habrá oído hablar de cómo Carlomagno convirtió a las tribus sajonas, o de cómo los bálticos de Prusia y Livonia fueron bautizados manu militari tras sendas cruzadas. Habrá oído hablar de obispos-guerreros combatiendo a mazazos, de Poitiers y de las Navas de Tolosa, de la batalla de Lepanto y del asedio de Viena, de Urbano II y de San Pio V, incluso tal vez sepa quiénes fueron el obispo Absalón o el Cardenal-Infante Don Fernando, entre otros muchos. ¿Eran ellos acaso menos Papas, cardenales y obispos que los Papas, cardenales y obispos actuales? ¿Era acaso el cristianismo de entonces menos cristianismo que el de ahora? ¿Arranca la legitimidad de los Papas del Concilio Vaticano II?

El Papa proclama que un cristiano “deja venir a todo el mundo”. Pero lo dice desde un Estado Vaticano con una muralla histórica de hasta 12 metros de alto y con la garantía de las fronteras italianas, pactada por la Iglesia con Mussolini. La historia de la Iglesia reposa sobre hombros de gigantes, y si de verdad se creyeran las disculpas que piden– si de verdad fueran congruentes – la Iglesiase auto-disolvería y diría lo siguiente: “lo sentimos mucho, nos habíamos equivocado. Vamos a empezar de nuevo, y esta vez como es debido: desde un garaje, convenciendo puerta a puerta, tocando la guitarra y recurriendo a la inteligencia emocional y a la empatía”. 

¿Significa todo esto – a nuestro entender –  que la Iglesia católica queda descalificada por su historia? Nada de eso. El cristianismo es, entre otras cosas, una doctrina moral exigente que atañe, en primer término, a los comportamientos individuales. Pero como escribe la filósofa católica Chantal Delsol “es a menudo difícil, cuando no imposible, practicar la moral directamente en política. ¿Por qué? Porque el mundo humano es trágico, entretejido de deberes a la vez contradictorios e igualmente justos”.[10]Amar al enemigo, poner la otra mejilla: esos son caminos de santificación individual, no reglas de conducta que puedan imponerse a las poblaciones. Dicho de otra forma: si el cristianismo está donde está es porque sus fieles no se comportaronen lo colectivo como ovejas. Aunque los hombres intenten ser morales el mundo no lo es.

El juego del dinero

El 3 de octubre 2020 el Papa publicó la encíclica Fratelli tutti (“Todos hermanos”), en la que, de la forma más profusa, difusa y confusa posible, viene a predicar la acogida ilimitada de inmigrantes. Una posición que podría inquietar la conciencia de no pocos católicos europeos, partidarios de parar la inmigración masiva de las últimas décadas. Pero quienes así sientan deberían tener claro que las encíclicas no tienen la categoría de dogmas. Las encíclicas son textos que se inscriben en un contexto histórico determinado, que responden a encargos particulares y que reflejan las preferencias personales de quien las aprueba: el Papa de turno. Las encíclicas abundan en lugares comunes, en letanías de deseos piadosos y en no pocas dosis de diletantismo. Conviene por tanto leerlas con ojo crítico, especialmente cuando demuestran una crasa ignorancia de la realidad política o cuando vehiculan – como es el caso de Fratelli tutti– un resentimiento implícito contra occidente. 

Como suele suceder, en la mencionada encíclica hay un poco de todo (bien podría llamarse tutti frutti). Junto al anti-globalismo puramente retórico (habitual en la izquierda occidental) hay una auténtica obsesión (o “fobia” para hablar en posmoderno) contra toda idea de frontera. Entre abundantes reproches unidireccionales, el Papa condena la “erección de muros” y vincula a los “nacionalismos cerrados, exasperados, resentidos y agresivos” con una “supuesta defensa de los intereses nacionales”. Cabría recordarle que la defensa de los intereses nacionales no es (necesariamente) un nacionalismo agresivo, sino un deber legítimo de los Estados. ¿Es lícito para un católico discrepar así con el Santo Padre?

Los católicos podrán aquí recordar que, cuando la Iglesia entra en el terreno político, las discrepancias son inevitables; y no sólo eso: son también enriquecedoras, algo que siempre ha ocurrido, hasta con los gobernantes más cristianos, como cuando las tropas españolas del Emperador Carlos V – acompañadas por doce mil lansquenetes– hicieron en 1527 una visita al obispo de Roma para manifestar su malestar por las políticas papales. Sin añorar esos extremos – sin duda deplorables – bástenos con señalar que el Fratelli Tutti discurre sin recato por el terreno de lo opinable, que en sus mejores momentos es una colección de obviedades (¿quién está a favor de la esclavitud, del maltrato a los ancianos o de que la gente se muera de hambre?)  y en sus peores momentos es un libelo simplista y maniqueo.

¿Simplismo y maniqueísmo? ¿Cómo calificar si no esa ostentación de “amor a los pobres” (“pobrismo”) que es incapaz de ver que, con su utopía anti-fronteras, le está haciendo el juego a un crimen contra la humanidad: la inmigración instrumentalizada por el capitalismo? La Iglesia parece ignorar que son los desposeídos quienes más interés tienen en el mantenimiento de las fronteras, parece ignorar que mientras los ricos construyen su casa donde más les conviene, el territorio es el único activo de los pobres. La Iglesia parece ignorar la miseria moral del desarraigo, cuyo más poderoso agente es el dinero. Como escribía Simone Weil – filósofa, sindicalista, socialista y cristiana de base – “el dinero destruye las raíces allí por donde penetra, reemplazando todos los móviles humanos por el deseo de ganar”.[11]

¿Cuáles son las necesidades más importantes del alma humana? El arraigo y la fe. Por mucho que la Iglesia católica se empeñe, su futuro no está en las obras sociales (por muy loables y necesarias que sean), no está tampoco en el “pobrismo”, no está en el ecologismo, no está en los objetivos del milenio, no está en la creación del paraíso en la tierra, ni en los aplausos de los príncipes de este mundo. Como bien sabían los místicos, la vida de la iglesia reside en lo que sucede en los sacramentos, en la espiritualidad de una iglesia despojada de las visicitudes temporales. La misión de la Iglesia estriba en lo que sucede una y otra vez en su liturgia, que en su forma más solemnese expresa en latín. Escribía también Simone Weil: “la Iglesia sólo es perfectamente pura desde una relación: en tanto que conservadora de los sacramentos. Lo que es perfecto no es la Iglesia, sino el cuerpo y la sangre de Cristo sobre los altares”.[12]Una frase con más contenido que varios kilos de encíclicas y años bisiestos de locuacidad porteña. 

Una elección indeseable

Asistimos a una incipiente rebeldía en el seno de la Iglesia: la de los “católicos identitarios”. ¿Católicos e identitarios? ¿Significa eso hacer del catolicismo una religión étnica, tribal? ¿Una religión europea

Aunque prácticamente haya nacido en Europa, el catolicismo no es una religión europea sino universal. Pretender lo contrario sería atentar contra la esencia del catolicismo. Si éste se extingue en Europa, la Iglesia seguiría alimentándose de las reservas espirituales y humanas de otros continentes; ese es, a día de hoy, el futuro más probable. Pero si los católicos identitarios no son quiénes para atacar la universalidad de la Iglesia (no es esa tampoco su intención), la Iglesia tampoco es quién para exigir, en aras del universalismo, que los europeos se inmolen demográficamente o “se dejen hacer” en caso de invasión. 

“Una sociedad – escribe Chantal Delsol – no tiene derecho a sacrificarse por una Virtud o una idea. Debe franquear el tiempo, porque es responsable no solamente del presente, sino también del pasado y del futuro”.[13] Y escribía en el siglo XIX Alphonse de Lamartine: “cada vez que hay una contradicción entre la teoría y la supervivencia de una sociedad, eso significa que la teoría es falsa, porque la sociedad es la verdad suprema”.[14]

Llegados a esta tesitura, será mejor que los pastores no tienten a la suerte y que no obliguen a sus fieles a elegir. Especialmente a los más jóvenes. Tal vez descubran – para su sorpresa –  que éstos no están dispuestos a actuar como ovejas, y que tampoco se les puede tratar como a un rebaño.

(El libro de Julien Langella “Católicos e Identitarios. De la Manif para todos a la Reconquista” será publicado en España en 2022) 


[1]Gabriel Albiac, “La lengua que ya no seremos”. ABC 27-07-2021.

[2]Frente al confusionismo generado por el pensamiento oenegero, cabe precisar que la migración no está reconocida per secomo un derecho humano. La Declaración Universal de Derechos Humanos establece que: 1- “toda persona tiene derecho a circular y elegir su residencia en el territorio de un Estado” (del suyo propio, se entiende) y 2- “Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso el propio, y a regresar a él”, lo que no debe confundirse con un supuesto derecho de cada persona a establecerse e instalarse en el Estado de su elección (es decir, la migración). Lo cual no obsta a que, conforme a la legislación internacional, los migrantes y refugiados deban ser siempre tratados con pleno respeto a sus derechos humanos. 

[3]Laurent Dandrieu, Église et Inmigration. Le Grand Malaise. Presses de la Renaissance 2017. 

[4]Dentro de su orientación inmigracionista la Iglesia también ha expresado matices. Pio XII incluyó una referencia – ignorada por todos sus sucesores – a la justificación de la migración en casos de “extrema necesidad”. El catecismo de la Iglesia católica (1992) recoge la subordinación del “derecho a la inmigración” a diversas condiciones jurídicas. Hay también referencias al “derecho a no emigrar” (Juan Pablo II, Francisco en Fratelli Tutti) y al deber de los inmigrantes de “integrarse en el país de acogida, respetar su identidad nacional y sus leyes” (Benedicto XVI). Se trata empero de alusiones marginales: si bien el derecho a regular la inmigración está reconocido, es casi siempre descalificado como un egoísmo de ricos. En las opiniones vaticanas puede encontrarse un poco de todo: desde elogios al patriotismo y a la identidad de las naciones hasta posiciones inequívocamente globalistas, partidarias de un gobierno mundial y favorables a sociedades multiculturales y pluriétnicas. El corpus de encíclicas se asemeja a una especie de bazar chino donde cualquiera puede encontrar más o menos lo que busca.

[5]Entrevista en La Croix, mayo 2016. 

[6]A las alturas de 2021 el empujoncito va para la Agenda 2030.

[7]Philipe Muray, “Le Pape”, en Moderne contre moderne. Exorcismes spirituels IV. Les Belles Lettres 2006, 436-438. 

[8]Laurent Fourquet, Le Christianisme n´est pas un humanisme. Editions Pierre Guillaume de Roux 2018, p. 199. 

[9]Patrick Buisson et Alain de Benoist: “Le débat! Qui voudra demain mourir pour le drapeau arc-en-ciel?”. En Éléménts pour la civilisation européenne. Nº 191, Août-Septembre 2021, p.35. 

[10]Chantal Delsol, “Un Pape contre les frontières et contre l´occident”. En Front Populaire nº 4, primavera 2021, p. 120. O

Como escribía el gran jurista católico Michel Villey: “no hay que confundir el reino de los cielos y el derecho. Es preciso abstenerse de usar los consejos de perfección evangélica a contrasentido, contra los vecinos y contra el orden público, trasladándolos de forma indebida a la actividad del juez terrestre”. Michel Villey, La formation de la pensé juridique moderne. PUF 2003, p. 169.

[11]Simone Weil, L´enracinement. Prélude à une déclaration des devoirs envers l´être humain.Gallimard 2021, p. 61. 

[12]Simone Weil, Lettre à un religieux.Citado por Paul Ducap en “La part cachée du monde. Jean Borella à la recherche de l´esoterisme catholique”. En Résister à la modernité. Philitt 2014-2021. Éditions du Rocher 2020, p. 564. 

[13]Chantal Delsol, “L´État de droit et la situation exceptionnelle”, Le Figaro, 23 septiembre 2016. 

[14]En su Histoire des Girondins.

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